La ultima confesión secreta e intima del comandante Chávez


El desenlace de mi drama será algo diferente al que sufrió el Libertador en 1830. No hay un Páez en armas con el poder de una gran sección de la república, pero sin dejar de considerar que tenemos un buena parte de la población embanderada contra la patria, aliada con el imperio de turno, con fuerte apoyo del sector económico y de la prensa nacional y mundial.


Moriré, no como el Libertador ante un cuadro de desintegración con aquellos patriotas divididos: Justo Briceño, Urdaneta, Mariano Montilla, O'Leary, todos ellos en la Nueva Granada, y con aquella Venezuela desgarrada bajo el mando de Páez rodeado de abogados intrigantes: el Miguel Peña, Leocadio Guzman...; y al sur, un Ecuador dominado por un ambiguo como Juan José Flores. Esa no es mi situación de cara al porvenir: la patria que dejaré quedará en manos de un pueblo consciente de su destino. No moriré con una camisa “prestada”, aislado de mi pueblo querido y alejado de la tierra que más he amado. No hay un par de hienas avanzando desde el sur para tomar el poder luego de haber destrozado el cuerpo del Abel de la patria.


No moriré viendo una América Latina dividida como la encontramos en 1998.


Pero aún así, mis dolores también vivirán en el futuro.


Ya sé que el año que viene no estaré con mi pueblo, y que seguirán lloviendo injurias e infamias contra Venezuela. ¿Pero quien podría ahora engañar a este pueblo, luego de catorce años de lucha contra los engañadores de todas las horas, contra esa monstruosa farsa que montan los medios para aniquilar con toda frialdad a quienes se enfrentan a sus intereses?


También Bolívar fue víctima de aquella bandada de periódicos y opinadores que controlaban medios como “El Demócrata” y “Aurora”.


Muerto Bolívar lo siguieron llamando tirano, un déspota, violador de la Constitución jurada por el Congreso en Cúcuta, y para escarnio de toda la Gran Colombia hicieron de Francisco de Paula Santander el sabio regenerador de la paz y de la unidad de los granadinos. A todos los más nobles y grandes próceres de la Independencia se les condenó en Bogotá al ostracismo, a la cárcel o a ser fusilados.


Aquella historia hoy hemos logrado superarla, aunque muchos de los engañadores de todas las horas han logrado dejado una estela de locura y de odio casi inextinguible.
Yo tuve que asumir el papel del condenado.


Del maldito.
Del señalado.
Del marcado.


Mi pueblo ha sabido entender esta lucha y que hoy podemos decir: no aramos en el mar: y por eso está allí el pueblo en la calle, con sus banderas y sus penas, con su fervor, nobleza y generosidad infinitas.


Sé que me quedan pocos días. Ya veo el tronar sin embargo de otras victorias.


Y sé que hay tantas tareas aún por cumplir, que es lo que me estremece y a veces me acongoja, luego de cruzar tantos desiertos: los hijos de la patria: sus trabajadores, el Plan de la Patria..., mis libros, eternos consejeros, mis diarios, mis recuerdos, mis padres, mis hermanos y amigos, mis llanos de Barinas y del Apure, las coplas, los cantos, lo vegueros de mi pueblo. Todos los tesoros adorados de hermandad, soberanía y patria que logramos en esta luminosa marcha de veinte años y que hemos tratado de proteger como un avaro. Es lo que duele, es lo que estremece y acongoja.


Con mis libros y mis temores, con mis pensamientos y sueños hasta más allá de los infiernos. Porque no hay cielo ni paraíso, no hay castigo ni condena capaz de consumir este cuerpo, de doblegar este ideal, de contener estas pasiones encendidas de amor por la patria, por el fuego sagrado de cuanto vibra bajo este cielo querido.
No es la muerte particular de ninguno de nosotros lo que pueda detener este oleaje de pasión y de coraje revolucionario que corre ya por toda Venezuela.
Inconcluso, tantos proyectos soñados que como poemas han quedado sembrados en tantos corazones; soplos de porfías delirantes en medio de mil insomnios con mis ríos de pueblos y de mis amores, con el clarín definitivo del impulso que ya está dado.
Es el “no retorno” que se ha consolidado.


Nadie sabe de mis dolores.


Nada dejé traslucir de tantas penas, porque sólo los pobres y condenados de la tierra las entienden.


Recorrer un país con el cuerpo destrozado y venir a darse un milagro: el alma de todo un pueblo que es quien ordena y uno oyendo su mandos, sus razones y clamores. Ha llegado a trascender uno por obra y gracia del soportarse y el echarse a rodar con el simple tráfago de las ansiedades y penas acumuladas de siglos. Abrazado a mi pueblo amado, acabé disuelto en él.


Mis huesos, mis nervios, mi corazón, no eran parte de un cuerpo sino de un destino y de una marcha que estalló en las oscuridades de los tiempos sin nombre: la voluntad inoculada de generaciones torturadas y perseguidas que se hicieron mi espíritu y mi sangre. ¿Qué podía ser uno llevado por la marea incesante de un sentimiento de amor encantado del que fui apenas un minúsculo fragmento?


Ya no soy yo el que habla sino el que transmite lo que se le dicta desde el compendio conflictivo de todos nuestros dolores y tormentos. No sé de dónde brotó siempre esta voz fuerte, apasionada, desbocada. Con estas cargas que destrozan pero nos elevan, que oprimen y escuecen, pero nos dan fuerza. La voluntad de una especie soberana que se hizo un pueblo. Que se adueñó de cuanto uno posee: con sus sueños de grandezas y de temores, de peligros y bendiciones.


Qué importa si nadie supo de mis dolores, cuando sonría, amando, aunque vibrara de pasión con los cantos de mi pueblo.


Con tantas muertes sobrellevadas.


Ninguna realidad ha estado jamás fuera de mí. Me han dictado la norma de esta lucha contra todas las tormentas. No es que me vayan a asesinar: se trata de otro ciclo más, y sé que me suplican que no muera, que uno acaba siendo el más paciente de los impacientes, que tiene que traspasar las armas para otros continúen en la batalla. Uno al fin al cabo acaba siendo parte de las causas del eterno retorno de las cosas.


Y acaba uno por no temer vivir para siempre.


Disuelto con este espíritu agitado en la extensión ingrávida y profunda de mi querida tierra. Alguien que me moldeó, alguien que hizo de mi vida una batalla interminable para repetir una y otra vez la palabra porfiada del que se ha vencido a sí mismo, porque en verdad no he nacido para morir, sino para cerrar los ojos y escuchar el curso de los siglos eternos en los que estaré una y otra vez volviendo como anunciador de otro ciclo.


Alguien nos empujó a esta dimensión de vuelos venturosos para poder construir este mundo en el seno del universo. Una lucha con el pensamiento en las batallas perfectas que nos han dictado. La vieja canción de los juegos de fantasía que nos iluminaban en la niñez. Uno, que anduvo en esta lucha a brazo partido para liberarse de lo que se llama la persona para al final pude consagrarse a su pueblo. La “persona” que es una simple propiedad del ser del que hay que liberarse. La persona que es una máscara. Esa ha sido toda mi verdadera encarnizada lucha. Por eso pude levantarme contra todos los prejuicios de todas las tiranías internas. Combatiendo con fuerzas desiguales. Y así y todo pudimos salir victorioso frente al oleaje monstruoso de los tiempos y de los imperios.


Sin nada de que quejarnos ni de que arrepentirnos: !Oh, corazón impetuoso y de largo aliento, espíritu perseverante, todo a ti te lo debemos!
Ahí esta el querido libro que he cargado conmigo entre las espinas y las derrotas. Ya no hay muerte posible, porque si las flores se marchitan por qué hemos de quejarnos de este simple tránsito.


Amado pueblo, nunca te quejes de nada. Síguete a ti mismo, que ya conoces los mandatos inscritos en tus corazones. Lloraremos juntos, pero mira al frente todos los verdes prados y grandiosos horizontes, este brillante e inefable cielo, el mismo de Sucre y de Bolívar.


PADRES ETERNOS.

jsantroz@gmail.com



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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