"¿Sabés quién vino a casa y me rescató? -le hablaba a su hermana por
teléfono el anciano Jhonie Brown de Nueva Orleans-, Sean Penn, el actor." El
protagonista de Río místico estuvo nueve horas con su lancha en tareas de
rescate y después fue entrevistado por la televisión. "La gente está
muriendo ahora mismo -declaró-, bebés, ancianos, gente de todas las edades.
Nos pasamos sacando cadáveres del agua, fue lo peor que he vivido como ser
humano y sólo vi tres lanchas de la policía rescatando gente. El gobierno de
Bush no es capaz de destinar botes de ayuda. Esto es negligencia criminal."
El discurso oficial de la Casa Blanca asegura que el Katrina es un "desastre
natural", ante el cual las autoridades poco o nada pueden hacer. Sin
embargo, un análisis serio del asunto conduce a otras conclusiones. En
primer lugar, lo ocurrido era previsible y prevenible, como las inundaciones
de la ciudad de Santa Fe. Sólo que en lugar de que la catástrofe se abatiese
sobre la periferia de la periferia tuvo lugar en el corazón del sistema
imperialista. Esto demuestra, tanto aquí como allá, a quiénes sirve el
estado y el gobierno de las mal llamadas "democracias capitalistas", que
tienen casi nada de lo primero y demasiado de lo segundo. El precio de tanta
desprotección son miles de vidas norteamericanas, en una cifra que ya se
estima muy superior al de las víctimas del 11-S, y que no por casualidad
afecta a regiones con predominio de poblaciones negras e hispanas que, como
todos saben, no son las que más preocupan al presidente Bush. ¡Tanto es así
que, en un gesto que lo pinta de cuerpo entero, enterado del desastre este pobre personaje manifestó su compasión por la gente "de esa parte del mundo,"
lapsus que delata que esa parte no es la suya. El fenomenal
deterioro ambiental a que está sometido nuestro planeta tiene como una de
sus causas principales el recalentamiento de la atmósfera, a la cual los
Estados Unidos contribuye como ninguno con su criminal despilfarro de
combustibles fósiles. Ni bien iniciado su gobierno Bush retiró la firma que
en los últimos días de su mandato había puesto Clinton en el Protocolo de
Kyoto, un gesto inédito en los anales de la diplomacia norteamericana. Sin
creer que tal protocolo sea la solución -que no existe dentro del
capitalismo dada su naturaleza eminentemente predatoria- era por lo menos un
paliativo. Pero Bush dijo que perjudicaría la rentabilidad de las empresas
norteamericanas, por lo que fue rápidamente desahuciado.
Segundo, la indefensión de los pobres que habitan esas zonas es producto de
las prioridades del gobierno "democrático" de los Estados Unidos. Lo más
importante es apoderarse del petróleo de Irak y garantizar para las empresas
que financiaron la carrera política de la elite gobernante que sus
beneficios no se verían menoscabados. El fenomenal déficit fiscal que esto
provoca es un asunto de poca importancia. Hay que sostener a cualquier
precio esa aventura imperialista con tropas, pertrechos, alimentos,
vehículos de todo tipo que, en realidad, deberían estar en su propio
territorio para enfrentar previsibles acontecimientos como el Katrina y para
garantizar salud y educación a casi cuarenta millones de norteamericanos que
carecen de ella. La ambición imperial exige recortar presupuestos
postergando obras públicas imprescindibles, como el reforzamiento de los
diques que protegían a Nueva Orleans, reduciendo los programas asistenciales
y dejando en el desamparo a millones de personas. Claro que como pocos de
ellos votan en las amañadas elecciones no hay razones para preocuparse
demasiado. Salvo una catástrofe, claro.
Tercero y último, el Katrina desnudó lo que los "perfectos idiotas
latinoamericanos" -los Vargas Llosas, Montaners y otros de su ralea- han
tratado de ocultar desde siempre: el modelo de sociedad que quieren vender
al resto del planeta, el "American way of life" basado en el más
desenfrenado egoísmo y el consumismo sin límites es, en realidad, una
siniestra utopía negativa. En muchos países del mundo desarrollado han
ocurrido catástrofes similares a la del Katrina, como en Japón, con el
terremoto de Kobe, y lo que invariablemente ha ocurrido fue un florecimiento
de la solidaridad social. En los Estados Unidos, en cambio, la profunda
patología social de ese país produjo el efecto contrario: un feroz "sálvese
quien pueda" que generó saqueos en gran escala, violencia indiscriminada y
bandas armadas sueltas por las calles aterrorizando a sobrevivientes y a las
patrullas de rescate. Tales aberraciones nos hablan de una sociedad alienada
y profundamente escindida, que si no se desintegra en una horrorosa
pesadilla hobbesiana de guerra de todos contra todos es merced a su
formidable aparato represivo: esos millones de policías, guardias privados y
destacamentos armados de todo tipo, más un sistema carcelario que, medido en
términos per cápita, no tiene parangón en el mundo. Una sociedad que, en
realidad, no es tal a causa de su exacerbado individualismo y total falta de
solidaridad. Por eso, ni bien la omnipresencia de los aparatos represivos se
relaja la descomposición moral de la sociedad norteamericana -la que condena
a millones a la drogadicción y exige instalar detectores de metales en las
entradas de las escuelas primarias para evitar que los niños introduzcan
armas de fuego o puñales- aflora con la violencia de un volcán. Los bien
pagados impostores que siguen proponiéndonos a los Estados Unidos como un
ejemplo, y que apenas ayer cantaban loas a Pinochet y Videla, quedaron
también ellos al desnudo, como los sufridos habitantes de Nueva Orleans.
Pero a diferencia de éstos, que gritan su rabia, aquellos permanecen en un
vergonzoso silencio, confesión inapelable de su infamia.