Colin Powell conoce los límites

En Estados Unidos, los integrantes de la burguesía negra, son seres
ambiguos. No son completamente aceptados por la elite blanca y parte de su
gente los rechaza.

La génesis del racismo, tanto en América Latina como en los Estados
Unidos, no es endógena, no proviene de la cultura ni de la ideología, sino
que tiene raíces netamente económicas.

En las plantaciones azucareras de las Antillas, los negros eran
explotados hasta el límite de sus posibilidades y luego desechados, tal como
se hace con las bestias. En Estados Unidos fue diferente.

La oligarquía sureña, organizó una sociedad racialmente separada, sin
dar ninguna participación a los negros en sus metas, su proyectos
nacionales y sus luchas, creando condiciones para su reproducción en un
intentó por mantener la esclavitud aun cuando no existiera la trata de
esclavos.

Esos fenómenos explican el tratamiento cruelmente benévolo que los
esclavistas daban a sus dotaciones, permitiéndoles formar familias y
premiando su buen comportamiento con migajas de libertad. Esa filosofía dio
lugar a una raza triste, sumisa y resignada que pobló el sur de los
Estados Unidos y cuya aspiración, salvo excepciones, no fue eliminar el
yugo blanco sino ascender en la escala social hasta llegar hasta donde
ellos se encontraban.

Andando el tiempo esa formula encontró espacio en la protesta pasiva,
no violenta que prevaleció y convirtió lo que debió ser una lucha de
liberación en una limitada exigencia de ciertos derechos.

Después de que Luther King y Kennedy lograran el fin de la segregación
racial, apareció una elite de negros ilustrados y triunfadores, bellos,
elegantes, incluso ricos, cuya presencia en las escuelas y
universidades, la televisión, los bufetes, las cortes, en Hollywood e incluso en la
política, crearon el espejismo de una igualdad genuina.

El ejercicio de hipnosis ideológica, no es perfecto. En ciertos
círculos, la rebeldía se reproduce y episódicamente ocurren destapes como el
mostrado por Katrina, que revelan la verdad. Con matices de color local,
lo ocurrido en Nueva Orleáns pudo haber sucedido también en Chicago,
Boston o Nueva York o en cualquier parte de la Unión.

Cuando algunos negros, Powell entre ellos, ascienden en la escala
social, desplazándose de un estrato social a otro, la fidelidad a la clase a
la que económicamente ascienden, genéricamente blanca y la compasión
con los suyos, crea un estrés existencial.

Hijo de emigrantes antillanos, criado en el Brown, prosperando en la
rudeza del ejército en el que sirvió durante 35 años, participando en las
guerras de Vietnam y el Golfo, Powell alcanzó una alta jerarquía,
esforzándose el doble de lo que un blanco hubiera necesitado.

El primer negro en ascender a la jefatura de las Fuerzas Armadas
Norteamericanas y ocupar la Secretaria de Estados de los Estados Unidos,
parece no haber podido con la carga que significa permanecer indiferente
ante la tragedia de sus hermanos de raza, atrapados en el delta del
Mississippi y ha criticado a la administración por el ineficiente manejo de
la crisis asociada al huracán Katrina.

Powell se rebeló ante la lentitud y la incompetencia del equipo de Bush
del que con buen sentido se apartó, no obstante, se detuvo en el umbral
donde comenzaría el examen de las verdaderas causas de la tragedia,
absolviendo a la sociedad de los cargos principales: «No creo que el
problema sea racista, sino económico» «…La cuestión no ha sido racista, pero
la pobreza afecta desproporcionadamente a los afro americanos en este
país».

Cantinflas no lo hubiera dicho mejor.

Además del tacto político y la cautela que evidenció durante su trabajo
en la Secretaria de Estado, Powell se detuvo en el límite que no debe
sobrepasar. Denunciar el racismo como causante de la pobreza y la
exclusión que otra vez condenó a la muerte y a la humillación a los negros
norteamericanos, hubiera sido transgredir las reglas. No es para tanto.


*Jorge Gómez Barata: Profesor universitario, investigador y periodista
cubano, autor de numerosos estudios sobre EEUU.



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