Katrina nos ofreció un espectáculo estremecedor. Dejó en claro no sólo la improvisación, el descuido, la inoperancia sino que también mostró el desprecio del gobierno de blancos varones y anglosajones pudientes que habitan la Casa Blanca por los negros y los pobres. Katrina concentró y puso a la luz de todo el mundo el alcance brutal, chocante de las políticas y la cultura neoliberal, que arranca con Reagan, pero es perfeccionada y mejorada desde Clinton hasta nuestros días, cuando llega al estadio de lo grotesco. La cultura del mercado y la iniciativa privada restablecieron lo que se ha considerado desde el regreso del neoconservadurismo liberal, el estatuto natural del hombre.
El impulso de la iniciativa privada que durante más de 30 años dominó la escena económica e ideológica norteamericana proclamó su apoteosis cuando días previos al huracán el presidente de la nación George W. Bush y las oficinas de prevención de catástrofes “recomendaron” que cada ciudadano, impulsado por su propia iniciativa y medios, considerara, sopesando beneficios y costos, la huida de las ciudades amenazadas. Esta sugerencia cínica es la quintaesencia de la mano invisible del mercado, y representa, en realidad, sólo una manifestación cotidiana de la cultura norteamericana. El mercado ganó ampliamente la batalla y la política pareció más el vehículo para la administración y el control de la libertad de mercado por tecnócratas asépticos que un terreno de disputa con sus despreciables clientelas políticas y promesas de bienestar y empleo. Así el orden del estado neoliberal se asentó en la despolitización radical de la vida social. El mercado y la bolsa de valores pasaron a sustituir en diversas esferas de la vida al estado. El “estado mínimo” fue la consigna de transición desde el capitalismo keynesiano al neoliberal, de acuerdo a las necesidades de la acumulación de capital.
No se trata en particular de medidas puntuales de gobierno que se pudieran achacar al gorila de Bush. Por supuesto todos tenemos en mente su “redistribución de recursos” más estentóreas, por ejemplo aquellas que reducen impuestos a los ricos y disminuye los gastos en la seguridad social o infraestructura urbana, para desviarlos en la guerra imperialista de Irak y Afganistán. Estas medidas han sido últimamente criticadas por sus opositores gemelos, la aristocracia liberal reunida en el Partido Demócrata, que ha sido tan indiferente como ellos a la pobreza y a la situación de sus otrora bases políticas, los trabajadores y los más necesitados. En este campo tanto como en la guerra de Irak, fueron entusiastas socios de sus contrincantes republicanos. Mientras que en los años ’60 el republicano Nixon sentenciaba que “todos somos keynesianos”, en la fase abierta a fines de los años ’70 los demócratas, y en primer lugar Clinton se han vuelto paladines del credo neoliberal y su ‘gobierno de las corporaciones’.
Lo que ha salido a flote en esta crisis es la privatización de la vida y las necesidades colectivas de toda la sociedad. Todo en EEUU ha sido sometido y escrutado de acuerdo con su valor, desde la salud y la educación, hasta los sistemas hídricos, la infraestructura, la vivienda, los servicios esenciales como la electricidad, el agua y el gas, los caminos, las redes de información y las comunicaciones, la cultura y el entretenimiento. El futuro de los inundados y de las familias que han perdido a sus seres queridos en Nueva Orleáns y otras ciudades depende del contrato de la compañía de seguros, así como cada hombre que culmina sus 30 años laborales depende de los vaivenes de la bolsa de valores cuya capitalización marcará su nivel de ingresos. En muchos otros países del mundo los televidentes se sorprenden cuando en medio de la tragedia la CNN y otras cadenas televisivas pasan cada cinco minutos reportes sobre la solidez de las compañías de seguros, y colaboran con los damnificados explicando cómo se realizan los trámites para aquellos que se encuentran fuera de la ciudad, como refugiados y ¡sin sus pólizas a mano! Esos mismos televidentes se irán acostumbrando cada vez más, porque el american way of life, con sus sistemas de capitalización de retiro y seguros personales sofisticados, se vuelven cada vez más familiares en el sur y toda la periferia, a pesar de las resistencias populares en regiones como América Latina. “El 60% de las familias norteamericanas pasaron a tener, en el 2000, sus ahorros invertidos en las bolsas, entre acciones adquiridas y sus ahorros en los fondos de pensión, un porcentaje que once años antes eran menor a un tercio. Fue una gran victoria del capitalismo norteamericano y de su ideología hacer que la gran masa de la clase media, más una fracción de los trabajadores, pasasen a tener sus destinos, y el destino de sus familias bajo la dependencia de la bolsa de valores, y por lo tanto, del capital financiero” . Con su habitual instinto para captar el sentido popular que la ideología liberal le dio al “estado mínimo” Merryl Lynch, la corporación más importante de fondos de inversión apuntaba como eslogan publicitario a que las familias “tomen el futuro en sus propias manos”.
Ningún área de la vida ha sido apartada del proceso de mercantilización. La ‘sociedad de los propietarios’ parecía ser la apoyatura de todo el andamiaje imperial y la expansión de la globalización empresaria y financiera, mientras Hollywood y las grandes cadenas de entretenimiento colonizaron la cultura de masas de gran parte del mundo, llevando consigo el mensaje de que “no hay otra alternativa”, amplificada por la ruidosa caída del muro de Berlín.
Norteamérica se ha vuelto el terreno en el que las filosofías neoliberales más extremas encontraron su constatación empírica más descarnada. Ella hizo realidad aquella sentencia Hayekiana de que el orden nace de la confluencia espontánea de infinitas voluntades autónomas, no depende del legislador, ni hay bien común que puede nacer de una deliberación colectiva. Se trata de garantizar el bienestar auto-realizado de cada individuo que es soberano en su propia ley, sólo limitada por la potestad de los demás y su alcance monetario para satisfacer los apetitos e intereses particulares. Bush y su administración han alcanzado el estatus que Hayek creyó podía sostenerse sólo como instancia teórica y Margaret Thatcher lanzaba sólo como consigna de propaganda: la sociedad no existe. La socialización y las formas de comportamiento de toda la colectividad están impregnadas de ese espíritu privatista. Algunos comentaristas locales y extranjeros que permanecen en Nueva Orleáns se sorprendieron de una comunidad que sometida a la catástrofe y dejada a su suerte durante tres o cuatro días por las autoridades y el estado federal, fue incapaz de auto-organizarse para cuidar de sí misma, defender a sus seres queridos y vecinos, distribuir equitativamente el escaso alimento, darle prioridad a sus niños, ancianos y enfermos y resguardar a sus familias. Sin la autoridad brutal de las fuerzas represivas, la sociedad local parecía disgregarse sin remedio. Entre el mercado impersonal y egoísta y el estado represivo hasta límites terroristas, la colectividad no alcanzó a organizarse y no pudo impedir los asesinatos, violaciones y la muerte de hambre y enfermedad en los mismos lugares de refugio. Los héroes de la velada no han sido los habitantes organizados de Nueva Orleáns, sino cada policía y guardia nacional “que trabaja sin descanso”. Ahora parece que la comunidad negra, históricamente más organizada comienza a constituir un “comité del pueblo” de Nueva Orleáns.
La filosofía de Bush
La tradición liberal que nace en John Locke había buscado la manera en que se podía impedir que una conciencia universal superior al hombre mismo, un estado hobbesiano todo poderoso pudiera vencer la última resistencia de libertad. El derecho a la rebelión se volvió una trinchera en la defensa democrática del derecho de reunión y opinión, amenazado hoy mismo en Norteamérica por la “lucha contra el terrorismo”. El neoliberalismo pervierte ese sentido para dirigirlo demagógicamente contra el “estado intervencionista”. La ideología neoliberal participa y actualiza la premisa fundante del liberalismo: el estado sólo debe actuar como derecho negativo, impidiendo el recorte de las libertades privadas. Hayek demolió la premisa fundamental de Rousseau para quién la libertad individual sólo podía nacer de la voluntad general.
Mientras Bush ha tendido a aplastar el viejo derecho liberal democrático de rebelión, adoptó en cambio el de la defensa de la libertad privada contra el “estado totalitario” y la “burocracia ineficiente”. Expresó magníficamente el tipo de populismo conservador y liberal que culpa a la “burocracia” para llevar agua al molino del mercado. Sus asesores intelectuales le han dado un sabor americano, ‘comunitario’ a las tesis neoliberales europeas. En una de sus intervenciones él ha dicho que “Mi filosofía confía en que los individuos tomen las decisiones correctas con respecto a sus familias y sus comunidades, y esto es más compasivo que una filosofía que busque soluciones en burocracias distantes” . Su principio rector fue “gobernar si es necesario y no gobernar necesariamente”. Pero mientras Bush ha sido un ferviente intervencionista en materia de matrimonios homosexuales, manipulación genética, aborto, condenas y asesinatos sin juicio y muchos otros temas, ha sido un liberal acérrimo en materia económica y social.
Su fórmula liberal-conservadora podría garantizar esa combinación en la que se puede ser conservador en todo aquello que la iglesia y la derecha cultural han puesto en la agenda y liberal en todo lo que afecte la libre determinación de las grandes corporaciones. En el debate presidencial celebrado en la Universidad de Washington en St. Luis, Bush dijo que se oponía a la puesta en práctica de un plan para la sanidad pública porque “no quiero que el gobierno federal tome decisiones en nombre de todos” . Norteamérica se alzó unívocamente bajo esta premisa, que inauguró hace treinta años la era del más puro individualismo y la desarticulación de cualquier empresa colectiva. Las regulaciones estatales en la era del New Deal (funcionales en su momento a la propia dinámica capitalista) se transformaron para los ideólogos neoliberales en fortalezas totalitarias a las que había que tomar por asalto, para asegurar la libre circulación de las mercancías, las transacciones irrestrictas de acciones y bonos y la plena vigencia de la libre contratación de la mano de obra, salvada de las trabas impuestas por sindicatos y leyes laborales. Norteamérica está hoy prácticamente liberada de derechos sindicales. En los hechos la tasa de sindicalización ha bajado en estas décadas del 35% a menos del 13%. Entre 1979 y 2002 aumentó 53 por ciento la productividad de la economía del país mientras los salarios permanecieron estancados y la brecha entre ricos y pobres aumentó considerablemente. Es esta situación la que llevó a decir al especulador financiero Warren Buffet, el segundo hombre más rico del mundo que “a la gente rica en este país le está yendo tan bien, digo, nunca hemos estado mejor. Es una guerra de clases, mi clase está ganando" . Los más perjudicados han sido los trabajadores inmigrantes, sobre todo los ilegales, así como empleados negros y latinos, los mismos que sufren las consecuencias catastróficas del huracán Katrina. La incapacidad de adoptar las mínimas acciones económicas y sociales para prevenir y luego, para disminuir y paliar las consecuencias del huracán, son completadas como contracara, por la tendencia de la burocracia tecnocrática y conservadora a la ocupación y militarización de las zonas de riesgo. En primer lugar para conservar el orden allí donde parecen convivir acciones violentas de sectores marginales con desesperación y odio, resentidos por el racismo y la inacción. Para la mentalidad liberal-policial de los dueños de la Casa Blanca la propiedad es el valor supremo que se encuentra por sobre la vida, la salud y el cuidado de la gente.
En el país que ejerce la supremacía mundial se privilegió la idea de que cientos de miles de personas podrían escapar en automóvil por su propia cuenta y voluntad, o sea, abandonadas a sus propios recursos de la misma manera en que el consumidor practica su libertad de elección frente a la tienda. En las novelas de ciencia ficción el futuro de decadencia y destrucción estuvo asociado a una esclavización espiritual y moral por parte de un estado omnipotente. Deberíamos surtir el repertorio ficcional también con aquel argumento que nos habla de la disgregación social y cultural provocada por una super-oligarquía de ricos y poderosos, bajo el emblema de la propiedad privada y la libre iniciativa.
En el filme canadiense, Las Invasiones Bárbaras (2003), de Denys Arcand, el hijo de Rémy, Sébastien, un yupy ganador que trabaja en la city de Londres, regresa con su padre para asistirlo en su enfermedad terminal. El joven no escatima en recursos económicos y prácticas ilícitas, ante la negativa del viejo idealista y ex militante Rémy de abandonar el decadente e impresentable hospital público de Montreal por una habitación privada de lujo en la mejor clínica de New York. Rémy cree aún que vale la pena mantener principios en la defensa de la salud pública y ser consecuente con ellos incluso en sus días finales. Sebastián, que es un joven exitoso, que no comprende los valores de su padre ofrece espontáneamente su afecto y compasión, inventando con el aporte sustancial de dinero, un mundo agradable en el infierno de un hospital tercermundista e invitando a los viejos alumnos de Rémy a visitarlo compasivamente a cambio de una módica suma de dinero. En la época neoliberal la salud ha sido depositada sobre las espaldas de la iniciativa personal, sometidas a las mismas compulsiones de productividad y precio de mercado como cualquier otra mercancía. Sébastien, un especulador profesional, cubre su cuota compasiva gracias a su ilimitada billetera. De la misma manera Bush y su administración pulverizaron los sistemas de seguridad social dejando que cada uno se las arregle -¿libremente?- como pueda. Las invasiones bárbaras, que parecen provenir no de un enemigo exterior islámico, sino de las entrañas mismas del imperio, es la continuidad del primer filme, La decadencia del imperio americano, que en el siglo XXI no parece tanto expresarse como un mundo con sexualidad libertina y desordenada, sino como la desintegración cultural y social mediante la ruptura de todo lazo de solidaridad. La fragmentación y la libertad que parecía suministrar la desarticulación de cualquier totalidad estructurada, de cualquier aspiración universalizante, no parecen proporcionar un flujo de puntos de vista multiculturales, relativos y pragmáticos, una otredad democrática y pluralista, sino una nueva totalidad, una nueva relación de poder, un nuevo estatuto político, en el que la despolitización radical del espacio público deja paso a la imposición del poder de clase mediante el fetichismo de la elección libre proporcionada por el mercado.
Zigmund Bauman se pregunta si este individualismo-posmoderno-irresponsable no revela una desmoralización, egoísmo y decadencia de la elite dirigente. En su libro En busca de la política nos habla no ya de la invasión de lo privado por lo público, tema recurrente en la reflexión liberal anti-totalitaria de posguerra, sino de la forma en que lo privado se volvió público (Talk Show). Aquí el individuo expone sus asuntos privados ante el público, transformando lo curioso, la intimidad en algo de todos, aunque nadie puede ayudar a resolver las demandas privadas de la gente. Se va sólo y se vuelve solo, mientras la colectividad sólo puede alentar a que sea lo suficientemente osado, digamos ‘competitivo’ para resolver sus asuntos, en los que la comunidad no puede ni desea intrometerse. Si en el Talk Show lo privado se hace público ya no como política sino como espectáculo, en el hospital público de Montreal, en la catástrofe de Nueva Orleáns o en la carencia de cobertura médica o de pensión de millones, lo público deja paso a lo privado. El individuo queda finalmente sólo, como Robinson Crusoe, atomizado, una monada de individuos desarticulados que sobreviven al hundimiento de la “totalidad universalizante”.
Democracia y capitalismo
Miles de hombres, mujeres y niños no tuvieron opción. No pudieron escapar, sencillamente porque en la sociedad capitalista en la que vivimos la inmensa mayoría de sus habitantes no son en esencia, libres. Hoy en día la libre disposición de los hombres como seres privados e independientes, la libertad de que se dispone no es aquella que esté basada en la autonomía de la gente, sometida a la dictadura de las necesidades sociales perentorias. Nadie ha podido aún superar la explicación de Marx sobre la distribución diferencial de riqueza y poder que la propiedad privada (o la falta de ella) ejerce sobre las personas. Mientras la democracia capitalista ha extendido su dominio en las sociedades de occidente e incluso de oriente, la inmensa mayoría de la población mundial es pobre, no tiene esperanzas de vida mejor y delegó su potestad electoral a un juego vacío y sin sentido de elecciones formalistas donde absolutamente nada puede ser cambiado. La misma democracia del norte con su indiferencia criminal por los pobres demuestra como dice Borón que “tanto aquí como allá a quines sirve el estado y el gobierno de las mal llamadas democracias capitalistas, que tienen casi nada de lo primero y demasiado de lo segundo” .
La idea de que el ser humano podía ser libre dentro y mediante la acción conciente y deliberada y la corrección de sus actos gracias a una gran empresa colectiva y democrática ha sido completamente desacreditada por los regímenes estalinistas. No se trata de reivindicar, por supuesto, la idea de un socialismo burocrático, donde la extinción del estado se trocó en su omnipotencia opresora. Pero su hundimiento no resultó en más libertad o justicia, sino en una combinación infame de mafias, corrupción, aumento de la mortalidad, desempleo y marginalidad, resultado de la instauración de un tipo especial de ‘libertad’ basada en la iniciativa capitalista privada.
La idea de que el rango de opciones de la sociedad neoliberal se ha ampliado por sobre la sociedad legislada y regulada se ha vuelto una falacia. En primer lugar porque dichas opciones no nacen espontáneamente de lo que podrían denominarse deseos naturales, sino previamente estipulados por el mismo mercado. Mientras que antes la regulación, la educación o la ley imponían severas restricciones al libre uso de los recursos, ahora bajo las políticas de desregulación y privatización de lo público, ellas no desaparecen ni se hacen menos densas, simplemente son desplazadas desde el estado al mercado, donde el dominio político es directamente administrado de forma más despótica aún, por una centena de grandes mega-corporaciones de la industria, las finanzas y los servicios con un alcance soberano de carácter global. El desplazamiento de la toma de decisiones del campo de la política pública a la esfera privada no implica que ella sea menos coercitiva, aunque tiene la ventaja de aparentar coincidir con el gusto y la elección cotidiana de millones de actores. ¿Qué hay más democrático y libre que millones de consumidores formando en su choque amistoso una trama económica resultante de sus gustos y deseos? Bajo la desregulación privatizadora y la libertad posmoderna el poder político parece carecer de sentido o viene a restringir su esfera de influencia al control de la ley negativa. La planificación o la educación pueden parecer ahora interferencias perniciosas a la libre disposición de la gente. El gobierno barato, una demanda progresista de carácter popular frente a la oligarquía política del estado, parece haber sido tomada como bandera por los grandes conglomerados económicos que dominan despóticamente su propia nación: el mercado sin fronteras, para el cual pretenden un gobierno de tecnócratas y un poder sustraído a los debates públicos. La despolitización concomitante no sólo volvió a los grandes partidos nacionales máquinas instrumentales de lobbistas corruptos, sino que generó un rechazo masivo de la población, que osciló entre el clientelismo estatal y la desprotección absoluta. El ‘orden natural’ de individuos atomizados auto-gobernados no suplanta tampoco el aparato de estado, lo vuelve un campo de administración técnica más represivo, más denso, que redistribuye sus recursos a favor de los ricos y gasta miles de millones de dólares en subsidiar guerras, nueva tecnología armamentista y mantiene a funcionarios parásitos que devoran el erario público. El keynesianismo político debe su ruina a que el estado hoy no ofrece ningún lugar para el mercadeo de favores y la acumulación de poder en base a clientelas de masas. Estas son las condiciones del desarrollo capitalista hoy.
Hanna Arendt creía que la sociedad moderna se encaminaba a la abolición de la esfera tanto privada como pública, para conformar una esfera social en la que la acumulación de riqueza sería más importante y decisiva que la propiedad privada, pues se obtiene cada vez más de un proporción de las rentas globales anuales . Aunque Marx creía que la socialización debería ser precedida por una revolución y expropiación, en la posguerra una creciente nacionalización de ramas económicas había creado la ilusión de una planificación social paulatina y la abolición creciente de la propiedad. La exigencia de acumulación de riquezas parecía haber hecho su trabajo marxista. En la medida en que esa extensión de las rentas y la creciente socialización debieron asegurar un mercado ampliado de consumo y un pacto social pacificador, la tasa de ganancia debía llegar tarde o temprano a un declive. Lo que vivimos durante las últimas décadas no fue más que una reversión de esa “ficción comunista” socializada, donde la acumulación de riquezas ya no pudo continuar su marcha sino mediante la restauración del derecho pleno de propiedad. Socialización creciente de las fuerzas productivas y plena vigencia de la propiedad indican una polaridad imposible de superar mediante el “más lento y no menos seguro ‘marchitamiento’ de la esfera privada en general y de la propiedad privada en particular” .
Hoy la sociedad se enfrenta a la combinación de una desarticulación y desintegración sociales provocada por la aguda polarización social, la alienación del consumo, un feroz redoblamiento de la explotación laboral en base a la mundialización del mercado de trabajo y una creciente imposición imperialista en todo el mundo, en procura de petróleo y otras materias primas y de asegurar su poder hegemónico.
El amplio espectro del movimiento anti-globalización y de resistencias que se está dando en todo el mundo debería tomar en cuenta estos desafíos de la lucha teórica, ideológica y política que enfrentamos, puesto que una lucha anti-capitalista y anti-imperialista en las actuales condiciones no debería asumir sus mismas coordenadas anti-políticas y anti-estatalistas (tal como los herederos-herejes de John Locke han impuesto ideológicamente) con la excusa, entendible por cierto, de no volver a cometer los errores del pasado. Una sociedad comunista no puede basarse en un estado omnipresente y la dictadura de una burocracia opresora, ni puede alcanzarse obviando la fecunda tarea que la revolución debe ejercer sobre las fuerzas enormemente poderosas del estado capitalista y el imperialismo en todo el mundo.
El capitalismo ha hecho, como había previsto Marx y remarcó Hanna Arendt, su buen trabajo comunista, aunque para asegurar una nueva sociedad, no se requiere el trabajo silencioso de la conducta social automática, sino la más impertinente esfera de la acción conciente, de la política propiamente dicha, la que impone un quiebre social frente a la inercia de las fuerzas “inconscientes” del mercado, para introducir en la esfera de la regulación social, algo que ya habían logrado los Griegos en la polis, la deliberación, el debate y la ejecución común y planificada de las acciones sociales, de la voluntad colectiva, aquella en donde puede realizarse la libertad humana.
1. Sader, Emir, 2004, La venganza de la historia. Buenos Aires, CLACSO, Pág. 70.
2. Singer, Peter, 2004, El presidente del bien y del mal. Barcelona, Tusquest Editora, Pág. 105.
3. Idem. Pág. 106.
El papel del trabajo en Estados Unidos, David Brooks, Corresponsal en Nueva York de La Jornada. Suplemento de La Jornada, México, 22/08/05.
4. Bauman, Zygmunt, 2003, En busca de la política. Buenos aires, Fondo de Cultura Económica.
5. Borón, El Katrina, made in USA. Página 12, 7-9-05.
Arendt, Hanna, 1993, La condición humana. Barcelona, Editorial Paidós, Pág. 70.
6. Idem. Pág. 77.