Hago compras inevitablemente, es parte del oficio de ser mamá. Tengo un master en ofertología. Busco precios, comparo, espero ofertas que casi nunca llegan y cuando llegan siguen siendo carísimas. ¿Cuanto cuestan esos zapaticos? ¿Mil bolívares? Si esos bichos cuestan treinta dólares, yo mismita los vi en internet! Y los pantalones de $35 nos los clavan a Bs 1.300, y cosas de centavos cuestan cientos de bolívares. Y no hablemos de equipos electrónicos porque nos guindamos a llorar quienes con una computadora traemos a casa el pan nuestro de cada día. Todo, por pequeño sea, nos cuesta muchas veces su valor real. “Es que como usted sabe, señora (¿y por qué tendría yo que saber?) el gobierno no nos da dólares de CADIVI”. La excusa perfecta.
Como sospecho de todo lo que huela a dinero, me meto en internet y busco en la página de CADIVI. Entonces me revienta en la cara la verdad verdadera. Todo, hasta la insignificante y sifrina Nutella, se trae con dólares oficiales. ¡TODO!
Nos estafan y no nos enteramos, y si nos enteramos el estafador nos habla de retrasos en las divisas, de su pobre bolsillo que pagó los dólares paralelos para traerle esa Nutella, esos zapaticos, y todo lo que usted necesita, señora. ¡Pobrecito!, ahora calcula los precios finales en base a un dólar paralelo al cuadrado, en una cuenta que no me cuadra y que al estafador le cae como anillo de diamantes al dedo.
Es el plan perfecto: nos estafan y luego estafan al estado, porque ya habían comprado mercancía y ya la habían vendido con generosas ganancias, y como si ya no hubiesen ganado suficiente, ¡zuas!, reciben de CADIVI un montón de dólares que ya no necesitan y que usarán para especular en el mercado paralelo mientras culpan al gobierno de lo caro que está todo, ¡hasta el dólar!. Al final, los únicos que se benefician de esa millonada en divisas son los millonarios.
Y para que la queja no sea solo eso, se me ocurre que algo tan sencillo como una calcomanía obligatoria que diga: “Este producto fue adquirido con divisas de CADIVI”, nos daría el poder del conocimiento a los siempre desplumados, y aplastaría la mentira del siempre mentiroso. Con una etiqueta y buena fiscalización, veríamos los precios rodar por los suelos, y a los estafadores también.
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