La violencia tiene mil caras pero todas ellas son violencia y todas ellas miserables. La semana pasada la vi pasar frente a mi con su careta de dignidad dolorida, conjurando más muerte para combatir a la muerte, pretendiendo separar un dolor que es uno solo: el dolor corrosivo que produce la pérdida de un ser amado. La misma violencia que hace un año deseaba y celebraba la muerte burlándose de millones de dolientes, aquella violencia del ”viva el cáncer”, del “nadie se los va a devolver”, vistiendo un falso luto pretendió hacer un show, otra vez, con el dolor ajeno que la violencia siempre deja.
Duele toda muerte, duelen todos los huérfanos y todas las viudas, todos los padres y madres despojados de la posibilidad de besar a sus hijos cada día. Duelen todos o todo es hipocresía.
Cabalgar sobre la desgracia de otros -siempre de otros- es una de las caras mugres de la violencia que se maquilla de vocero compungido que repite su gastado mantra multiusos: “Fuera Chávez -perdón- Maduro”. Violencia carroñera y salivante, con cara de mosquita muerta, que pretende a conveniencia torcer el dolor en ira y por supuesto, en más violencia.
En una sociedad que padece la violencia todos somos arte y parte. No puede una actriz de telenovela cuyo personaje se dedica a asesinar a otros personajes en horario estelar, aullar desconsolada acusando a otros de la violencia que ella también promueve a cambio de fama y fortuna. Clama contra la violencia una mamá que regaló a su hijo un videojuego para que el niño juegue a ser un narco que baña en sangre alguna laberíntica ciudad no tan virtual. O esos testosteronados señores que le tiran el carro a una señora que no corre como ellos corren cuando lleva a sus niños al colegio. Violencia son tantas cosas que aceptamos impasibles, es tanto de lo que hacemos: Es un insulto, es una calumnia, es el silencio que ignora y sigue de largo, es la discriminación, la indolencia, la permisividad, es el doble rasero, la explotación, es el fuerte atropellando al débil, es la injusticia, la inequidad... Es la suma de una cotidianidad egoísta, inconsciente que nos conduce a la calle ciega del charco de sangre, a la tragedia irremediable... Entonces, cuando nos toca de cerca, clamamos: “No más violencia”.