La definición tradicional de violencia es antropocéntrica: comportamiento deliberado que resulta, o puede resultar, en daños físicos o psicológicos a otros seres humanos, animales o cosas, o también uso de la fuerza para conseguir un fin, especialmente para dominar a alguien o imponer algo.
Pero la palabra violencia viene del latín violentia, lo que quiere decir el uso continuo de la fuerza. No necesariamente debe estar involucrado un ser humano como causa.
De hecho, este mundo es violento por naturaleza. Me refiero a éste en donde vivimos, este mundo de ilusión, según algunas visiones; un sueño, según Calderón de la Barca. Nuestro mundo está gobernado por la ley de causa y efecto, estamos atados al tiempo y el espacio, está caracterizado por la oposición entre contrarios, las contradicciones. No existe el absoluto en este mundo, todo es relativo, cada manifestación esconde dentro de sí su contrario, dispuesto a manifestarse, y lo hará dependiendo del resultado de la lucha de fuerzas internas, incesantes, y de las causas y condiciones externas; al hacerlo, será mediante un cambio violento.
La violencia está presente en todo. En lo más evidente: el depredador la necesita para sobrevivir, el rayo impacta destructivamente sobre la biósfera, el calor sofocante del sol que es seguido de una borrascosa tormenta. El parto es violencia, la muerte lo es, el acto de amor es violencia, el solo crecimiento, cuando nos detenemos a verlo, se despoja de su romanticismo: fuerzas violentas producen el cambio. El hermoso amanecer que disfrutamos, es violento, aún en su esplendoroso colorido y la brisa que nos calienta: cada impacto de un fotón es una explosión nuclear, así como lo es en la fotosíntesis, sustentación de la mayor parte de la vida en la Tierra, es violencia, cuando el fotón colide con el CO2 y el agua, en presencia de la clorofila, para producir glucosa, oxígeno y agua. Comer contiene violencia, aún para los vegetarianos, al respirar eliminamos seres vivos. La vida es violencia por definición.
Pasando a la escala humana, el desarrollo social nunca es solamente evolutivo, contiene momentos de violencia. Según Marx, la lucha de clases es el motor de la historia, las fuerzas productivas y las relaciones de producción están en constante contradicción, aumentando con el tiempo la tensión, al socializarse las primeras en forma constante y continua e intentar mantenerse las segundas sin cambio. Pero no sólo Marx, la mayoría de las teorías actuales acerca de la evolución social en particular (y de la evolución de la consciencia en general) contemplan la violencia (uso continuo de la fuerza) como elemento direccionador. Ken Wilber, al darle visión global al concepto de holón lo establece: los holones evolucionan a saltos. Graves, en su teoría cíclica, así lo contempla, los sistemas biopsicosociales se suceden, trascendiendo e incluyendo a los anteriores, pero el momento de cambio tiene su fase traumática. Igual dice Sarkar, filósofo hindú, caracterizando a los seres humanos en cuatro tipologías que se suceden cíclicamente y con un cambio revolucionario en cada vuelta de la espiral. Alvin Toffler nos habla de oleadas, que son, por supuesto, un movimiento en el que el reflujo se opone al flujo de lo nuevo, con violencia. Morris Berman, y hasta Steven Covey, nos recuerdan las causas que llevan, inexorablemente, al colapso de las civilizaciones. Jorge Bernstein (Comunismo del Siglo XXI) también lo explica, en el caso concreto de la caída del capitalismo.
Una espiral de consciencia creciente lleva a la sociedad humana (como parte de la manifestación de la vida, y más aún, del universo mismo) a una elevación creciente, pero si vemos en detalle dicha espiral, notaremos innumerables saltos violentos, muchos hacia adelante, algunos hacia atrás.
Hablar de no violencia no tiene sentido. No existe la no violencia absoluta (en este mundo).
Pero el ser humano, cuerpo, mente y alma, tiene la potencialidad de ejercer la violencia. Y cuando sufre su efecto, de modularla, evadirla u oponerse a ella.
La evolución nos lleva a estados de mayor consciencia, en los que el uso de la violencia puede ir disminuyendo relativamente, pero nunca desaparecer.
El mismo Gandhi, al hablarnos de su filosofía de no violencia (ahimsa), que no es otra cosa que el primer principio del Yoga, nos decía claramente que se trata de una norma relativa, de minimizar la violencia. Recuerdo haber leído en su autobiografía que recomendaba a los campesinos del Champarán, que si un señor feudal intentaba entrar a su hogar (como era común) a abusar de sus hijas, le disparara a matar, porque la dignidad de su familia está por encima de la no violencia.
El Budismo, al igual que el Yoga, lo dice de esta manera: los valores son relativos, en este mundo relativo. Así, la verdad y la no violencia son valores importantes, pero en este mundo de ilusión no es posible satisfacerlos siempre en forma simultánea. Es muy conocido el cuento de un joven que es perseguido y entra a una casa. El perseguidor, alterado y armado, pregunta si han visto al joven. El dueño de la casa, viendo que si lo atrapan seguramente lo matarán, miente diciendo que no o ha visto. En ese momento, la no violencia se anteponía a la verdad. Viceversa, habrá momentos en que suceda lo contrario.
Nuestra legislación contempla este principio. De allí los atenuantes y agravantes para diferentes delitos.
Se trata entonces de minimizar el uso de la violencia. Nunca es posible eliminarla por completo.
El revolucionario no escapa a esto. Recuerdo que en su autobiografía, Nelson Mandela contaba cuando planificaban en Suráfrica las formas de lucha, desde la lucha política (prácticamente imposible en el Apartheid), pasando por la guerrilla, el sabotaje, el terrorismo y la revolución abierta. En ese momento la revolución abierta era inconcebible; el terrorismo inevitablemente se reflejaba para mal en los que lo usan, restando apoyo público; la guerrilla era difícil por la concepción no violenta del partido; así que se pronunciaron, en ese momento, por el sabotaje, la forma de violencia que infligía el menor daño contra los individuos. Pero no descartó hasta el uso del terrorismo en alguna coyuntura, siendo él unos de los hombres de la historia humana que más ha promovido en forma sincera la no violencia.
Minimizar la violencia es la consigna.
En una revolución como la nuestra en la que se tiene (parcialmente) el control del Estado, la violencia revolucionaria debe ser monopolio de éste. Es mi primera conclusión. El Estado no puede tolerar grupos anárquicos que asuman la violencia como forma de lucha. Mucho menos incentivarlo. Para incorporar a la población en general a la posibilidad de la lucha armada están los cuerpos regulares de la Fuerza Armada y las milicias, que sí deben ser propiciadas bajo un concepto integral de la soberanía nacional.
El Estado debe prepararse para todo. Desde la contienda pacífica, ideológica, política, hasta enfrentar la violencia contrarrevolucionaria de todo tipo. Se trata de maximizar en lo posible las formas de lucha menos violentas, pero sin dejar de prepararse para los peores escenarios en los que se tenga que recurrir a la violencia general, armando a la población. El Estado responderá con la forma más adecuada para la coyuntura dada, propiciando la respuesta que anule la estrategia del enemigo con el menor grado de uso de violencia posible.
Dijimos que los seres humanos tenemos la potencialidad de ejercer la violencia y que la evolución nos lleva progresivamente al uso cada vez menor de ella. Dijimos también que cuando sufrimos el efecto de la violencia, podemos modularla, evadirla u oponerse a ella.
La revolución, aunque es un acto violento en el proceso global de evolución, no propicia el uso de la violencia, la evita. Pero hay fuerzas de reflujo, interesadas en mantener el estado del pasado, que actúan con violencia, son esas fuerzas retrógradas las que escogen la forma de lucha y el Estado revolucionario debe enfrentar esa violencia, profundizando las acciones revolucionarias, y oponiéndose, evadiendo o modulando la fuerza violenta recibida, según el caso.