Vuelvo al principio. Sólo hay dos formas de transformar el mundo y nuestro entorno social. Abandonemos la empresa de intentar la primera porque es inútil. Todo es una plaza fuerte inexpugnable. Los grandes cambios, los cambios significativos sólo llegan abruptamente a través de la guerra o de la revolución que por ahora no estamos dispuestos a afrontar. Sin embargo la otra, la posibilidad de cambiar nosotros, la posibilidad de cambiar nuestra rutinaria manera de pensar, de cambiar la concepción de la vida y del modo de vivirla, de llevar los cambios a la práctica y proyectarlos sin afectación ni alardes para que cunda el ejemplo, son acciones y actitudes que están al alcance de todos. Y aunque poco a poco, pero hoy día rápidamente por efecto de la intercomunicación vertiginosa, los cambios se irán produciendo en cada sociedad según sus específicas características.
Y todo ello me parece ya relativamente fácil, porque personalmente creo en todo caso que el modelo según el cual la riqueza individual es el motor del desarrollo colectivo, está agotado. Ni Adam Smith, ni Keynes, ni Friedman ni los grandes teóricos que trataron y tratan la riqueza tuvieron ni tienen en cuenta la variable de las eventuales transformaciones psicosomáticas del ser humano al que grosso modo consideraron y siguen considerando invariable en ciertos rasgos, como el de la ambición. Por eso, en sus cálculos y vaticinios, ignoran y prescinden de las posibilidades de cambio a pesar de que el humano va pasando progresivamente por fases que, por ejemplo, le están conduciendo a una conciencia personal cada vez más elevada. Incluso a una espiritualidad natural más o menos consciente que va excluyendo el egoísmo superlativo como impulso creativo y fuente de placer. Por otro lado, atisbo el tedio que acompaña a la superabundancia. Y esto también puede modificar los presupuestos economicistas hasta ahora tenidos por constantes en la índole del ser humano como ser social. Casi es obvio que el exceso, los excesos, la hybris, en sociedades supersaturadas acaban provocando transformaciones en los comportamientos económicos por efecto del hastío.
Pues, en el milenio ¿creemos ciertamente que quienes nadan en la abundancia son más felices que quienes nos conformamos con una vida sencilla y un pasar? Porque aquí está una de las claves para mejor interpretar el mundo, la riqueza, la felicidad, que es el fin primero y último del humano sobre la tierra, pero también la economía y las leyes económicas.
El deseo desmedido, la compulsión, la obsesión por ser rico parecen ya tendencias, ideas y sentimientos primitivos. El esfuerzo y la iniciativa personal empiezan a no necesitar del frenético afán de atesorar riqueza, de esconderla en paraísos fiscales, de acumular propiedades, coches y jets privados. Están en retroceso. La felicidad, por más pálido que sea su reflejo, empieza a parecerse mucho más a la idea de ver felices a los demás y proporcionarles bienestar. Esta leve desviación del viejo objetivo del emprendimiento del emprendedor en tal sentido, bastará para transformar el mundo, la vida, la estructura de la sociedad y la coexistencia. Y esto es posible aunque ahora nos parezca fantasía. Es más, llegará un momento en que el rico sentirá necesidad de esconderse como ahora se esconde el tabaquista. Ya no está "de moda" ser rico redomado. Por eso digo que es mucho más fácil el cambio por este camino. Porque bastará la intuición y la verificación de que somos más felices haciendo felices a los demás en sentido horizontal, no de arriba abajo, que tratando de acaparar para conseguir una dicha que nunca lograremos por el egoísmo extremo; a menudo con consecuencias nefastas para los demás, para la sociedad entera e incluso para nosotros mismos. No importa que esto parezca o sea en sí mismo una ingenuidad, la visión de un loco o la percepción de un niño. El hecho ya está constatado por el espíritu latente o manifiesto en las redes sociales y el sentir que asoma en periodistas postergados que han roto las cadenas de la sumisión a intereses y personajes implacables.
Al final, esta pregunta y su eventual respuesta pueden arrojar luz a lo institucional, económica y políticamente correcto en el pronto futuro. ¿Es feliz el rico? La metaparadoja de la vida en el milenio que corre es que los ricos son desgraciados pese a la apariencia una vez pasados los primeros momentos de su súbita riqueza cuando así la han obtenido. Y quienes lo son por herencia o por una conducta irreprochable a lo largo de su vida, tampoco en este devenir que vaticino se apegarán tanto a ella como para dañar a la sociedad a la que pertenecen. Pues cumplirán con sus obligaciones hacendísticas y repartirán sus excedentes con prudencia y sabiduría. Y quien tiene un techo aunque sea prestado y dispone del sustento indispensable, empieza a darse cuenta de que ser propietario y ser rico no son sinónimos de felicidad; de que vivir sin las ataduras que la sociedad compleja impone es la libertad real, la vida auténtica tal como la concibe Heidegger. Quien es verdaderamente un ser trizado, incompleto, mediocre y miserable es el rico que no cumple con los preceptos cívicos que le incumben, porque si los cumple no será tan rico.