"El perpetrador de un fraude, una farsa,
una felonía puede salirse con la suya
¿Pero es lícito llamar victoria el producto de una fechoría?"
Gustavo J. Mata
Nota : Este escrito es combinación de varios artículos anteriores
El término "democracia" aparece hoy como referencia común a discursos políticos de muy diverso signo: pero es una referencia tan común como indeterminada. Por ello la filosofía política ha de interrogarse hoy con particular interés acerca de la definición, justificación, condiciones de realización y vías de superación de las limitaciones y distorsiones de la democracia. Todo discurso sobre el término "democracia" queda hoy falseado por una ambigüedad preliminar que condena a quienes lo emplean a caer en un malentendido. ¿De qué se habla cuando hablamos de democracia? ¿A qué racionalidad remite exactamente dicho termino? La democracia, nos dicen, es el gobierno "del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Que el gobierno es para el pueblo significa que el gobierno existe en aras de los ciudadanos y no en aras de los gobernantes.
La noción moderna y aceptada de democracia se halla asociada a un gobierno por sufragio, a la capacidad de decidir las cuestiones políticas en función de la regla de la mayoría, la regla de "la gran mayoría". No obstante, otra forma de entender el término, con la que estarán familiarizados quienes hayan leído El maestro ignorante de Jacques Ranciére, transmite una sensación de poder que no es ni de índole cuantitativa ni se preocupa por cuestiones de control .Se trata más bien de una noción de potencialidad o de capacitación: la vinculada con la capacidad que permite a la gente corriente descubrir modos de actuación con los que materializar intereses comunes. Según Rancière democracia es la capacidad de hacer cosas. La democracia no es una forma de gobierno. Y no se ocupa de cuestiones numéricas, ya sean una mayoría tiránica o una minoría de agitadores. La democracia es un proyecto de convivencia humana cuyos perfiles y contenido se han concretado a lo largo de la historia. Es un ideal o utopía que nunca se realizara plenamente, pero al que siempre podemos acercarnos más, y, por razones de peso, merece la pena intentarlo. Pensar la democracia se ha tornado una necesidad y un desafío.
Quizá estemos corriendo un riesgo con la democracia: de tanto oír hablar de ella, escucharla en los discursos y defenderla en nuestras discusiones, de tanto manosear el término, podemos terminar vaciándola de sentido, convirtiéndola en un referente acomodaticio, en una mampara que encubra y justifique cualquier proyecto colectivo sin importar las concreciones que éste tenga en la forma en que hacen posible la vida aquellos que lo encarnan. La etimología no resuelve todos los problemas de sustancia, pero a veces ayuda a pensar. Democracia : démos y krátos, krátos del démos, el poder del pueblo [como la aristocracia es el poder de los áristoi, los mejores, los nobles, los grandes; como la autocracia es el poder de autós, de sí mismo, del que no tiene que rendir cuenta al otro o a los otros].¿Donde vemos hoy el poder del pueblo?
Por algún tiempo, la palabra democracia ha estado circulando en el mercado político como una suerte de divisa devaluada. Todo discurso sobre el término “democracia” queda hoy falseado por una ambigüedad preliminar que condena a quienes lo emplean a caer en malentendido. ¿De qué se habla cuando hablamos de democracia? ¿A qué racionalidad remite exactamente dicho termino? La indeterminación del significante “democrático” se presta a definiciones diversas y a menudo contrarias; por ejemplo, la escueta y pragmática de Raymond Aron, que entiende la democracia como “la organización de la competencia pacífica con vistas al ejercicio del poder”. A juicio de Victoria Camps “la democracia no es una doctrina; es un procedimiento para tomar decisiones justas sobre lo que debe ser hecho o evitado en el seno de una comunidad”
La confusión entre las reglas del juego y el juego de las reglas es el peligro más grave en el que una sociedad puede incurrir. La demarcación entre el “actuar de mentira” y el “actuar de verdad” es de hecho tan tenue que el riesgo de confusión y por tanto de desestabilización del orden social y de evaporación del principio de realidad, es siempre muy grande. En realidad, todo grupo organizado se funda en el respeto simultáneo de dos tipos de reglas que deben mantenerse siempre muy distintos: las reglas que rigen los comportamientos individuales y sociales y las que definen los procedimientos a seguir para modificar las primeras. La indiferenciación de estos dos niveles puede llevar al grupo social a la disgregación y al individuo a la locura. El discurso sobre las reglas del juego es extremadamente importante, y no puede ser eliminado si uno no quiere encontrarse frente a un problema mal planteado y por tanto irresoluble. Esto al menos por dos razones.
Ante todo porque lo que distingue a un sistema democrático de los sistemas no democráticos es un conjunto de reglas del juego. Más precisamente, lo que distingue a un sistema democrático no es solamente el hecho de que tenga sus reglas del juego (todo sistema las tiene, más o menos claras, más o menos complejas), sino el hecho de que estas reglas sean mucho más elaboradas, a través de siglos de pruebas y contrapruebas, que las reglas de otros sistemas, y hayan sido casi en todas partes, constitucionalizadas. Según Bobbio “Quien no se ha dado cuenta de que por sistema democrático se entiende hoy, inicialmente, un conjunto de reglas procesales de las que la principal, pero no la única, es la regla de la mayoría, no ha entendido nada y continúa sin entender nada de la democracia”
Es de notar que en muchos juegos saber sus reglas no implica saber jugar: nadie sabe jugar al ajedrez o al futbol porque conozca sus reglas. En ambos casos, para saber jugar tale juegos hay que haberse ejercitado en ellos, hay que haber interiorizado ciertas rutinas suyas: saber jugar al ajedrez o al futbol implica saber jugar en algún grado, bien al ajedrez o al futbol.
Sólo hay verdadera democracia cuando el pueblo puede hacer responsable de sus actos a sus gobernantes y los puede destituir (revocar mandato) en caso de que no cumplan el mandato popular. Es necesario atender y apostar a la constitución de un ethos democrático, entendiendo por tal ethos el talante moral, la actitud, la forma de vida propia que la democracia exige. El ethos democrático no es un ethos uniforme y unitario sino más bien un ethos disgregado. A pesar de esa disgregación la vida en sociedad nos obliga necesariamente a consensuar determinados valores comunes que orienten las normas mediante las que regular la convivencia. Podemos llamarlos valores necesarios, imprescindibles, indispensables o superiores, a saber: libertad, justicia, igualdad y pluralismo político.