Desde mi madurez vital he desconfiado de los especialistas más allá de su utilidad en cada circunstancia. Pero incluso de ésta desconfío también. Y me refiero no sólo a los expertos dentro de un área de conocimiento sino también a los expertos con carácter general acerca de una materia, respecto a quienes la desconocen en absoluto. El médico o el abogado o el juez o el político o el economista o el militar o el físico, por ejemplo, respecto al resto de la sociedad. Todos, cuanto más sesudos y más celosos del objeto de su estudio, más deformados en relación al resto de porciones de realidad que les rodea. Cuanto más esmero y más empeño ponen en ampliar el conocimiento de su interés, más alejados están de la sabiduría. El que sabe un poco de todo, no sabe nada. Pero el que sabe mucho de algo, acaba ignorando todo lo demás hasta que eventualmente algo le despierta. Ese despertar que le hizo decir al genio Einstein dos y dos son cuatro hasta nueva orden...
Raro es el especialista que sabe lo que ignora y raro es el que relativiza su parecer... Se manifiesta ordinariamente sin humildad frente al profano como el teólogo frente al pagano. Diríase que el especialista de categoría, no sabe nada de otras cosas que no sean las suyas. Además, raro es el que es capaz de reconocerse como un teórico más dentro del ámbito cultural al que pertenece, y más raro el que tiene en cuenta que existen otros ámbitos culturales en los que su tesis seguramente no tendrá cabida, y por eso no advierte "hay otras teorías, otras formas de hacer las cosas; la mía, las mías son éstas, y ésta es mi oferta". Esto es para mí el lastre suficiente que me impide animarme a hacerle mucho caso. La deformación global de la personalidad del especialista y su habitual arrogancia son la causa de mi desconfianza y también de mi antipatía desde un punto de vista didáctico y cultural. Sí, porque sabemos hasta qué punto todo cuanto forma parte de nuestra civilización es el resultado, primero del consenso de minorías y segundo de frecuentes correcciones no ya de corolarios sino también de principios y de fundamentos en todos los órdenes. Y esto me lleva a enlazar con lo inicial. Una cosa es que sea utilitaria una teoría porque permite trabajar sobre ella y aquietar a los espíritus inquietos necesitados constantemente de certezas, y otra que esté revestida de una certidumbre universal y concluyente. Sin embargo, nunca sabremos a ciencia cierta hasta que protagonicemos nuestra muerte qué nos espera tras ella. Nunca sabremos cuál es el verdadero origen del universo. Nunca sabremos de dónde venimos y a dónde iremos. Nunca sabremos si los fundadores de las religiones, sobre todo las monoteístas, fueron enviados por un dios, fueron extraterrestres o fueron simples humanos dotados de un sentido común pero especial y universal dirigido a dar sentido a la vida del ser humano y de paso a organizarla; si vinieron o no para despertar la conciencia dormida del salvaje o de toda la especie humana... Las grandes incógnitas jamás se desvelan más allá de lo que desea el interés o la voluntad individuales y colectivos.
Pues bien, el ser humano de esta civilización, el que domina a través de un laberinto de intereses heterogéneos que al final le hace padecer trágica ceguera, es el especialista de nuestro análisis y descripción. Ése que carece de la visión de conjunto, ése que tiene sus miras puestas en el sólo objetivo de la ganancia y la depredación. Ése al que la estulticia, la deformación y la ambición a la postre le han atrofiado el instinto y mutilado la inteligencia que precisa la colmena para su supervivencia. Ése que tala y trafica con la madera, ése que explota los hidrocarburos, ése que poluciona ciudades y países con la industria petroquímica… Ése que altera ecosistemas, destroza mares, lagos, montañas y ríos. Ése que ha provocado ya neciamente la destrucción paulatina, si medimos el tiempo a escala cósmica pero galopante si la medimos por el que dura una vida humana, de las condiciones de vida en la única casa que posee él y poseemos todos: el planeta Tierra. Maldito sea...