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En Venezuela se hacían campañas electorales repartiendo carteritas de aguardiente. Se inundaba la ciudad con la inmundicia de pancartas donde los candidatos aparecían como misses o artistas en un salón de peluquería: pepitos, sonreídos y frescos.
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En mi larga experiencia en el combate de la lucha social llegué a entender que mi destino está en el campo de la política pero sin cargos; y además no ser un sometido al mandato de los partidos políticos tal como se hizo durante siglos en Venezuela: ES DECIR, SIN AMOR. Fue Chávez el que nos enseñó a amar en el terreno de la política, un amor que de manera absurda a la vez insufló el mayor odio jamás conocido en el sector de quienes le adversaban. He sido y soy chavista por mi vocación bolivariana, pero ahora amo a los desdentados, a mis hermanos los indios, a los negros y zambos sintiéndose uno un crisol de esos dolores que ahora nos son tan nuestros, todo con devoción sincera. Amo también a los idiotas y a los locos (no a los que se hacen los locos).
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Con la era Chávez, el amor dejó de ser una virtud para convertirse en una forma de vida y en un sentir profundo relacionado con el destino del pueblo. Y así ha sido, que reconocernos chavista es un acto de fe heroico. Es reconocer en el hermano una fuerza titánica para resistir y para comprender a los demás, sobre todo a los estúpidos, a los quejones sin alma, a los prepotentes y malcriados. Es una identificación de sangre, de firmeza y comprensión sublime del otro.
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Es también una manera de reconocer el valor del sacrificio, ese batallar constante en medio de las terribles dificultades; ese sentido glorioso por sentirnos comprometidos con el destino de la patria; todo lo cual a la vez implica una lucha personal por vencernos a nosotros mismos en nuestros egoísmos miserables, por aborrecer a los traidores y a los cobardes, a los que andan en plan de venderse por el vil confort, por el vil materialismo. Es el orgullo grandioso de saber que se lucha por unos ideales, los mismos que en vida y obra sostuvieron el Libertador Simón Bolívar, Simón Rodríguez, Zamora y Chávez.
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En cada ocasión en que la patria ha estado en peligro ese amor nos ha enseñado que estamos dispuesto a dar la vida por nuestra soberanía, por nuestra amada historia. Hemos escrito páginas gloriosas en estos últimos veinte años. Bolívar y Chávez nos enseñaron este camino, terrible, pero que es el único por el que tenemos que transitar.
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El amor que nos insufló Chávez nunca podrá encontrarse en una iglesia, en un rancio recinto universitario, en algún sermón de obispo, en ninguna secta. Dos mil años ha estado la iglesia con su cantaleta de que hay que amar al prójimo, y ha sido ésta la que más han anegado de odio y en sangre la tierra.
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Y amamos a Nicolás Maduro porque no nos traicionó, porque no se amilanó ante los gringos, porque ha sabido mantenerse firme ante los vendavales con los que se han pretendido llenar de sangre y muerte nuestra tierra.
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Y todo esto hace que no nos sintamos solos ni desolados como lo estábamos en el pasado. Hay algo que vibra en el corazón de muchos compatriotas, la antorcha de decisión de ser libre a costa de lo que sea.
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Sabemos que no llevaremos una vida tranquila en este combate diario. Sabemos que la lucha es larga como decía Alí Primera. Sabemos que tenemos un destino y un guía y que todos a la vez debemos volver guías y soldados.
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Somos patriotas, que es mucho más que ser cura o doctor, que se intelectual o general. Ser patriota es el título más glorioso y digno de un ser humano en esta nuestra Venezuela de Bolívar y Chávez. Patriotas además de la PATRIA GRANDE. Y nunca olvidemos este consejo grandioso: JAMÁS DESPERDICIEMOS LO POCO BUENO QUE EN LA LUCHA OFRECEN LAS DERROTAS Y LOS DOLORES. Con todo el amor de mi alma, los amo, pueblo de Venezuela, por la manera firme con que te has mantenido después de que nos dejara el Comandante Chávez.