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La gente se engrincha por un pernil, cuando estamos rodeados de perniles por doquier, y a veces ni nos percatamos. E incluso, hasta llegamos a comérnoslos muchas veces, o casi siempre, sin llegar a saborearlos como se debe, y por lo general son parte de nuestra complementación diaria en este delicioso vivir. Dígame usted, esos perniles tipo chupeta en formas de pera o de manzana, rebosantes o estirados, apologéticos o congestionantes, como suelen presentarse en los sueños: los deltas inefables. Un pernil, pues, a fin de cuentas viene a ser la metáfora más crujiente de un bocatto di cardinalli.
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Los perniles cuelgan, se bambolean o contorsionan por los campos y caminos, también por plazas y por parques, los hemos visto en vitrinas y en saraos, van, digo, cual racimos de estalactitas deslumbrando los gustos y haciendo agua la boca, y en verdad que se ofrecen al mejor postor.
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Claro que por esto mismo y aunque fuese vegetariano, no podría dejar de engullir estas tiernas carnes, que conozco al dedillo las mejores partes de un pernil, y a veces me gusta el que viene bien curado en especies, añejado, puesto a fuego muy lento hasta que adquiere la ternura, sabor, tersura y color que exige un artista. El arte está en no precipitarse nunca y dejar que las partes íntimas del espinazo, las partes bajas de las costillas y del cuadril puedan coger su propio brillo y fortaleza.
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Otro detallazo es conocer los cortes para no desperdiciar la pulpa de ninguna de las partes. Pinchar y pinchar mientras le damos vuelta y vuelta. Y es muy conveniente pasar la mano muchas veces por la curvas carnosas, por esa protubrenacia exquisita y hasta alucinante antes de meterla al horno. Se sugiere igualmente pasarla por algún licor (que puede ser cocuy o ron), y mantenerla por un buen tiempo en el fuego lento de la contemplación, viendo cómo se va enchumbando en su propia salsa.
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Existen algunos sadopernilistas que nos aconsejan colgar las partes más carnudas hacia abajo. Y cuando he salido al mercado Soto-Rosas (en Mérida) para tratar de hacerme con los ingredientes suficientes, voy disfrutando de antemano la gloriosa tarea que me espera. Voy imaginando la lucha con las armas guerreras, con los condimentos y las artes de la manipulación más creativa. La mente, Señor, que hace la mejor parte en los cortes blandos (el tocino entreverado en la carne), la tocineta y los álveos dúctiles, bajando por canales de texturas suaves, frescos y tersos.
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Todo lo cual se puede combinar perfectamente con el bollo o con la yuca, si se quiere, sin desperdiciar parte alguna, insistimos, mucho menos lo concerniente al rechupete, para lo cual es excelente que además y sobre todo, las paticas vayan enchumbadas en almíbar.
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Porque el pernil que vino con nosotros desde que éramos una ameba hace millones de años, y que a medida que crecemos se nos va despertando en el cerebelo, es también una dádiva mutua embriagadora, una identificación que va pasando del animal a la más alta consagración de la ficción estética. Es el madrigal de una gracia epigramática. Suele venir con los atávicos sueños ungidos de ricos olores y hasta con los sublimes perfumes de las mil y una noches de oriente.
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Que los mejores perniles se revelan conmocionantes sobre todo en Noches Buenas, en esas largas y enormes mesas ornadas de reverberantes candelabros, cuando al final se pueden mirar fijamente por mucho tiempo, sin ninguna clase de velos ni celosías.
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Hasta que llega el momento en que el corazón y el alma se conjugan en un todo, ardiendo en el ardor inmenso del deseo de morder, sorber y tragar. Siendo ya una obra bien acabada y el artista, porque esto sólo compete a los artistas, está en sí sublimado por la idealización absoluta de una incitación sensual que está consumada. Se trata en fin del arte supremo de una de las bellezas más turbadoras…
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Un triunfo del paladar, de los secretos y misterios de las carnes, de las fuerzas dinámicas del alma y de la imaginación ardiendo todo en las brasas tiránicas de las bacantes y de las ménades. ¡Salud!