Prefiero una derrota a una capitulación.
Bolívar.
Bolívar vagaba como un sonámbulo en medio de los trastos de una casa abandonada: todo a su alrededor le parecía infinitamente alejado de la vida. Cualquier deseo de sus paisanos, cualquier aspiración humana, estaban impregnados de algo rancio; entre los más íntimos y queridos creía ver e1 doble fondo de la traición y la perfidia. Cada día había la nueva revelación de una ingratitud. Ayer habían sido Páez, Santander, Padilla, Córdoba; ahora Caicedo, Joaquín Mosquera; hasta el propio Urdaneta se mostraba voluble.
Su visión del mundo se ha trastocado. A través del horror de la guerra ha terminado por concebir ideas místicas comparables a las de un Tolstoi y Dostoyevski. Es que abrirse paso a fuego y sangre en un oficio de muerte de casi veinte años, vivir en medio del odio, del crimen y del poder, lo dota de una compleja resignación filosófica o religiosa, lo hace un incurable del martirio, de la soledad.
Muchos de los "revolucionarios" de una parte y otra son vulgares asesinos que por casualidad se han hecho terroristas; tienen el consentimiento de algunos guías para poner en efecto sus asquerosas habilidades. Recuérdese a Carujo con el puñal en la mano, orgulloso de atentar contra e1 Libertador en 1828, y más tarde gritar al presidente Vargas que el mundo es del hombre valiente, no del inteligente; recuérdese al Congreso de la Nueva Granada-en e1 año de 1832- declarar al asesinato de Sucre olvidado, un simple delito político. Este medio conforma un infierno especial para afrontar la muerte. Ante este prodigio de desdichas llega a decir Bolívar que hay cierto egoísmo en la pena del que sufre la muerte de un ser querido. El egoísmo de que tal vez no nos siga acompañando en el horrendo calvario de las injusticias humanas.
Los que nos quedamos vivos -le escribe Bolívar a Joaquín Mosquera e1 3 de septiembre de 1829- sentimos a los que se van, aunque sabemos que la vida es un mal... e1 dolor ante la muerte es e1 efecto maquinal de nuestro instinto, mas la razón me dice que me alegre ante ella, porque la muerte es la cura de nuestros dolores.
Bolívar huye no sabe de qué. Después de renunciar a la presidencia de Bogotá, siente un abismo terrible con lo viviente: No sé a dónde iré -dice en una carta a Gabriel Camacho e1 11 de mayo de 1830-; . . . no me iré todavía a Europa hasta no saber en qué para mi pleito, y quizás me iré a Curazao a esperar e1 resultado, y si no a Jamaica; pues estoy decidido a salir de Colombia, sea lo que fuere en adelante. También estoy decidido a no volver más, ni a servir otra vez a mis ingratos compatriotas. La desesperación sola puede hacerme variar de resolución.
Recuérdese aquella caminata que hace con Posada Gutiérrez, cuando se queda meditabundo con la cabeza sobre el pecho viendo las hermosas extensiones de aquellos paisajes alrededor del río, y dominado por e1 trance vecino de la disolución exclama: ¡Qué grandeza, que magnificencia! Dios se ve, se siente, se palpa. ¿Cómo puede haber hombres que lo nieguen?
Bolívar había dicho una vez que, como la muerte no se lo llevaba todavía, debía apresurarse a esconder la cabeza entre las tinieblas del olvido y del silencio antes que e1 granizo de rayos que e1 cielo hacia vibrar sobre la tierra lo tocara convirtiéndolo en polvo, en ceniza, en nada. Sería demencia de mi parte - añadía- mirar la tempestad y no guarecerme de ella. Bonaparte, Castelreagh, Nápoles. Piamonte, Portugal, España, Morillo, Ballesteros, Iturbide, San Martín, O Hi ggins, Riva Agüero y Francia, en fin, todo cae derribado, o por la infamia o e1 infortunio; ¿y yo de pie?, no puede ser, debo caer.
Por otra parte, los políticos de partido desean su muerte porque Bolívar les agua la fiesta: Hay que joder a ese viejo que se interpone en todo. Así al menos se expresaron algunos de los que conspiraron contra él en el fétido atentado de septiembre.
Bolívar había emprendido el largo camino que lo llevará a la costa. Va diciendo de sus conciudadanos: Todo e1 mundo cae en un frenesí de devorarse como antropófagos. Lee los periódicos donde se le denigra y de vez en cuando consulta la lista de los diputados de Cartagena, Santa Marta, Mompox, Pamplona, Barinas, Mérida y Maracaibo. De ellos había dicho, un año antes, que eran más o menos respetables; la nueva situación los ha hecho cambiar bastante. ¿Y cómo no van a cambiar, si son politiqueros a la expectativa sólo de sus intereses personales? Los más viles hacen público no sólo e1 deseo de que a Bolívar se le despoje de todo, dejándole morir como a un perro sarnoso, sino que buscan inspirar en e1 pueblo un odio desmedido para que lo vejen, lo insulten y se haga con él lo que ya se tiene decidido para con e1 Mariscal Sucre, su hijo. El gobernador de Maracaibo -por ejemplo-, Juan Antonio Gómez, pide constantemente informes de los pasos de Bolívar, de su salud; quiere hacer un carnaval el día de su muerte.
En las cartas de sus últimos meses lo devora la ansiedad: En la revolución, tan infausta es la derrota como la victoria; siempre hemos de derramar lágrimas sobre nuestra suerte: los españoles se acabaron bien pronto; pero nosotros, ¿cuándo?. . . Consolémonos con que, por triste que sea nuestra suerte, siempre será más alegre que nuestra vida.
Bolívar había vacilado mucho tiempo para emprender su huida, pues no quería abandonar a la Gran Colombia, donde se resumía toda su obra, sus sueños de independencia. Sucre le había dicho una vez: La creación de Colombia sólo U. la completa. Este es e1 tesoro que U. debe guardar como un rico avaro, y es posible que lo roben al menor descuido.
Los pleitos de partidos lo destrozaban: ¿Recuerdan ustedes cómo, desde su lecho de muerte, trata de reconciliar a Fernández con Murgueza, a Justo Briceño con Urdaneta; cordura y entendimiento les pide a Mosquera y Vergara, tacto y moderación a Montilla. Escribe al general Montilla e1 27 de octubre de 1830: Estoy desesperado con los hombres y con las cosas y mucho más al ver e1 empeño que hay en que yo haga lo que no puedo y lo que no podría el más grande de los hombres: la restauración de Colombia. A sólo diez días de su muerte increpa duramente al general Urdaneta: Debo confesar que la última que he recibido con fecha del 21 del pasado me ha causado bastante disgusto: las diferencias entre Ud. y Briceño, pueden ser causa de muchos males... Las reflexiones de Ud. me han sido muy sensibles y no puedo figurarme con qué objeto han sido dirigidas. . . Si las diferencias entre Ud. y Briceño aparecen bajo otro aspecto y no como resentimientos personales, no alcanzo a comprender por qué Ud. me hace indicaciones tan extrañas a la amistad que lisonjeo existe entre nosotros. Pero no hablaré más de un negocio desagradable, que yo espero en adelante que cese de ser una nueva tea de discordia.
Y una de las cartas más dolorosas, la última que escribió, a menos de una semana de su muerte, dice a Justo Briceño: En los últimos momentos de mi vida, le escribo ésta para rogarle, como la única prueba que resta por darme de su afecto y consideración, que se reconcilie de buena fe con e1 general Urdaneta y que se reúna en torno del actual gobierno para sostenerlo. Mi corazón, mi querido general, me asegura que Ud. no me negará este último homenaje a la amistad y al deber. Es sólo con e1 sacrificio de sofocar sentimientos personales que se podrán salvar nuestros amigos y Colombia misma de los horrores y de la anarquía. . . Reciba, mi general, e1 último adiós y e1 corazón de su amigo.
¡Ah, Colombia, su sueño, su viejo amigo no había correspondido a la grandeza del Libertador! El los había sacado del barro, y una vez levantados, sacudidos, echados a andar, no pudieron estar a su altura. En esa fantasía tuvo sus mayores delirios, la gloria, y también los peores dolores, la más triste y amarga decepción. Colombia fue una estrella cuyo brillo se alzaba más allá del Atlántico, más allá del Pacífico; pero fue un brillo pasajero, que encandiló su mente y lo dejó vagando ciego entre monumentos caídos, deshechos. Cansado e impotente para restaurar tanta perdición, Bolívar ya no quería huir de Colombia sino de si mismo. Si Colombia no estaba a la altura del reformador, no podía haber entonces ni mando ni identidad de almas; era vano hablar, pretender enseñar y gobernar. Colombia merecía un criminal como Obando o un ambiguo como Santander; pero jamás a Bolívar.
Al lado de un riachuelo se detiene Bolívar para contemplarse a sí mismo en el espejo de la nada: ¿Cuánto tiempo -dice- tardará esta agua en confundirse con la del inmenso océano, como se confunde e1 hombre en la podredumbre del sepulcro con la tierra de donde salió? Una gran parte se evapora y se utiliza como la gloria humana, como la fama...
Ha sacudido Bolívar a un continente esclavo, insolente y dormido, y lo que ha hecho es erizar una banda de tiranos sin escrúpulos, sin ideas, sin orden ni fe en nada. ¿De qué le ha valido ser e1 hombre más asombroso de la América del sur, como una vez dijera San Martín? Sobre e1 amarillo de la polvareda salvaje va recordando las palabras de Sucre: La muerte es un dulce término si Colombia es desgraciada.
E1 Bergantín Manuel, que traía al Libertador de Sabanilla, ha llegado a Santa Marta en la noche del miércoles l° de diciembre de 1830. Está muy mal Bolívar, los amigos que le rodean descubren en sí mismos cierta vergüenza, un ahogo lacerante, un silencio sobrenatural. Bolívar está hecho un cadáver, lívido, descarnado. En e1 horizonte no hay más que la muerte, y las miradas están empapadas de muerte. No hay por lo tanto aproximación vital entre él y las sombras frágiles de sonrisas vagas, que le saludan. Jamás Bolívar ha sentido tan lejanos a los hombres. Tan infinitamente lejanos. Está al borde del mundo invertido de la imperfección: allí donde no habrá aire, ni fatigas, ni luchas espléndidas o sagradas, ni hombres, ni envidia, ni sol. Así como siempre cumplió con su deber mientras fue fuerte, vigoroso, sonreía ahora indiferentemente viendo que también estaba preparado para cumplir con su final: Encomiendo mi alma a Dios-dirá en su testamento-, nuestro Señor, que de nada Ja creó, y e1 cuerpo a Ja tierra de que fue formado...
E1 viernes, diez de diciembre, los amigos del Libertador saben que puede morir de un momento a otro. Comienza entonces cierta movilización para organizar los funerales. Había dicho Bolívar en su testamento que dejaba a disposición de las albaceas mi funeral y entierro y e1 pago de las mandas que sean necesarias para obras pías, y estén prevenidas por el gobierno.
Pero cuando se dirigen al gobierno para conseguir las tablas y los clavos para la urna, las autoridades se niegan a darlos; según ellos eran órdenes superiores. Perplejos preguntan los amigos del Libertador: ¿ Y hasta cuándo son esas órdenes, señor?
-A mí no me pregunten, yo aquí soy sólo un subalterno.
Don Evaristo Uzuela, noble samario, se adelanta y dice:
-¿Pero no sabe Ud. que si no fuera por Bolívar, no estaría investido de autoridad alguna en Colombia?
-Al menos podría hacernos un préstamo
- señaló don Pedro Díaz Granados-; sabe usted que e1 Libertador tiene unas minas en Venezuela.
E1 oficinista repitió lo de las órdenes recibidas: que no podía entregar dinero para e1 Libertador ni vivo ni muerto. Ordenes eran órdenes, y excusándose dijo que estaba ocupado.
Entre aquella comitiva que recolectaba para la urna se encontraban también los señores José Manuel Valdés, José Jimeno y José Carreño. Se preguntaban estos generosos señores ¿Qué hacer? Pedir ayuda a Venezuela no podían, porque Páez había proscrito al Libertador, y además, a aquellas alturas de un mal tan avanzado no había esperanza alguna de que nada llegara a tiempo.
Iban por las calles nuestros amigos, acosados de un raro malestar y de una fatiga preocupante. A pocas cuadras se toparon con e1 coronel Joaquín Mier, quien se les apareció como un milagro. Al contarle lo infructuoso de las gestiones Mier aconsejó visitaran la cárcel de Santa Marta. Allí podían encontrar ayuda.
- ¿La cárcel? -preguntó don José Carreño-.
-E1 alguacil allí -recordó Jimeno- es gran admirador de Bolívar.
Bromas horrendas tiene a veces la fatalidad. Un muerto es siempre respetable, porque al menos ha entrado en e1 misterio que todos afrontamos, contra e1 que luchamos desde nuestro nacimiento; estado absolutamente irracional que llama a la meditación, a la piedad, al amor. Ante e1 acto de la muerte no tienen sentido los odios, las pasiones, la venganza. Es e1 momento supremo en que la nada se anticipa a toda plegaria, a toda reflexión filosófica o religiosa. Y por respeto a ese misterio infinito iban aquellos patriotas camino a la cárcel. E1 hecho material de poder conseguir unas diez tablas, tachuelas negras o doradas, era en sí una necesidad, un deber legítimo del hombre, un instante de sagrada comunión con e1 silencio, la oscuridad absoluta.
Por otro lado Bolívar había pedido en su testamento que sus restos fueran llevados a la ciudad de Caracas, su ciudad natal. Aquello era mucho más difícil. Los amigos de Bolívar pensaban que con la muerte se podía conseguir alguna forma de conciliación con Páez; tal vez se apiadara un poco del cuerpo ya inerme del infatigable luchador y permitiría que se cumplieran los deseos de aquel testamento. Ilusión vana, como veremos más tarde. Páez no quería a aquel muerto ni en broma, ni siquiera en pintura.
Iba aquel grupo de amigos silenciosos, pensando tal vez en todo menos en ellos mismos. Unidos por un hombre que habían conocido y admirado y cuyas glorias tenían un peso y una proyección simultánea y permanente en todos los colombianos. (¿No es acaso este simple estudio del Libertador un ejemplo presente del dolor de Bolívar?).
Sí, las tablas y los clavos dorados y las cabuyas eran necesarios para cerrar con una costumbre de siglos la simple trayectoria de un hombre. Aquellos amigos iban dominados por esa realidad sobrenatural, que al igual que la belleza, la verdad o e1 amor está más allá de toda razón posible.
Inverosímiles y grotescos eran los movimientos que hacían nuestros amigos para organizar los funerales de Bolívar; pero así es la vida. Tal vez la prolongación de la vida de algún preso moribundo facilitaría e1 cajón.
E1 alguacil, generoso, ofreció toda su ayuda; pero no era suficiente para cubrir ni siquiera la tercera parte de los gastos. Eran nobles de corazón aquellos hombres, y aunque no querían acto pomposo, al menos una ceremonia sencilla y decente.
Como último medio para asegurarse de que no faltara al menos la urna, se hizo una colecta. Se conoce una lista fechada e1 12 de diciembre que puede verse en e1 libro de Gabriel Pineda Bolívar frente a la muerte, que nos habla de pequeñas contribuciones, hechas en pesos sencillos que se componía de ocho reales.
Una tal María Telésfora Romero, vendió al señor Diego Sojo media docena de tablas por siete pesos y que se utilizarían para e1 ataúd. E1 mismo Sojo compró a Narciso Góngora 525 clavos por 2,05 pesos, 600 tachuelas por 1,04 pesos, 50 de las doradas por 1,02, hilo de carreto, hilo negro, 4 cabuyas, etc.
Ya para e1 14 de diciembre la urna estaba casi lista; restaba saber dónde se enterraría. Aquí se inicia otra serie de consultas, hasta que finalmente los Díaz Granados -que también habían contribuido para hacer la urna- ofrecen un sepulcro, propiedad de la familia, ubicado al pie del altar de San José, en la catedral de Santa Marta.
Finalmente, e1 17 de diciembre, a la una de la tarde, muere e1 Libertador.
E1 reducido grupo de amigos de Bolívar consiguió entre los vecinos una camisa limpia para sepultarlo decentemente. Aquella muerte, al mismo tiempo, iba a traer muchas alegrías secretas, otras viles, que no pudiendo contenerse iban a estallar en las grotescas revelaciones de un tipo americano pérfido, infernal, común denominador de los grupos partidistas. E1 21 de enero llega a Maracaibo la noticia, y e1 gobernador Gómez, no pudiendo contener su contento, corre a dar la b u e n a nueva a su gobierno: Todos los informes y todas las noticias están acordes; me apresuro a participar al gobierno la nueva de este gran acontecimiento, que seguro ha de producir innumerables bienes a la causa de la libertad y felicidad del país: Bolívar , e1 genio del mal, la torcida de la discordia o, por mejor decir, e1 opresor de su patria, ha dejado de existir y de promover males, que sin cesar llovían sobre sus compatriotas... Su muerte que en otras circunstancias, hubiera sido un día de duelo para los colombianos y les hubiera impresionado dolorosamente, hoy es motivo poderoso de regocijo, porque viene a constituir la paz y la tranquilidad de todos... Me congratulo con Usía por tan plausible noticia. . .
En e1 sepulcro, propiedad de Díaz Granado, fue enterrado e1 Libertador, e1 día lunes 20 de diciembre. No se puso ninguna lápida en la tumba sino meses más tarde. Después e1 capitán Joaquín Anastasio Márquez donó una lápida que hizo tallar e inscribir en los Estados Unidos; pero para entonces, ¿se encontraban los restos en la bóveda de los Díaz Granado?
Misterios. ¿No era acaso e1 cuerpo muerto de Bolívar como e1 de cualquier otro muerto: polvo, cenizas, barro? Es posible, seguramente no hay ninguna diferencia; pero. . . ¿quién ordenó e1 traslado? Se dice que Manuel Bizais, aunque en esto hay también dudas. Pero la naturaleza, que nunca se equivoca, se adelanta a las hipocresías, y en 1834 un terremoto sacude a Santa Marta y destruye parte de la nave de la catedral. Al parecer se hacen nuevos cambios de cadáveres y sigue uña serie de insólitas confusiones y dudas.
Años más tarde, e1 mismo Páez ordenó e1 traslado de los restos del Libertador a Caracas, y según todos creen ahora, se encuentran en e1 Panteón Nacional, de esta ciudad. Pero la naturaleza, alerta, hizo su trabajo: no permitió que aquellos venezolanos, aduladores de Morillo, infames soldados de Boves -más tarde soldados de Páez-, esclavos de Morales y Calzada, serviles alcahuetes de Mariño, Santander, Obando y demás "liberales", fueran a su tumba hipócritamente a hacer honores decorativos en presencia de sus restos. Por más de cien años han estado orando, discurseando, sobre el polvo de algún mandria colombiano o realista, muy propio y adecuado para intrigantes partidistas. Ironías y bromas del destino. En fin, hay uña burla, un adulterio moral, una desgraciada confusión, una historia culpable y vergonzosa.
Antes de terminar quisiera decir algo sobre el doble fondo patético y trágico de la huida y de la muerte de Bolívar y Tolstoi. Al final recibieron las extrañas exequias que hablarían de un estado de contrariedad y de ironía eterna que está detrás de todas las vidas geniales: Tolstoi, que fue casi siempre un hombre encerrado en su cuarto de trabajo, reescribiendo hasta catorce veces una misma novela, un humanista, moralista y religioso alejado de los tumultos, murió rodeado de una mayoría de fantoches y fanáticos religiosos; gente frívola, imitadora de toda moda, carente de personalidad, sin decisiones propias; delegaciones oficiales, turistas, cameramen; en general, gente disipada, desorbitada y tonta. Por el contrario, Bolívar, hombre público por más de veinte años, pero tan solitario como Tolstoi en los asuntos de profunda trascendencia moral y espiritual, murió rodeado de unos pocos amigos; abandonado de los miles de soldados que dirigió, de los políticos que formó; rodeado sólo de desierto y abandono; aislado de los pueblos lejanos que le alabaran y vitorearon, y de las mujeres que le amaron. San Pedro Alejandrino, e1 17 de diciembre de 1830, fue un lugar silencioso, triste y oscuro como el fin que nos espera a todos... ¡Vaguedades del eterno adiós!
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