(COMENTARIO: Este relato lo escribí en 1999, al albor de un tiempo nuevo, cuando el Comandante Chávez apenas asumía el poder, en medio de borrascas de grandes ilusiones y temores…)
Vamos por el aeropuerto como dos polizontes, buscando "Gate Nº 7", entre maletas rodantes y altavoces en medio del fragor de un río de encuentros y despedidas.
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Qué escotero vienes, José –me va diciendo el Senador.
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Cada vez necesito menos cosas –le respondo, mientras anudo la chaqueta en el macuto.
Vamos en busca de otra nave sin destino pero que promete. Preguntándonos por medio siglo de vida que nos ha esfumado: somos de la misma generación. Entrecruzándonos con distinguidas linduras, encubiertas, a las que saludamos con reverencia.
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Hay dos salidas – dice una preciosa joven con un uniforme de falda azul, corta y blusa blanca. La falda sin duda sibilinamente corta. (Lo de sibilino está en todas partes).
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Si, bonita, tú eres una de esas salidas- le contesto, pero el Senador no sonríe, se molesta más bien con lo que le parece una de mis impertinencias. Hierático y meditabundo el Senador procura poner orden a sus ideas, se detiene, revisa un fajo de papeles en su enorme maletín negro. Parece haber olvidado algo.
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Dejé en mi despacho el original sobre "El Proyecto Sirena". Qué broma.
Sigue pensativo el Senador. Luces que se encienden y apagan al fondo del laberinto del tubo en el que ya vamos volando. Lástima, la Salida no la vemos "pero existe", me aclara el Senador. ¿A dónde vamos? ¿Qué nos empuja? El Senador calla con impaciencia. "-Si este aparato cayera al mar, mañana aparecería en la prensa: ENTRE LOS MUERTOS HAY UN DESAPARECIDO…" No me atrevo a comentárselo al Senador porque va serio y preocupado, pero más importante es un desaparecido que un muerto.
La inquietud del Senador le lleva a decir:
- José, si todo esto fracasara, me retiraré a mis trabajos, a dedicarme a mi oficio. Veo que esto no es para mí. Yo esto yo no lo escogí. Me buscaron, me propusieron y me eligieron. ¿Sabes qué observo ahora?: a nadie le importo, como diciéndome: pues resuelva. Llamo, planteo mis dudas, explico, pero nadie escucha, José. La gente lo que aspira es a que se le dé algo, y me han puesto para que reparta sin tener nada que repartir. Creo que apuestan a mi fracaso. Un Senador no debería ser para esto. Un Senador debería ser para presentar ideas, para trabajar en proyectos, impulsar cambios positivos para una nación que está moribunda como la misma Carta Magna; es que a Venezuela la han dividido en parcelas de partidos, y cuando sostuve que el Congreso debería estar seccionado en comisiones de obras, se burlaron, les pareció un juego de retóricas, y yo no estoy para eso. Yo soy un científico, tú sabes.
- ¿Por qué aceptaste entonces este papel?
- No lo sé. No te creas que uno elige siempre lo correcto, sobre todo cuando te escogen por eso de la trayectoria. Pero sé que estoy incomodando a mucha gente, y para mantenerme como senador yo tengo que estar por debajo de un montón de tipos que, perdóname, no me dan por los talones.
Vamos por un pasillo, traspasamos una puerta deslizante y emprendemos la cuesta que lleva a la capital. Va apareciendo el hervidero de los que colocan sus oídos en el corazón del mandatario de turno para que los saque de abajo. Aunque no se crea en nada cada cual se imagina que viene un cambio.
El Senador piensa en medio de sus angustias y temores:
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Mejor si en definitiva gobernara la canalla, porque hay una ley intrínseca al poder que sólo se amaña con la violencia, con el estallido, con la lucha. Estos pueblos depauperados y sin oficios definidos dejados a la buena de Dios por siglos han sido llevados adrede a este estado para que nunca sean soberanos; hasta ahora, sólo han podido ser contenidos por la fuerza o el engaño, porque podría darse la desintegración del Estado y el territorio por el engaño.
Se hizo una pausa en el que íbamos hablando solos. O condenándonos solos, en el estrago de una nube de viandantes que a lo lejos eran sólo sombras, los alelados hermanos del alma pero sin almas en la incesante amenaza del caos y la miseria.
"¡Constituyente!", "La Ley del ambiente", "¡La última Ley del trabajo!". Voces sin rostros. Rostros apaciguados que imploran dádivas. Miradas largas y serenas, curtidas la incuria y el fraude. Mujeres tiernas, aparatosas y abusadas, utilizadas, ultrajadas, angelicales o canceladas. De ojos como tizones, de pechos como sabanas. El tráfago de los mercados. La barahúnda. Ciegos con sus bastones o perros, echados en un rincón sosteniendo en sus cuarteadas manos gruesos penachos de loterías. Cuando a los ciegos les pagan, pasan sus labios por el billete para detectar su nominación. Un tipo alto y desgarbado manosea a una ciega sentada en un cajón, y estalla en una risa de cabra. La ciega sonríe, y es una sonrisa plena pero hierática. Un perro callejero nos mira implorante desde la infinitud de su abandono, y me mira como si me conociera. "-Mentol chino, creolina, juego de llaves, vaselina, barajas, navajas y condones, yesqueros y cigarros, chicle y chimó…".
Discurrimos por un pasillo con sombras que requisan y solicitan identificaciones. Se trata de una larga cadena de porteros o vigilantes, cancerberos, policías, un diluvio de uniformes verdes, grises, marrones, azules. Sombras sentadas con un periódico en la mano pero que lo ven y lo saben todo. Fueron contratados por una de esas rachas empleadoras en las que se repartieron los últimos despojos. Han sido choferes, guardaespaldas, repartidores, recaderos, confidentes, aguantadores... Pasaron de mano en mano, y el vendaval de las turbas sindicalizadas los dejaron allí, como se quedan los guijarros llevados por las crecidas de las aguas negras... Pero sobreviven. Van tirando, muriéndose a destajo.
Mar de rostros asidos a los vados; miradas cargadas de penumbras, como en una mazmorra; pasillos anegados de estos guijarros haciendo colas, con cajitas de zapatos donde llevan sus viandas, restos de fiambres recolectados o recalentados de lo que han dejado sus jefes, para a la hora del almuerzo, ir por allí y esconderse en alguna escalinata. Engullirlos a escondidas, apresurados. Vivir de las mitigaciones y de los créditos, del préstamo que nunca se salda, de la deuda inmemorial, del artificio genial para implorar un anticipo. Asuntos de los despojos que se fueron trasmitiendo de generación en degeneración: aquellas guerras federales, aquellos juzgados que eran garitos, aquellos raqueteros que terminaron siendo jefes de la policía. Tantas dependencias con mandamases ya jubilados, retirados, fugados, juzgados o colgados de autos de detención que nunca se aplicaron. ¡Ah!, pero tan encantadores. Millones de guerritas encubiertas, federativas o centralistas en cada oficina. Paredes salpicadas de grumo, para que sobre ellas nadie pueda escribir contra los coños que se van o los que llegan; ni tocarlas, aunque los partidos siguen pegando cartulinas con consignas eternas: "Justicia", "Libertad", "Sueldos dignos", "¡Contratación YA!"...
Aquel océano de almas ateridas de desolación tan activa. Tropel de damas obesas, de traseros amelocotonados por las hormas de los asientos que han definido sus siluetas, sus ilusiones y metas. Rostros cincelados a golpes de lágrimas, frustraciones, engaños e ilusiones.
He visto a una dama que va de oficina en oficina muy preocupada y solícita, debe ser éste un antiquísimo habito en ella, con ese aire de nobleza dejado por su natural amabilidad y dulzura. Madre de todos aquellos pasillos y oficinas. Entra y sale, recoge papeles que los pasa de un escritorio a otro. Luego se calma y la veo comer empanadas sobre el escritorio. No puede evitarlo. Luego mira alrededor algo azorada. Con suma delicadeza toma la empanada con una servilleta en la que resalta el vivo color rojo de sus uñas que no deberían ser para eso. Y muerde, y suavemente posa la otra servilleta sobre sus labios brillantes y rojos. Son golpecitos tenues, tan delicados como penosos. Todo se cubre de rojo, sobre todo el borde del vasito plástico para el café.
Seguramente el verdadero problema sea, pienso, que no hay de veras nada qué hacer. Vienen ellas de otras oficinas, las han estado reciclando durante años, y saben que todo es provisional: los jefes, los guiños, los cumplidos. Todo fuera de lugar, y con ocupaciones sin sentido, siempre considerando que antes no tenían nada qué hacer, pero a medida que las rotan mucho menos. Hubo o hay leyes que dicen que estos tratos constituyen un despido indirecto, pero que no es indirecto en este mundo de la burocracia. Aun así, con los últimos resultados electorales ha cundido el pánico. Aunque hayan votado por el gobernante triunfante no están seguras. Habiéndolo hecho o no tendrán que demostrarlo con obras, pero ni eso, el horror ha estado cundiendo por todas las oficinas y una de estas damas, llevándose las manos al pecho se abalanza sobre el Senador para que la ampare porque: "-Nos ha estado visitando una señora muy grosera, que nos exige el currículo y dice que ninguna de nosotras tiene cargo fijo en este lugar. El año pasado todas pasamos a ser empleadas regulares. Cuando le dije que era Ejecutiva Nivel Cuatro me dio la espalda y se fue…".
Nadie sabe cómo llegó a aquellos puestos; por qué lo ubicaron allí, quién lo mandó. Ha aparecido una nueva dependencia que está por encima del Senador. Hay que andarse con cuidado. El Senador tiembla un poco por ciertos mensajes que le llegan por el río de los chismes y comentarios. "Esto es otro mundo, no el de mi universidad. Hay que andarse con mucho tiento. Ya se sabe. Lo que tiene que aguantar esta pobre gente para poder comer fiambres escondidos por las escaleras, detrás en un escritorio o en un baño. Nunca fueron de ninguna hueste y a la vez fueron de todas las que se han instalado estos últimos cincuenta años. Pobres empleados del parlamento venezolano. No tienen la culpa. Necesitan comer, como cualquiera". Igual que el mismo Senador que ha llegado también tarde al negocio de la política de partidos.
Todas las oficinas huelen a alcoba, a mamparas, a sutilezas sibilinas. El Senador, al revisar su despacho, ha encontrado en unas gavetas objetos indecentes y un montón de notas que hablan de citas, cartas de amor, cuadres que se quedaron allí con manchas de café o pinturas labiales. Una de ellas enroscada de vieja decía: "Quiero que me comprendas: no podré salir sino a las 7. El jefe necesita que le pase en limpio el informe que tiene que entregar hoy mismo…".
No llega la luz natural. Ni el aire. Y si alzas la mirada verás los huecos rectangulares con cables colgando, y el anime suelto manchado de humedad o con marcas de manos. Arrumados en rincones, archivos y sillas rotas, carpetas con el polvo de las últimas razias; multitud de planillas con solicitudes de permisos, renuncias, cambios o despidos. Coloretes matizando esos labios avasallados, mil veces desairados por las turbas de los que estuvieron ayer de paso.
Rostros que no dejan de mostrar sus huellas implorantes; o llenos de disculpas o culpas. Remordimientos o rabia, ira oculta, destrozos o penas. Vertederos de tantos despojos.
Por doquier mobiliarios en ruina. Lo inservible que nadie quiso llevarse. Una enorme copa con billetes de cinco; billetes arrugados, rotos, sucios. Como en un bar. Un ramo de flores artificiales que nadie sabe dónde colocarlo. El Senador sigue en ascuas sin saber dónde ubicarse. Ahora entiendo por qué el Senador, que no sabía cómo habría de asumir este nuevo cargo, me pidió que lo acompañara. En todo se conduce con embarazo y me mira encogiéndose de hombros. Es el mayor advenedizo jamás llegado a este lugar o es que le han invadido su despacho. Hay allí una mujer melosa (todas son melosas), el cabello oxigenado, que lleva en la mano un celular y cada vez que pasa a nuestro lado, dice:
- Disculpe, doctor.
- No se preocupe- contesta a cada momento el Senador.
La mujer recoge parsimoniosamente sus enseres. El que está invadiendo aquellos espacios es el Senador, pero no se lo dicen por educación. Todavía queda gente educada en este mundo, pero el Senador debió saber que todavía no le tocaba colocarse donde está tratando de meterse. El escritorio que cree es el suyo, es tan grande, como el mismo cuarto donde lo han colocado. Pasa el Senador como puede a su asiento. Abre otras gavetas con temor, pero algunas están trabadas y sin llaves. No se atreve a preguntar por las llaves porque seguramente nadie sabe o podría interpretarse como algo abusivo de su parte. Busca una engrapadora: No hay. No hay teléfonos. Me mira. Se vuelve a encoger de hombros.
- ¿Quién estuvo aquí antes? –le pregunto al Senador.
- Carlos Alberto Moros Gershi- me responde.
- Somos intrusos - me dice el Senador en voz baja-: Cuidado que por ahí viene alguien.
El Senador se encuentra apretujado entre el escritorio y la pared y me dice que él no conocía este anexo del Congreso. El edificio se llama "La Perla" y el Senador agrega: "-Que tipo de perla ésta".
En la puerta de la oficina hay un papel manchado y amarillento por los años en el que reza: "Vice-Presidencia de la Comisión de Educación y Cultura del Senado de la República."
No hallamos que hacer, pero hay que esperar cumplir el horario reglamentario. Hurgamos en nuestros bultos y en el suyo el Senador encuentra un "paper" que aún necesita ser retocado para poder enviarlo a una famosa revista en Estados Unidos.
Voces lejanas, el rumor de los carros allá abajo, el fru fru de las mujeres en minifaldas que huelen a pachulí... y tararean canciones románticas. No tienen un centavo, pero saben vivir: tienen celulares y se permiten brindarnos café a nosotros los doctores. A mí me pareció desconsolador que siendo el Senador tan educado, de clase media alta, aceptase que aquellas secretarias, en evidencia sin una locha en sus bellas carteras, le brindasen un café. Cuántos senadores y diputados llevarían a aquellas otrora esculturales damas a restaurantes, a paseos y viajes, para que pudieran instalarse allí, donde están, pero ahora en sus cargos se ven tan desleídas, casi canceladas. Recordé a la Blanca Ibáñez. Bueno, el Senador fuma, y ha tenido la gran amabilidad de compartir uno de sus cigarrillos con la dama del fru fru que al parecer es la mejor enterada de los protocolos del sitio. Al fin y al cabo, es lo que el Senador puede darle.
El cerebro se paraliza; el Senador viene de un lugar tan distante para echarse en un sillón y ponerse a fumar, porque su cerebro no tiene a qué dedicarse, y me dice:
-
Echo de menos mi computadora, mis libros, mis alumnos, mi laboratorio. Disculpa que me queje tanto, pero qué hace uno aquí, dime José.
El Senador no se fija en ninguna de aquellas damas por más atractivas que sean. El Senador es alto, de un metro ochenta y cinco, corpulento, de raza aria y ojos azules. Inspira respeto y formalidad en todos sus actos. Es lo que se dice, un hombre muy educado, respetuoso y cuidadoso de sus palabras y de sus actos. Siendo como es, sin embargo, su vida familiar ha sido un desastre. Creo que ha sufrido una gran decepción que lo condujo al divorcio con una muy respetable merideña, de alcurnia, de apellido. Presiento que es una herida que no lo deja en paz, siendo él una persona merecedora de los más altos dones de la vida. El Senador siempre en su trabajo se presenta de flux muy bien combinado y de corbata, sólo cuando trabaja en su laboratorio se coloca una bata blanca. El Senador usa lentes de montura gruesa, tiene el aspecto de un teutón sonrosado, usa bigotes y su pelo es ya entrecano y amarillo.
Nada ocurre en aquella destartalada oficina, pero hay que cumplir el horario, digo, porque podría llegar una llamada preguntando por el Senador. Tomo un libro que es del Senador y lo hojeo: Penetro a los Pueblos del Sur: "El Pueblo donde el tiempo se detuvo": Danzas de tejas, serpenteantes caminos hechos y trazados por el método de los convites; un haz de secas huellas, o heridas, aferradas a un tiempo que pasó, sin nombre. Estampas de verdores dichosos, con bueyes labrando la tierra, troncos enterrados como vigas entre tapias y telarañas, como el Congreso mismo de las almas muertas, donde también el tiempo se detuvo. Entre nosotros el tiempo aún parece atascado con las huestes de Julián Castro.
- ¿Cafecito?
Llega una dama de pelo color cucaracha, de encendidos labios rojos y se planta con una bandejita. Secretaria premiún o VIP. Muestra una carta; el Senador la lee y luego la firma. Ya ha llegado más gente para entrevistarse con el Senador. Se presenta un ser encogido, silencioso y cabizbajo. Diminuto. Con una ausencia humana que encoge el alma. Trae entre manos un proyecto; ¿un proyecto o un informe? La sombra murmura:
- Ahí está Senador. Es lo que pude hacer y reconozco que no está claro. Perdone. Yo lo pensé de esa manera. A lo mejor por allí no debe ir eso. Además, creo que debe ser gestionado. Pero si usted piensa otra cosa lo cambiamos, hay muchas maneras... Lo peor, Senador, es que esas computadoras están canibalizadas.
- ¿Canibalizadas? - Toma el Senador las pocas cuartillas del proyecto, y las hojea.
Se trata del "Proyecto Sirena" que hace algún tiempo procuró recoger información sobre lo que se hacía en Ciencia y Tecnología en Venezuela. Un proyecto muerto desde hace una década. "¿A esto lo llaman proyecto?"- piensa el Senador que viene de dirigir un Centro de Microscopía Electrónica con relaciones con medio mundo científico y que cuenta con catedráticos de reconocida calidad académica nacional e internacional.
El Senador se pone de pie y dice:
- José, vamos a ver el "Proyecto Sirena".
Salimos de las oficinas y vemos a tres secretarias que están en sus escritorios mirándose unas a otras, sonríen. Nos miran implorantes y amables. Nos acompaña el ser diminuto al que han encogido las camisas de fuerza de la burocracia. Va diciendo:
-
Antes había muchas más damas en estas dependencias. Era cuando corrían los regalos, las atenciones, las tarjetas de invitación para tantas celebraciones; aquí, Senador, puede decirse que todos los días celebrábamos algo, y no me diga usted los viernes al mediodía.
Ahora –hablan las paredes o los techos, los cables colgando, oscuros espacios- todo es fúnebre. En cada pecho un pálpito malo, un sentimiento como de anuncios funestos. Las miradas implorantes. Un ansia de solidaridad que no aparece en ningún lado. Sonrisas partidas o agrietadas. Eso sí, se ven a los pobres ordenar que se compre café con dinero de su propio bolsillo, y compartirlo con los presentes. Antes sobraba el café, el té, las rosquillas, las galletas y empanadillas. Había partida. Había una caja chica.
Cruzamos el pasillo y nos encontramos con el "Proyecto Sirena": Un salón desolado con afiches (rasgados y rayados) sobre Expo-Universitas, un evento que se dio hace nueve años. Chatarras. Fotos desenfocadas, semioscuras, en grandes carteles que nadie mira ni a nadie le interesan: la industria de la imagen, del cartel con el que quieren hacer ver que se trabaja para justificar las fulanas partidas. El engaño. A nadie le importó dejar aquello desde hace nueve años tal cual como se montó, fruto de un carnaval con el que llenaron una década de manguareos mientras pedían viáticos y pasajes para recorrer el mundo en Congresos sobre Cultura, Arte, Ciencia y Tecnología. Ordenadores viejos, impresoras enormes de punto, dos archivos y un armario metálicos, una mesa redonda con sillas destartaladas mostrando sus tripas, cojas, tuertas, tristes. Una caja atestada de papeles. Ni proyecto ni sirena, ¿y por qué sirena? Las paredes sucias. Un hombrecito, minúsculo, que habla como que no habla: No sé. Lo dudo.
- ¿Cafecito?
Ni educación ni cultura. Ni respeto. A lo lejos las secretarias mirando con desolación (ultrajada), la interioridad de las telarañas del lugar, y como diciéndonos: "-¿qué les parece?" Ojalá hubiera para todos y todo pudiera seguir siendo como antes: la eterna incuria. Hubo un tiempo, ellos lo recuerdan con pena: había de todo y teníamos mucho y se podía botar y hacer o destruir a manos llenas, y después pedir y algo llegaba. Luego tuvimos menos y se siguió botando y destruyendo a manos llenas, y pedíamos y algo llegaba; seguimos botando y destruyendo más o menos mientras menos teníamos, y se pedía y algo llegaba. Hasta que llegó la hora en que nada tuvimos, pero en que no se pudo perder ya la costumbre de botar y de seguir destruyendo, y de seguir exigiendo. Hasta que quedamos muertos de hambre y de conciencia. Mirando implorantes. Además: "-Miren cómo nos han dejado, inútiles y tratándonos con desprecio, como si fuésemos culpables de este desastre. Con esa duda que le meten a todos los que se acercan a ver el desastre. Con esa tensión y maldad de que ya no se tiene confianza en nosotros. De vernos como unos holgazanes."
Así y todo, alguien en el propio grupo que inspeccionaba el Proyecto Sirena, todavía tuvo el valor de decir: "Nada de eso fue jamás de mi competencia".
En la administración pública nada es de la competencia de alguien.
¿Pero dónde están los culpables?
Porque, por otro lado, los culpables se sienten vejados porque fueron desalojados de sus cargos, violando todas las normas del funcionariado público, algunos de los cuales han pasado al servicio del Senador, sacados de otras dependencias que nada tenían que ver con los trajines parlamentarios.
Empleados desempleados pues, con sus miradas implorantes, comprando café de su propio peculio porque ahora no hay caja chica. Y son empleados todos con celulares que pagan de su bolsillo y que tienen que usarlo para poder atender las llamadas que requiere el Senador porque los teléfonos de la oficina ya no sirven.
Se sale al pasillo: la misma cola hacia una taquilla. Alguien pregunta: "¿Ustedes vienen a una asamblea de empleados?"
Se preparan.
¿Quién puede contra una asamblea de empleados que a la final no conseguirá nada?
Empleados con distintivos y fotos colgándoles del saco. Chaquetas oscuras o marrones, verdinegras, con chillonas corbatas de lazo. Encogidos los cuerpos y floridos los pechos con encendidos derechos y deberes. Apresurados todos, entrando y saliendo para justificar la nada. Cuentan con algo, porque sin ellos esa rueda inmensa de la nada no se moverá. Garrafones de agua alineados en la pared como duendes, están allí, y además sin agua. Aquí todo se acabó. Fue una batalla cuerpo a cuerpo lo que pasó. Cualquier muro habla como un cadáver. Volvemos a la oficina y hay quejas para el Senador. Le dicen:
- Nos sentimos agredidas, Senador.
El Senador escucha. Se trata de una mujer que ha llegado con órdenes violentas y determinantes enviada por la Presidencia de la Comisión.
- ¿Quién es ella?
- Sólo se sabe que ha sido enviada por el Presidente de la Comisión, aunque aquí se presentó sin su nombramiento.
- Yo no sé nada. No la conozco - replica el Senador.
El Senador se disculpa. "-Yo suelo ser un hombre educado", dice, no obstante pienso en el café que él se ha tomado a sabiendas de que la pobre secretaria lo ha comprado de su bolsillo.
Volvemos a la oficina. Escombros. La rapiña. Por todas partes rapiña. Me mira y se encoge de hombros el Senador. Abre su maletín. Extrae un "paper" que ya ha sido enviado a EE UU: Abiogenic Continuity During The Age Of The Large Impacts In The Early Earth, cuyos autores son los científicos Vicente Marcano (nieto del otro memorable, su homónimo), Pedro Benítez y el Senador del Electrón Microscopy Center, University of the Andes". Lo relee el Senador. Lo guarda.
- ¿Café? ¿Cafecito?
- Yo lo que quiero es volver a mi laboratorio, a mis aulas, a mis clases con mi gente de batas blancas... - suspira el Senador-: Todo esto es un accidente. Si pudiera al menos hacer algo en beneficio del país desde este cargo pero no lo creo; la gente lo que me pide es alguna colocación. Me traen papelitos, currícula, recomendaciones, tarjetas con atentos saludos; las imploraciones que están en todas partes. Y José, pareciera que no hay nada que hacer porque casi nadie está preparado para hacer algo positivo. Todo el mundo está sentado esperando no sé qué. Cuando el país debería estar en marcha más que nunca, se sientan a esperar, a ver qué hacen por él. Una espera tortuosa e infructuosa (así habla el Senador). La inutilidad de que tú hablas. Estamos obligados a creer. Quisiera yo saber qué hacer: Si seguir en esto o retirarme. ¿Irá a tener esto alguna salida? Vamos, demos una vuelta.
Los ciegos con sus palos, y los palos con sus ciegos, cojos, averiados, por los alrededores del palacio. Los vendedores de pilas y pega loca, tres por mil bolívares. Los compradores de oro. ¡Tres chocolates por 500! Un hombre ha pintado un descomunal cuadro donde aparecen Chávez en primer plano, y al fondo Bolívar y Jesucristo. Hay un montón de letreros hechos a mano, implorantes también, que parecen llagas alrededor del cuadro.
"La Constituyente", otro folleto por mil bolívares.
El Senador compra dos y me pasa uno de aquellos folletos. Vamos. Seguimos andando. El Congreso continúa cerrado. No son aún las 12 del mediodía: nos dirigimos hacia la Presidencia de la Comisión Permanente de Cultura, Educación, Ciencia y Tecnología. Otra vez rostros perdidos rodando en el mismo río eterno de los desahuciados. Muchedumbres, olas de mulatos vestidos con trajes de medio pelo. Vendedores, la horda de los desencajados, los comprados o revendidos y los mercenarios de los partidos yendo y viniendo en una nada de azoramientos. Papeles, códigos con corbata, trinchetes jurídicos en las miradas torvas, sanguijuelas menesterosas en los rostros. Resquebrajados los pisos, y otra vez cables colgantes, puertas desencajadas, cuchitriles en los descansos, viandas, espaguetis, repartos, complicidades ultrajantes... saludos y abrazos, chistes, bromas, gritos, mensajes.
Estamos en "Pajaritos".
El rumor de las aguas como si las letrinas estuviesen muy cerca. Más empleados desempleados que suben y bajan en las interminables oleadas que han dejado aquí el esperpento de la jungla de los partidos. Gente de los llanos, de la goajira, de los Andes, de la costa de Oriente... Tuvieron más fortuna que otros y se hacinaron a reventar en aquellos cuartos. Se cruzan y se entrecruzan; se saludan como caravanas que van de paso, pero que están allí mismo, y "ya de vuelta".
- Pasen.
No son saludos sino otra vez imploraciones. Ruegos. Una deferencia y una atención que ahoga, asfixia. Son buenas personas, gastadas por la necesidad de complacer. Pero son muchas. Cien o mil por cada Senador o Diputado. Copias, clones, idénticas a la dama aquella oxigenada. Dama que, pienso a ramalazos, la encontró algún granuja, se la folló, la utilizó y la dejó allí empleada (inutilizada) para la eternidad, hasta que sus huesos imploren por un entierro. Son tantas. Cunden. Florecen. Tendrán hijos, primos, tíos, compadres que necesitan trabajo, y allí han llegado a este río. Cierran y abren puertas, dan paso, salen de cualquier escombro o cueva. Están o llegan, van o vienen. Inquieren con las miradas (huecas), digo, " ¿quién será ese que acompaña al Senador?".
Ya saben que venimos a hablar con el Presidente de la Comisión Permanente de Educación, Cultura. Ciencia y Tecnología, don Manuel Alfredo Rodríguez.
- Pasen, adelante...
Y entre aquel mar de empleados desempleados, pasamos como podemos apartando sillas y surcando escritorios y módulos porque los escritorios son inmensos. El Presidente de la Comisión de Cultura es un veterano político venezolano, combatiente de mil guerras federales o centralistas; lleno de carnes, lo llaman (o llamaban) Escalera, por lo alto y el montón de peldaños que tiene en un cuerpo minado por la nicotina. Yo lo recuerdo desde mi infancia y me resulta tan familiar. Es uno de esos hombres que uno descartó o canceló no sabe cuándo, de los desaparecidos en los combates aburridos y tristes de los últimos 55 años; de los deshechos políticos de una Nación trastornada y vejada en sus más sagrados valores. Como salido de un museo, aquella voluminosa ola de carnes saluda con estentórea y cavernosa voz desde la profundidad de su asiento. Además, debe tener más de ochenta años. A su lado, el bastón, y en una mano el cigarro perenne. De color cetrino. Probablemente muera delante de nosotros, imagino. Tose y procura contenerse para no ahogarse. Es un cuerpo descomunal, incontrolable. Chirría el asiento a cada movimiento. Alza la cara y fuma, dejando las densas volutas de humo en todos los cuartos. Veterano de saludos y cumplidos, pero a la vez del que ya no cree en nada y que vive ad honoren. El descomunal traje gris no le va con su color, de modo que al vérsele parece una sola mole. Lleva una correa vieja y gastada que resalta en la mitad de su cuerpo. Hay que atender a los huéspedes y es necesario comprar café. No se tiene dinero para café y el descomunal hombre mete su mano en el saco: extrae 1300 bolívares, procura calcular cuánto hay que pagar pero uno de los empleados no lo deja y le arranca cuanto sostiene. Una confianza ejemplar ante la cual el Presidente de la Comisión Permanente de Cultura no le queda sino decir:
- Pero compre café de verdad, no esos guayoyos innobles.
Se le cuenta al Presidente de la Comisión Permanente de Cultura, que el señor Rafael Pineda pide un millón de bolívares para poder difundir mediante Internet su libro: "Monumentos de Bolívar en el Mundo", y de inmediato don Manuel recuerda que Rómulo Gallegos no tenía la menor idea de los negocios, y que cedió los derechos de autor de "Doña Bárbara" a un periódico de Guayana. Añade más tarde que Antonio Márquez Salas, un casi olvidado escritor venezolano, dejó las letras para dedicarse a ganar dinero. Márquez Salas nació en Chiguará (Estado Mérida), ganó dos veces el concurso de cuentos de "El Nacional" y dirigió la revista literaria "Contrapunto". Un día el Presidente de la Comisión de Cultura le planteó: "- Pero Márquez, si ya tienes dinero ¿por qué ahora no escribes?" Márquez Salas le contestó: "Se me olvidó". El Presidente de la Comisión tiene una buena anécdota para cada comentario.
Aparece una señora, delgada, que con gran destreza entra al recinto para conversar algo de suma urgencia. Apenas ve al Senador prorrumpe:
- Tengo muy buenas referencias suyas...
Se trata de un Golpe de Estado. En Venezuela se sucede un Golpe de Estado cada media hora.
Se dan la mano, la golpista y la víctima. El de la Comisión Permanente está permanentemente a la caza del zarpazo.
- Usted y yo nos vamos a entender muy bien - le dice al Senador al tiempo que señala un puesto para la dama.
Se acuerda una reunión para decidir acciones en la repartición de cargos. A esta mujer la ha colocado el Presidente de la Comisión Permanente... como pieza estratégica de sus juegos parlamentarios, y el Senador se ve obligado a ceder.
Por doquier siguen apareciendo empleados. Hay dos más que se ha traído del Estado Bolívar el Presidente de la Comisión Permanente... Ahora se le han presentado problemas logísticos y no sabe qué hacer con ellos. Por el grave problema de que no tienen nada qué hacer, sino revisar pesadas, momificadas y momificantes moles de revistas, algunas de ellas podridas y polvorientas sobre los trámites de administraciones pasadas. Una de ellas con el título "Cámara Alta", en cuya portada aparece una foto del coronel Luis Alfonzo Dávila, presidente del Congreso, y en otra, la imagen del Presidente Hugo Chávez.
Nos encontramos en el tétrico salón "Arturo Uslar Pietri": Una enorme mesa con unas quince sillas. Desnudas las paredes a excepción de una foto del escritor en blanco y negro, en la que aparece sonreído y mirando hacia las alturas. Se anuncia que hay una señora afuera esperando por el Senador; uno de los amanuenses del Presidente de la Comisión Permanente sostiene que, si por él fuera, haría del Congreso una charcutería como las que hace el escultor Botero...
Pasa la dama a la entrevista. Al ver al Senador le dice:
- ¿Usted se acuerda de Pacheco?
El Senador vacila; hace esfuerzos por acordarse, y sonríe entretanto.
- Ah sí. Pacheco, Pacheco; déjeme ver. Ajá.
La dama toma asiento y comienza a desatar un fajo de papeles. Tiene unos cincuenta y ocho años.
- Senador - comienza diciendo: - ¿Qué posibilidad hay de que yo pueda ser asesora de algo relacionad con la Contraloría, con Contaduría?
Procura defenderse el Senador y confiesa:
- Es que a mí todavía no me han juramentado.
- Es que usted doctor necesitará mucha colaboración. Yo soy abogada, y experta en auditorias.
- Déjeme su teléfono.
- Espere, que también le voy a dejar algunos datos sobre mi profesionalismo, de seguro que le van interesar.
Coloca más papeles sobre la mesa, enfrente del retrato de Uslar Pietri. Ahora Uslar pareciera auscultar los papeles.
- Doctor - va diciendo la dama-: En Auditoría tengo conocimientos bastante avanzados. Soy experta en estudiar casos de corrupción, en lo relativo a asuntos de sobreprecios, documentos forjados, problemas de licitaciones amañadas, malversación, ... No se olvide de mí, Senador, que tengo necesidades muy urgentes. Soy jubilada, pero usted sabe...
Hay que salir. Otra vez el aire gasolinizado de camiones y busetas, pero así y todo más limpio.
Entramos al Pasaje Zing: llegamos a la librería de Rafael Ramón Castellanos. La Gran Pulpería, el coso, la Cosa... Polillas y pocilgas.
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Es doloroso – le digo al Senador recordando a don Antonio Márquez Salas– haber sido uno de los mejores escritores del país, y haber dejado la pluma por ganarse unos reales. Yo creo que fue un cambio donde se perdió todo. Venezuela perdió mucho.
Me encuentro con la mirada del Senador como si algo de mis palabras le hubiesen herido.
El Senador conoce la historia patria, y me lleva al salón donde se firmó el Acta de Independencia. Apacible lugar con antiguos cuadros de la gesta heroica, muy similar a la capilla de la Universidad de Alcalá de Henares, donde se conservan los restos del Cardenal Cisneros. Los bellos ventanales de la época conservados intactos - Turistas con cámaras fotográficas colgantes. El Senador elocuente habla de Roscio, Coto Paul y Miranda. De cómo se dieron aquellos singulares acontecimientos que culminaron con nuestra Independencia: "-Como yo de joven no iba a misa –dice-, entonces solía venir aquí a meditar y hablar con Bolívar en lugar de hacerlo con Dios. Salía reconfortado y con ganas de ayudar a mi país. Yo nací a destiempo..."
Seguimos hacia la Cancillería que hace poco padeció un feroz incendio. No sabemos si está en obras, pero está cerrada. Un evangélico echa una desquiciada perorata a un grupo de aletargados viejos echados en un banco de la Plaza Bolívar. El evangélico lleva un libro en la mano que alza y baja: "-Si ustedes no creen en la palabra del Señor estarán condenados..." Cómo fue que a este negro le enredaron la cabeza con promesas de salvación. La mejor manera de aparentar estar cuerdo, es metiéndose a evangélico. Al pobre lo han ocupado en buscar la salvación y no vender boletos de la lotería que a la postre resulta lo mismo. La necesidad de querer salvar a los demás mediante la retórica y las estremecedoras palabras que encierra el miedo, y que por carambola puede contener el número premiado, salvador.
El don de la palabra como un vicio.
Como si resolver las cosas fuera sólo asunto del don de las palabras. Unos quieren salvarnos con leyes, otros con la voz de Dios, otros con Seguros de Vida, con un san o rifa de un televisor, con un programa o proyecto político, con una tarjeta Visa o un celular, o el Proyecto Sirena. Y pocos ven dentro de sí mismos.
Andando y platicando pasamos por el edificio "El Universal", donde yo trabaje de office boy hace treinta y siete años…