La utopía del milenio

La razón por la que la sociedad humana se vanagloria de su progreso y de su supremacía sobre las demás especies vivientes está en que mide el uno y la otra únicamente por sus logros científicos y tecnológicos, no por una estima creciente del humanismo, no por el esfuerzo en reducir las desigualdades sociales. Conquistas esas que, al final, si se mira detenidamente el asunto con una óptica distinta de la habitual, se traducen en un montón de baratijas y de su detritus que inundan el mundo. Sin embargo, el otro progreso mucho más deseable, el inmaterial del humanismo y el intento de la ciencia de extirpar en el ser humano el gen de la violencia y de la guerra que tantos venimos esperando desde hace mucho tiempo, ni se produce, ni se atisba ni se procura. Tal como se plantea la existencia y el vivir, por las vías que sigue esa sociedad, es evidente que no sólo no progresa en esfuerzos por aminorar el desequilibrio entre la vida regalada de pocos y la casi mendicante de grandes mayorías, es que desarrolla una creciente hostilidad hacia sus desiguales y a sus congéneres de distintas culturas. Además, pese a que se diga que gobierna el demos, en estas democracias los Estados prevalecen sobre la ciudadanía, y a su vez la ciudadanía desconfía del Estado, de su modo de entender la administración de sus recursos, de su colosal dispendio en armas y en lo que llama eufemísticamente defensa. Y todo, en detrimento de prioridades humanísticas y relativas al cuidado de la naturaleza. Y cuando hablo de la sociedad humana, qué duda cabe de que sólo puedo referirme a las sociedades occidentales, a su absoluto protagonismo en la casa de todos que es el planeta Tierra, y al modo unívoco de entender el pensamiento único en ellas qué es verdadero progreso.

Pues la clase de progreso del que se ufanan tiene que ver con muchas cosas, pero entre ellas sobresalen, sobre todo, lo dicho, la fabricación de armas cada vez más certera y masivamente mortíferas a las que se dedica gran parte de los presupuestos; el dotarse de artefactos que nos acortan, tanto las distancias como el tiempo en recorrerlas; la velocidad imprimida a todo, como si el tiempo cronológico del que dispone el ser humano no fuese en la práctica infinito; el comunicarnos a grandes distancias; el generar toda clase de comodidades para entregarnos entre tanto a la molicie; el mantenernos artificialmente entretenidos; y la fabricación de instrumental clínico cada vez más sofisticado pero no por ello necesariamente más sanador, mientras costumbres cada vez más malsanas neutralizan el progreso en materia de salud.

Todo muy estimable, si los referentes son lo que había de lo mismo hace un siglo, por ejemplo. Muy estimables, pero en el fondo de escaso valor, de una pobreza moral incuestionable, juguetes en manos de niños grandes y pequeños si lo comparamos con el daño brutal que ese progreso: el tecnológico, el médico y el científico viene causando al planeta como un ser viviente, que es como se considera al planeta Tierra en la teoría Gaya. Sobre todo, si lo comparamos con la bestialidad que parte del género humano occidental no deja de descargar contra sus congéneres en guerras y violencia de toda clase que esas sociedades no se muestran interesadas en erradicar. Esto, que su ciencia fuese capaz de extirpar de la sociedad humana el gen de la violencia y de la guerra, sí sería un motivo extraordinario de glorificación del progreso. Ésa sí sería la prueba de la superioridad sobre sí mismo de la que el humano podría presumir. Como lo sería acercarnos a lo que sin duda ha de ser la vida pacífica en otros mundos, si absolutamente todas las sociedades se negasen a hacer en adelante cualquier clase de guerra.

Pero mientras el maldito "progreso" siga ese fatal camino, mientras los deshechos nos aplasten y destrocen lagos, ríos, montañas y océanos; mientras una parte del género humano se permita un espantoso hedonismo y la otra parte sólo pueda limitarse a sobrevivir; y mientras el planeta rápidamente desfallece y se vacía de agua potable, lo que impedirá progresivamente que florezcan los frutos y fructifiquen los cultivos, lo que está haciendo el género humano, y a su frente la sociedad occidental, es cerrar el camino a las generaciones venideras y cavar cada vez más honda la fosa en la que acabará la especie humana sepultada…



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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