Antes del paso de los Andes por el páramo de Pisba, Bolívar recibe el parte de sus oficiales. El coronel James Rooke se presenta al Libertador y le informa del estado de la tropa que comanda. Bolívar, desnudo de la cintura para arriba, anota las cifras en un papel y luego se queda viendo en silencio el estado lamentable de la ropa del oficial británico. Lo peor es la camisa, de tela burda con remiendos, viejas manchas de sangre u óxido que habían resistido mil lavadas y, detalle supremo, espinas de pescado a guisa de botones.
-Coronel Rooke, yo sé que el ejército está en el último estado, pero su camisa da pena y es indigna de un coronel. Permítame regalarle una de las mías.
Bolívar se dirige al fiel mayordomo que lo acompaña desde siempre:
-Palacios, déle una de mis camisas al Coronel Rooke.
-¿Cuál de las dos le doy, la que estoy remendando o la que se está lavando?
Los tres hombres soltaron la carcajada. Rooke hizo el saludo militar, salió de la habitación y por un rato se escuchó su risa que se alejaba por el patio.
El Bolívar de la burguesía
Los intereses de los ricos quebraron la unidad de Colombia y el sueño de Bolívar, apurados como estaban por explotar cada uno por su lado la riqueza de “sus” países y el trabajo de “sus” pueblos. Bolívar fue llamado “tirano”, proscrito y exilado, acorralado hasta morir casi indigente en la hacienda de un español de Santa Marta.
Pronto la oligarquía supo que el Bolívar pobre estaba vivo en la memoria de su pueblo. Y era peligroso porque reprochaba su traición y privaba de legitimidad histórica su gobierno. Por eso decidió desenterrarlo y construir alrededor de su catafalco el culto del Bolívar muerto, del Bolívar rico, para reconvertirlo en lo que había dejado de ser: uno de los suyos.
Algo curiosamente similar a lo que vivió la burguesía europea del renacimiento, con la polémica de Jesús rico versus Jesús pobre, en la que se derramó tinta y sangre. Siempre los ricos tratando de justificar la injustificable existencia de los pobres…
La Casa Natal versus la Cuadra Bolívar
La “Casa Natal” fue la primera víctima del culto burgués del Bolívar rico. Desde su inauguración en 1916 hasta nuestros días, ha sufrido sucesivas deformaciones con el único objetivo, además de enriquecer a funcionarios y contratistas, de volverla una especie de palacete pretensioso y gobiernero, donde el mal gusto reemplaza la sobriedad colonial y donde parece que nunca vivió gente.
Otra cosa es la Cuadra Bolívar, situada de Bárcenas a Río, en cuyo muro hay una placa que dice, como si nada, que allí pasó Simón Bolívar “los años de su infancia y su juventud”. Aparte de si nació en Capaya o en Caracas, esta Cuadra fue su verdadera casa. La cuadra a donde fue relegado el huérfano, la cuadra que alberga los animales, las carretas, las herramientas de labranza, los sacos de grano y, por supuesto, los esclavos. Aquí Bolívar aprendió sus primeras letras, recibió clases del genio rebelde de Simón Rodríguez y del cobarde reaccionario Andrés Bello. Aquí conoció la injusticia el niño rico cuyo dinero lo manejaban otros, aquí vivió con el pueblo. Aquí se hizo diferente y dejó de ser uno más de su clase.
La Cuadra Bolívar fue olvidada porque asociaba a Bolívar con los negros y los pobres. A lo largo del tiempo siempre la habitó la vida: fue ebanistería, embotelladora, lavandería, casa de vecindad, depósito de materiales y sede de una casa hogar.
El Bolívar de los felones
Cuando el burlesco gobernador del Zulia condecoró al maestro del cinismo Alberto Federico Ravell con la Orden del Lago de Maracaibo (quizás por el parecido de Globovisión con la lemna verdosa y babosa que contamina sus aguas), ambos se permitieron ensuciar el nombre de Bolívar poniéndolo en sus bocas. Inevitablemente volvieron al lugar común del Bolívar inofensivo y ornamental que siempre usaron y que ahora ya les queda grande. Su Bolívar burgués es aquel que según el historiador impostor Guillermo Morón, luchó por “la democracia liberal”.
No se puede esperar de Rosales y Ravell que vislumbren la grandeza o entiendan qué significaba la palabra “humanidad” para el Libertador. En uno el cretinismo tiene destellos de imbecilidad y en el otro la obscena maldad está moderada por una pícara astucia. Pero hay que reconocerle a Ravell algo de visionario, cuando dijo que si se da la reforma constitucional propuesta, “lo que queda es apagar la luz y comprar una balsa” (él no hace nada todo lo compra hecho).
Si, Alberto Federico, búscate un catálogo de balsas y escoge el modelo que más te guste, no vaya a ser que choques con el Bolívar vivo, es decir con el pueblo en armas, y termines flotando en tu propia sangre. Digan lo que digan Vanessa Davies, Carla Angola, Ernesto Villegas y otras buenas almas de la Conciliadora Democrática, se acaba el tiempo de la impunidad, de la conciliación y la indulgencia inútil. Con el Bolívar de los pobres, todo. Sin él, plomo. Incluso en el supuesto negado de que caiga el gobierno, es un decir, la consigna del pueblo seguirá siendo para siempre Patria, Socialismo, o Muerte.
Bolívar vive, la lucha sigue, y seguirá hasta que ustedes, burgueses y burócratas, sean borrados de la memoria de la gente.