Hay niños que meten el dedo en el enchufe solo porque su mamá les dijo ‘’caca’’ y ‘nada más rebelde que cagarse en cada ''caca'' de mamá. Hay adolescentes que expresan su rebeldía explotando con sodio las pocetas en su colegio para luego encontrase corriendo al monte de al lado, víctimas de un un cólico repentino.
Luego hay otros, de todas la edades, que prefieren ser rebeldes vienteañeros toda la vida y preservan con esmero esa juventud de conciencia que tiene mucho más de pendejada que de juventud.
Son ellos los que se rebelan contra símbolos establecidos. Hay como una especie de lista de cosas contra las cuales todo buen rebelde debe rebelarse. No hay medias tintas en esto de la rebeldía, las cruces, por ejemplo, deben ser quemadas todas, desde la que desde un palacio aplasta y hasta la que cuelga del cuello de una indefensa abuelita, las banderas, libros, ideas y todo aquel que tenga piel blanca, todo aquel que no queme cruces aunque tampoco rece, todo aquel que sea bilingüe, todo aquel que no haya pasado hambre... Si huele medio raro, a la hoguera por si acaso.
A estos rebeldes creciditos les cuesta entender realidades y no son capaces de ver los grises entre el negro y el blanco, prefieren restar a sumar, prefieren la confrontación hueca al dialogo.
Cuando viven oprimidos apoyan sus acciones en la injusticia, la pobreza, la exclusión y sus actos se convierten en reivindicaciones. Cuando viven en procesos revolucionarios la cosa se les pone un poco cuesta arriba.
Y es que estos vienteañeros de la rebelión no han madurado del todo, y les cuesta ver objetivos mas allá de sus pataletas.
Quieren todo y ya. No hay tiempo, la vida se acaba y los sueños se realizan en vida. Al contrario que los abuelos rebeldes quienes comprenden que las revoluciones se hacen para que sus futuros bisnietos tengan una vida digna, los veinteañeros no saben esperar.
Es entonces cuando, con la mente nublada, olvidan que la lucha es colectiva y que lo que cada uno haga impacta en la vida del resto.
Conocen la historia de luchas pasadas y sabemos que la historia es una herramienta muy útil, pero niegan la posibilidad de que existan factores diferentes en nuestra lucha, que haya otras formas, otros métodos, otros tiempos.
Mientras que un veinteañero de conciencia no duda en caerse a puñetazos con cualquiera por quítame esta paja, un abuelo se lo piensa, analiza y con valentía busca una solución, no tanto por preservar sus huesos quebradizos sino por preservar el objetivo final.
Así los ‘’jóvenes’’ impacientes quieren sangre, fuego, daños colaterales, qué se le va a hacer, es una guerra y estoy haciendo historia, quiero historias heroicas que los sobrevivientes podremos contar. Porque ellos sobrevivirán, están seguros, esa es otra de las características de su edad mental.
Quieren actuar en nuestro nombre, en el de nuestros hijos sin preguntarnos, porque ¿para qué? Si ellos saben de revoluciones, ellos son valientes, ruidosos y notorios.
No piensan estos compañeros que la lucha diaria de la mayoría de los revolucionarios es silenciosa y efectiva. No logran ver el trabajo de quienes sin boinas rojas, sin franelas de Che, sin tanta parafernalia, se dedican a enseñar, a aprender, a cooperar, a crear...
Como no hay regueros de sangre, no ven que estamos construyendo el país de nuestros bisnietos, mientras que en el camino resolvemos urgencias de nuestros hijos, padres y abuelos.
Como los regañamos cuando con sus actos interfieren con el trabajo de todos, se ponen muy bravos y, alegando rebeldía, dicen que no se someten a nadie, que eso es lo que hace un rebelde, y que cuidadito porque puede que se pongan más bravos todavía y decidan negarnos su apoyo.
Menos mal que son pocos los veinteañeros de conciencia y que puede que crezcan algún día. Mientras lo hacen, mientras meten la pata y aún sin quererlo favorecen al enemigo, mientras creen que son mas grandes que la revolución misma, pues tendremos que regañarlos. Eso es parte de nuestra responsabilidad con la revolución de todos.
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