Nunca he creído que Gómez fuera la causa
de nuestros males, sino la consecuencia del largo período
de involución hacia la barbarie…
Rómulo Gallegos
La decisión de López Contreras, de nombrar Ministro de Educación a Rómulo Gallegos, indirectamente, favorecía los proyecto políticos de Betancourt. Gallegos veía en su eterno alumno de literatura, a un joven audaz, estudioso y capaz de provocar con su pluma y con su verbo una revolución en Venezuela; un joven que además sabía escuchar, con un conocimiento profundo de los grandes problemas históricos y de la realidad nacional. Fue por intermedio de don Rómulo Gallegos que Betancourt conoció a Alberto Adriani, otro de los pensadores fundamentales de aquel momento.
Largas discusiones solían tener Gallegos y Betancourt en el despacho de Adriani, coincidiendo todos, de lo prioritario que era consolidar una aristocracia del pensamiento, una selecta inteligencia para así poder rescatar ciertos valores de nuestros más eminentes hombres. Era una de las maneras para poner en movimiento la fase inicial de la modernización del país. Extrañamente, en el rescate de estos valores ninguno consideró importante recurrir al ideal bolivariano. A ninguno de estos tres personajes parecía interesarle la obra de Bolívar. Acaso, si muy de cuando en cuando, y de manera vaga, como meramente formal, se referían al pensamiento del Libertador, pero algo vencido y que más bien servía para justificar tiranías como las de Gómez. Adriani era de los que pensaba que el pensamiento bolivariano chocaba con el progreso tecnológico y científico, algo que también iba a penetrar mucho entre los futuros líderes de Acción Democrática.
Los tres eran liberales de siete suelas, y coincidían en sus posiciones antibolivarianas con recios santanderistas colombianos como Germán Arciniegas y Eduardo Santos.
Para los tres, uno de los puntos esenciales que debía contemplar el nacimiento de la nueva Venezuela (que para ellos apenas estaba entrando en el siglo XX), estaba en promover una inmigración de raza blanca; igualmente consideraban indispensable, controlar e impedir por todos los medios posibles que siguieran llegando de negros de las islas vecinas. Por otro lado se hacía indispensable comenzar de inmediato un gran programa educativo para comenzar a formar técnicos, médicos, ingenieros, arquitectos y químicos. Todo lo que propendiese al desarrollo tecnológico. Para Gallegos esta era la única manera de contener a la barbarie.
Adriani, que había trabajado para Gómez, jamás había sido disciplinado en sus estudios, y su filosofía estaba fundada puramente en ideas de los liberales europeos. Con una mezcolanza de lecturas no muy bien asimiladas, quería estructurar una nueva ideología capitalista y nacionalista. Indudablemente que Adriani con su indigestión teorética iba a ejercer una muy negativa influencia sobre Gallegos y Betancourt.
Para Adriani, por ejemplo, Juan Vicente Gómez había sido un sabio[1]. En cada reunión con sus amigos políticos hablaba del gran resurgimiento alemán, del filósofo italiano Adriano Thililger, de Vaihilinger, Einstein y Spengler. Había pasado cuatro años como funcionario de la Unión Panamericana, empapándose de la manera desarrollista como los Estados Unidos pensaban mantenernos colonizados comercialmente por todo el siglo venidero. Es decir, un perfecto peoncito de los mecanismos imperiales de Washington. Qué otro papel podía jugar Betancourt al lado de Adriani que no fuese el del ir echando las bases de una organización que nos atase de por vida a los intereses norteamericanos.
Betancourt no daba puntada sin dedal.
La admiración de Adriani por los Estados Unidos se la iba a trasmitir a Betancourt. Adriani le aseguraba que no había nada más paternal en el mundo que el gobierno gringo que estaba siempre presto en cualquier parte del mundo para proteger a sus ciudadanos de cualquier injusticia y agravios. Que Estados Unidos prepara a sus hijos admirablemente para que despilfarraran sus fortunas morales y materiales, y que esa gente del Norte nada tenía que ver con los latinoamericanos que por lo general se les veía afligidos por el complejo de inferioridad, temerosos, apesadumbrados, mirando su propia sombra[2]. Para Adriani, eso de andar escribiendo poemas incendiarios y haciendo inflamadas invocaciones a los manes de los próceres y abuelos batalladores, era puramente gastar pólvora en salvas.
Las tesis de Adriani sobre la inmigración las fundamentaba en académicos ultra-racistas como los sociólogos gringos Roos y Stoddard, y el sueco Helmer Key[3]. Este último afirmaba que sólo una numerosa inmigración blanca podía resolver las crisis endémicas en que se debaten los países del trópico y encaminarlas hacia un futuro prometedor. La horrible incultura de Adriani y Betancourt, del propio Gallegos, o sus malvados intereses no les permitía ver que precisamente por haber llegado los europeos tanto a América como a África, era por lo que estos continentes ardían en horribles conflictos y espantosas desgracias sociales y económicas. La solución entonces estaba en exterminar a todo lo que no fuera blanco. Lo habían logrado ya con los indígenas, pero conservaron a los negros porque eran la mano de obra necesaria para mantener sus negocios y riquezas; ahora que estos esclavos ya no les favorecían para sus intereses, era necesario traer más blancos para que terminaran por arrasarlos.
Apreciaba Adriani el asunto de la raza tal cual como se valora el negocio de la mezcla en el ganado, buscando buenos sementales o como bestias para el engorde: sujetos corpulentos, “blancos y bellos, esbeltos”. Es decir, lo entendía exactamente como los profesores y académicos gringos, como un concepto fundamentalmente ideológico. Para nada era de extrañar que el ideal de vida para Adriani fuese el que él había visto en Estados Unidos donde las condiciones de la naturaleza americana eran exuberantes y pródigas y en donde “la epopeya grandiosa de la conquista se había realizado por un milagro de energía vital[4]”. En su manera de pensar, de acuerdo con este razonamiento, coincide perfectamente con otro extraordinario racista criollo, Mario Briceño Iragorry.
Mario Briceño Iragorry, como Adriani, llamaban “románticos” a los que criticaban a los españoles por su “cruel comportamiento, cuando tal cosa no hubo durante la conquista.[5]” Justificaba don Mario, la presencia de los conquistadores en América porque para él, estaban dentro un plan cósmico. Los indios, por ejemplo, para Briceño Iragorry no merecían ningún respeto, porque “la sangre aborigen quedó diluida en una solución de fórmula atómica en la que prevalece la radical española[6]”. Dándose ínfulas de civilizado miraba con desprecio a nuestros aborígenes, y agregaba, por ejemplo, que era ridículo que a Guaicaipuro se le llamara héroe, porque “el héroe requiere una concreción de cultura social para afianzarse[7]” (¡cursi, coño!); y sigue añadiendo con alarde jurídico y retórico: “la defensa de un bohío podrá constituir un alarde de temeridad y de resistencia orgánica, pero nunca elevará al defensor a la dignidad heroica. Porque héroe, para serlo, en la acepción integral, debe obedecer en sus actos a un mandato situado más allá de las fuerzas instintivas: su marco es el desinterés y no la ferocidad[8]”.
[1] Alberto Adriani , Textos
escogidos, Biblioteca Ayacucho, Caracas (Venezuela), 1998, pág. 229.