Por lo general la evidencia es tan aplastante que aún aquellas personas defensoras del sistema capitalista eluden el debate o terminan reivindicando la única premisa aparentemente moral que brinda el capitalismo: el derecho a la propiedad privada (siempre soslayando el hecho de que el socialismo trata de la propiedad privada de los medios de producción y no de la propiedad privada de bienes de uso). Los ataques contra la propuesta de un mundo socialista de justicia e igualdad se apoyan siempre en los diferentes fracasos que la humanidad acumula en la búsqueda de ese socialismo perdido. Brillan con especial dureza la invocación a los fracasos del “socialismo real” en los países de la esfera de influencia soviética, de la URSS misma, de China y algún otro ejemplo.
Estos fracasos indudables nos invitan a no olvidar con absoluto rigor que una economía planificada, con propiedad social indirecta de los medios de producción en modo alguno significa socialismo per se, más aún, puede devenir en nueva forma de tiranía protagonizada por una burocracia –estadal o partidista- arrogante y soberbia, poco a poco convertida en una nueva clase social opresora en virtud del uso y abuso de sus privilegios. La construcción del socialismo exige solucionar tempranamente algunos problemas sociopolíticos extremadamente difíciles. Acaso los problemas más protuberantes provengan más del rol transicional que le corresponderá jugar al partido y al estado en el proceso hacia una sociedad plenamente comunista que a la oposición del mismo sistema capitalista. Al respecto Albert Einstein recuerda lo siguiente: “¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo asegurar un contrapeso al poder de la burocracia?”
El gran desafío consiste en lograr que en esa etapa de transición, en la cual el Estado debe cumplir la tarea de colocar todo su poder al servicio del pueblo, éste no termine convertido en nuevo poder al servicio de sí mismo. He aquí un delicadísimo problema que debe resolverse con creatividad, solvencia teórica y decisión firme. El Estado socialista debe ser un Estado fuerte, en tanto y en cuanto debe tener suficiente poder como para que, colocado al servicio de la clase trabajadora alcance el objetivo de aplastar a la clase opresora burguesa pero con una irrevocable vocación suicida, pues debe desaparecer como instrumento de opresión una vez solventada la división de clases.
El gran objetivo es una sociedad plenamente libre, solidaria, igualitaria,
justa y en pleno ejercicio de la soberanía popular. El fin, desde el punto de
vista de la infraestructura económica, es una sociedad en la cual cada una de
las fases del proceso económico -capital, producción, distribución y consumo- sea
de plena propiedad social directa. La transición obliga a que en principio, y
por quizás un largo tiempo, esta propiedad y esta capacidad de decisión deban
ser indirectas, correspondiéndole al Estado una suerte de representatividad
transitoria sin vocación de permanencia.
Ahora bien, el Estado no es un cuerpo etéreo ni una entelequia. El Estado está
encarnado en personas y, por tanto, es susceptible de portar los vicios y las
virtudes de estas. Administrar y decidir es poder, y el poder es una tentación,
a veces irresistible, a la acumulación de riquezas. Una Revolución Socialista,
fatalmente desafiada por el tiempo que se agota a cada instante, no puede
depender de las fortalezas o debilidades de unos individuos. El pueblo, como
sujeto de este proceso revolucionario, no puede enajenar ni transferir una
soberanía que le garantice el éxito de sus proyectos. No obstante, este mismo
pueblo debe no sólo admitir sino que respaldar el papel que al Estado le
corresponde en la transición. El problema es entonces lograr que la transición
no termine enajenándole la soberanía y el protagonismo al pueblo.
Ernst Bloch, pensador marxista de mediados del Siglo XX, autor de la “Utopía
Esperanza”, se plantea probables soluciones para abordar este problema de
la transición. En su ensayo, Bloch ofrece fórmulas para que en la transición,
el poder soberano del pueblo “transija” pero no entregue, comparta pero no enajene,
y sobre todo, no pierda nunca su poder de control sobre el Estado y su
funcionariado. Lo llama él “Dones necesarios para un pueblo en marcha”.
En principio, parece un grave error que el Partido de la Revolución –salvo el
caso del Comandante Presidente- sea al mismo tiempo gobierno y partido. Cuando
un cuadro revolucionario ejerce un cargo de importancia dentro del aparato
burocrático pierde su capacidad crítica y su fundamental papel de bisagra
articuladora entre la misión servidora del Estado y el pueblo al que sirve
¿Cómo evitar que el cuadro-burócrata no sea benévolo –por decir lo menos- en la
valoración de su propia gestión y la de sus subalternos?, ¿cómo impedir que ese
indudable poder que mana del ejercicio del gobierno no sea mal utilizado en
beneficio de sí mismo y de sus incondicionales?, ¿cómo evitar que un gobernador
o alcalde no utilice su poder para colocar sus incondicionales en la dirección
del partido?, ¿dependerá todo de la calidad ética del cuadro-burócrata?, ¿es
suficiente esa garantía para hacer descansar en ella el éxito de la Revolución? ¡La
experiencia nos dice rotundamente que no! El Partido ha de ser el corazón de la Revolución en cuanto a
concentrar en su seno los cuadros más exigentes, preparados y doctrinariamente
claros para cumplir con su rol intransferible de bisagra entre el poder
constituido y el poder constituyente. El Partido debe encarnar la instancia
moral más elevada y de juicio contundente a fin de zanjar –en su condición
mediadora- los problemas que vayan derivando de una transición que devuelva
todo el poder al pueblo, dueño legítimo del poder.
El Partido tiene que configurarse con las personas más generosas, entregadas,
valientes, heroicas e ideológicamente mejor formadas del pueblo. Le corresponde
el invalorable privilegio de ser los constructores de un mundo nuevo, y esa
debe ser su recompensa. Deben estar libres de tentaciones de poder de ningún
tipo. Deben ser personas con vocación irreductible de servicio a la causa, a la
patria y al pueblo, sin más recompensa que la que mana de una conciencia
satisfecha plenamente con haber sido en esta vida, personas útiles y buenas. El
pueblo, en su conjunto, debe ser el protagonista de su propia redención. Los
dones necesarios del Profetismo, el Canto, el Reparador y el de la Autoridad Regia,
deben ser, como la Soberanía
misma, intransferibles, absolutos e imprescriptibles. Inventamos o erramos
¡INVENTEMOS!