Me temo que, parafraseando a Carville, aquél asesor de Clinton que colocó en un cartel aquella expresión que devino en slogan: “la economía, estúpido” como una de las tres referencias obligadas en la campaña contra Bush padre, tendremos que colocar un cartelito en todas nuestras instancias gubernamentales para recordar a todos y todas que el fantasma a combatir es la corrupción. Sí, en cada centro, en cada oficina, en cada alcaldía, en cada Ministerio, en cada embajada, en cada consulado, en fin, en cada rincón donde esté aunque sea un funcionario, deberíamos colocar ese cartelito (sin lo de estúpido, por favor).
Porque sí, camaradas. Porque la corrupción es ese cáncer terrible e invasivo que debemos combatir. Es esa enfermedad del alma, que se enquista en las mentes y en las costumbres y lleva a robar, a estafar, a cobrar comisiones, a quedarse con el paraguas que alguien dejó olvidado en el autobús o en el metro, a cobrar el doble por arreglar la lavadora, o la nevera o el carro; a pedir dinero por cualquier gestión, por cualquier trabajo que se desempeña, por cualquier contrato que se asigna y por el que ya está pagando el Estado Venezolano. Esas conductas están poniendo en grave peligro a nuestra tan querida y necesaria revolución.
Es esa enfermedad infecto-contagiosa que lleva a cerrar la ventanilla en las narices del usuario, a pulirse las uñas o sacar crucigramas desentendidos de quienes esperan por una diligencia o a responder de mala manera a quien requiere y tiene derecho a una explicación, una orientación, una solución a su problema.
Es esa desagradable actitud del jefe prepotente y mandón, que niega la audiencia o desprecia olímpicamente, al no dar respuesta oportuna o sencillamente no darla, a planteamientos o a demandas.
Es esa respuesta de la secretaria a quienes requieren la entrevista telefónica con el superior “Está en una reunión”, cuando todos saben que lo que ocurre es que son las once y aún no ha llegado a la oficina o que son las dos y ya se fue al almuerzo con los amigos, regado con los consiguientes tragos.
Es esa injustificable e insolidaria actitud del obrero que en el Supermercado Bicentenario o en el Mercal hace uso de privilegio de poder adquirir mercancías a buenos precios para hacer negocios con ellas, privando a sus compatriotas del derecho que también tienen de acceder a esos beneficios.
La del que coloca materiales de construcción de mala o inferior calidad para ahorrarse unos reales, sin importarle que la escuela o el puente, o la acera, o el CDI, o el asfalto de la calzada se deteriore antes de tiempo y él mismo, su familia y sus compatriotas puedan utilizarlo como debe ser.
Es la actitud imperdonable del funcionario a quien le corresponde la vigilancia o a quien le llega la denuncia y no se preocupa, no la investiga, no la procesa, porque “tiene mucho trabajo” o porque “ése es un pana” , porque “es un camarada” o por el famoso “cuánto hay pa’eso” que tan caro nos ha resultado desde siempre.
Creo que ha llegado el momento de agarrar al toro por los cuernos. No hay razón alguna para posponer este debate. Y para actuar. Aun admitiendo que se han dado importantes pasos en este sentido y que en las cárceles hay algunos cuantos depredadores, no es menos cierto que continúa habiendo mucha impunidad y lo que a mi juicio es peor, no se está atacando el problema desde el punto de vista ideológico y principista.
Los venezolanos venimos asimilando desde la cuarta república una filosofía rentista, en la que los valores trabajo, esfuerzo, honestidad y responsabilidad fueron sustituidos por los antivalores “vida fácil”, “irrespeto” “negligencia” “deslealtad”. Si a ello le sumamos la relajación de las costumbres, la falta de controles y la impunidad, tenemos el escenario perfecto para que la corrupción se hiciera dueña del patio.
De allí que hay que implementar un plan de emergencia. Que los jefes y jefas comiencen por dar ejemplo. Que se aprendan el Código de Ética para el Funcionariado contenido en la Gaceta Oficial 36.268 del 13-08-97 y que cumplan con sus horarios y den solución a los problemas que se le planteen. Establecer controles internos y externos. Simplificar el papeleo para evitar las coimas o comisiones. Estar atentos a la actitud de sus subalternos y velar porque los que atiendan al público lo hagan de manera apropiada.
Que las autoridades cumplan con su obligación vigilante y hagan cumplir las leyes. Que contralores, jueces y fiscales instruyan diligentemente los expedientes. Que progenitores, maestros, maestras, profesores y profesoras contribuyan a formar una nueva generación ajena a tan repudiables costumbres, dando ejemplo y educando en valores como la solidaridad, el altruismo, la responsabilidad, la honestidad, el esfuerzo, el trabajo y sus recompensas.
Que la sociedad, la comunidad, el entorno del corrupto le haga sentir que no es ningún héroe por lo que hizo, sino un delincuente, que merece su reprobación.
Y que los legisladores dicten leyes más eficaces y más duras, que los enriquecimientos se castiguen no sólo con prisión sino que obliguen a los depredadores a devolver el doble de lo mal habido. Ya verán cómo empezaremos a ver cambios.
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