Del país profundo: Luis Mariano Rivera, vida y más vida

Sería en octubre de 1971 cuando llegué en un primer recorrido al rancho del viejo “Mariano” en Canchunchú. Recién había cumplido los 65 años este guerrillero del amor que nació un 19 de agosto de 1906 en las tierras de Antonio Font, a quien se describió como su padre. Un Font de un supuesto origen francés o “rusiano” como él prefería llamarlo. La madre, simplemente María, María Rivera, de quien nos dijo “...yo no tengo un recuerdo de ella muy preciso, porque murió siendo yo muy muchachito, pero me imagino que sería una mujer morena y muy hermosa”.

Desde aquel momento invocado de tantas cercanías, fueron innumerables mis viajes a Canchunchú, y más allá, hacia el camino de Paria, entregado siempre a las intensas tertulias hasta el final del día. Un mes tras otro visitábamos a ese príncipe altivo y señor de los montes naturales presentado como Luis Mariano Rivera Font.

Algún tiempo después de muchas entrevistas nos propusimos llevar a Luis Mariano a la isla de Cuba junto a María Rodríguez, acompañados además por el guitarrista Félix Castillo, Atanasio Rodríguez, “El Chiguao” con su bandolín y Luis Rodríguez “El Güillo”, aquel cumanés del privilegiado muñequeo sobre las cuerdas transformadas de un cuatro en melodía de jota. Y así fue. El encuentro en La Habana con otros artistas de América Latina y El Caribe quedó reseñado en la revista de música de Casa de Las Américas y el exitoso retorno a Venezuela permitió un trato igualitario y en días siguientes y memorables tuvimos en esta patria de Bolívar al que se hizo amigo franco, Carlos Puebla, con su guitarra y sus canciones.

Por más de 30 años mantuvimos un especial trato con Luis Mariano. De él, entrega tras entrega, íbamos conociendo sucesos completos de su larga vida y organizábamos decenas de actuaciones en distintos lugares del país, numerosos homenajes por sus versos y por su música cargados de afectos. Intuíamos los sacrificios del hombre que no asomaba rencores, recibíamos a cambio grandes lecciones de humildad, reflejos de la sencillez que venían de su temperamento y de su conciencia del alma, fortalezas que muy pocas personajes podían transmitir desde el fondo de un poema, como lo hacía este hijo de la María analfabeta, nacida también por los lados de Carúpano.

Se hacía llamar “cantista” para tomarle la sonrisa a un anciano del campo que le reveló el nombre propio y poder definir en forma diferente la naturaleza del cantador del pueblo. Así, con todos los temas que llegó a crear desde la luz encendida de la conciencia, quedó entre miles de palabras en el corazón de la patria, sin distinguir entre la prosa y el verso, quedó indisoluble como un símbolo de ternura y de amor al prójimo y a la naturaleza.

Uno de aquellos días le pregunté: ¿quién fue tu primer maestro? . Y se extendió más allá:

“El primer maestro mío fue un campesino llamado Maximiliano Fernández. En esa época no había escuela pública, al menos en los campos, y fue él quien me enseñó a trazar las primeras letras. Antes se escribía con pluma, con plumero, con plumilla. De aquí me llevaron a Carúpano y entré al primer grado, pasé al segundo y al tercero. Yo iba en burro a la escuela y por distintas circunstancias me trajeron otra vez a Canchunchú y perdí aquella escuela de Carúpano, ya no la tuve más y crecí al lado de los campesinos, haciendo faenas con ellos, limpiando maíz, haciendo conucos, sembrando batata y gracias a Dios todo lo logré hacer bien, con el garabato, con el machete, con el azadón entre las manos, todo eso me atraía, pero verdaderamente mi vida se transformó a los 37 años, un día que vino un muchacho y me corrigió una palabra que yo había escrito mal, mi letra era bonita, pero cometía miles de errores y cuando aquel muchacho me corrigió encontré el motivo para preocuparme y buscar una manera de superar tal situación. Hice de todo, leía mucho.”

¿Qué hizo entonces Luis Mariano Rivera?. Como si el destino le hubiera desafiado para poner a prueba su incomparable amor y su fuerza de entrega al paisaje nativo, palabra a palabra pudo cincelar con nuevos elementos los primeros trazos de una gran obra, pero fue esclavo de la ciudad del asfalto y del hormigón y por un tiempo se volvió adicto al transbordo en sus avenidas, a la energía exteriorizada de otra manera de vestir, al juego diario en sus palacetes, al mundo ajeno a su mundo donde había fallas y más fallas, era un prisionero de nuevos pensamientos y nuevos sentimientos con los que lucharía a diario entre impropias contradicciones. Ya no podía abstenerse. A tiempo pudo escribir también una fe de errata y superadas las dificultades que le destrozaban los nervios, también pudo volver adonde siempre tenía que volver, como llegó a decírmelo con su corazón interrumpido y sus ojos vagamente lastimados en la retina la última vez que nos encontramos allá en Canchunchú:

“... Decidí aprender con un método de mecanografía en una vieja máquina de escribir, logré dominar el teclado y apareció en mí un afán de escribir en todo papel que llegara a mis manos y de tanto escribir con el acento, la coma y todos los signos de ortografía correctamente dispuestos, entonces cambié y tuve una temporada en Caracas, cuando gobernaba el país el general Isaías Medina Angarita, fue cuando descubrieron que yo era un mecanógrafo extraordinario, lo descubrió un familiar de Antonio Font, Juan Farías Font que me protegió y me puso a trabajar en el Congreso de la República y me buscaban para todo porque yo era un mecanógrafo por excelencia porque hacía unos trabajos bellísimos, de gran estética, era todo un arte. Es la primera vez que hablo de esto Benito y lo hago contigo porque eres vergatario como hombre y como amigo y porque tú sabes bien que eso fue una fantasía, que la realidad para mi vida no estaba allí en Caracas, entonces me entró algo y dije ¡me voy, me voy para mi tierra!, y me regresé de nuevo para mi Canchunchú. Recuerdo que me vine hasta con una corbata y un paltó, entonces por allá me quité esa vaina, me puse mis alpargatas y ese mismo día me eché palos con mi gente aquí y les repartí la tierra que heredé después que se murió Font. Eso fue una batalla dura que luego te contaré. La primera reforma agraria fue aquí y me siento orgulloso de haberle entregado todas esas tierras a la gente campesina que me decían ¡mi viejo Mayano! , que era la forma como me nombraban, todo lo vi a través de coplas y de versos que están en estas estrofas:

Después de años de ausencia

de haber dado mi partida

yo no he venido a dar muerte

vengo a dar vida y más vida...”

Cuando Luis Mariano Rivera falleció a los 92 años bajo el exceso de los recuerdos, el 5 de marzo de 2002, todavía Canchunchú impregnaba con sus misterios de cantos alegres el enorme rancho lleno de frescor. No tenía ventanas como siempre lo quiso “Mariano” y el cielo de aquel día le abrió todos los caminos “donde el sol naciente cubre lo sencillo, donde el viento mece el nido en la rama, donde en noche oscura brillan las estrellas”. ¿Será verdad que puedo ser poeta?, volvió a preguntarse. Después de muchos años le dicen poeta a “Mariano”, “porque yo canto y hago las canciones, soy su autor, es una creación, es una manera de expresarme y ya no tengo miedo de contestar si me preguntan qué es poesía”, siguió repitiéndome desde su conciencia con la voz amigable de siempre.

Luis Mariano Rivera
Credito: Ángela Collins


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Benito Irady

Escritor y estudioso de las tradiciones populares. Actualmente representa a Venezuela ante la Convención de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y preside la Fundación Centro de la Diversidad Cultural con sede en Caracas.

 irady.j@gmail.com

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