En la Bogotá existente en plena gesta post independencia, otorgádole principalmente por oficiales y tropas venezolanas, no solo se odiaba a los bravos guerreros venezolanos residenciados allí, por su valentía en el frente de batalla, sino también eran envidiados por su dignidad y lealtad a la patria grande. Aquella envidia repugnante y aquel odio enfermizo contra los venezolanos se manifestó con toda su crudeza en la pantomima de juicio seguido al negro patriota venezolano Infante, ello como para dejar constancia imborrable de que jamás querrían a los venezolanos, y aquel deshonor quedó sembrado en el alma de la clase dominante, que todavía ahora, 2018, se le sale por encima de la ropa le causa estupor a la oligarquía neogranadina. Ahora, sigamos con la narración del asesinato por orden del colombiano General Santander del valiente venezolano Coronel Leonardo Infante.
El juicio por demás escandaloso, aborrecible y político, con ánimo de estigmatizar amedrentando a los venezolanos residentes en Colombia, fue decidido mediante pruebas acomodaticias, ausencias y lagunas, sosteniendo por tanto lo dudoso, que en nada beneficiaran al encausado de acuerdo al principio "in dubio pro reo", sin que se pudiera probar la culpabilidad de este llanero de temple, al extremo que debió seguir el mismo a una superior instancia como un segundo proceso, en que participaron designados dos jueces colombianos y el venezolano doctor Miguel Peña, éste miembro del Tribunal ad hoc y a la vez ministro de la Alta Corte de Justicia, quien ante tamaña atrocidad planteada en tal sentencia esgrimiendo serios fundamentos jurídicos y causales de inocencia defensores del reo se negó a firmarla (con tres votos a favor de la vida y tres a la muerte de Infante) mientras solicitaba que el veredicto de fusilamiento no fuese ejecutado por apoyarse en elementos críticos y mañosos, cayeron sobre este valenciano ilustre todas las iras posibles que por dicha causa debió partir de Bogotá a su ciudad natal, en Venezuela, donde de inmediato se pone de acuerdo con el General José Antonio Páez, para con el caudillo llanero dar comienzo en respuesta cónsona a los desquicios desencadenados e iniciar la revuelta soterrada que culminaría en la separación de Venezuela de Colombia, ahora partida en tres, hecho ocurrido meses antes de la muerte del Libertador; suscitando así un torbellino de problemas. En los ocho meses de estar preso a que fue sometido Leonardo Infante, período largo en cuya mente debieron parecer milenios por la presión sicológica y carcelaria donde se hallaba confinado y a sabiendas de su entera inocencia, un hombre ahora enfrentado a humillaciones pero feroz ante el enemigo, que había combatido en innúmeras batallas sin tener miedo a la muerte, adversario de lo malo según su parecer, aunque de pocos amigos, quien ahora se hallaba no solo lisiado de por vida y entre rejas precarias sino rodeándole un círculo de enemigos; envidiosos de su gloria.
Esos ocho alargados meses del delirio inocente dieron pie para distanciar aún más los ideales compartidos hasta poco antes por la postura recalcitrante de aquel personaje siniestro, sibilino, que tenía fama de leguleyo pero no de prestigioso militar, lo que le achacara Infante, y solapadamente adversario de Bolívar, quien habría de conspirar como el que más, en la imborrable y oscura asonada de la noche de septiembre de 1828. Ahora, con el martirio por cumplir de sus enemigos, Infante paso a paso va caminando al lado de la retaguardia que le custodia camino del patíbulo. Atraviesa las frías calles de Bogotá y así llega a la Plaza Mayor, frente a la Catedral para que se cumpla la injusticia de la sentencia en ese 26 de marzo de 1825, cuando se perpetrara el nefasto crimen contra la realidad. Muy cerca, en el Palacio de gobierno, el Vicepresidente Santander andaba recordando el suplicio que ordenara contra el recio militar José María Barreiro y los inmolados junto a él, de lo cual Bolívar se indignara, para presentarse en este escenario de circo bañado de una sangre inocente, mientras el fortalecido Infante entre monjas y curadores de almas, plañideras y mujeres de ventorrillos con miradas precisas auscultan el espacio del cadáver viviente con el recuerdo que en dicho sitio trágico elevara un patíbulo el pacificador Pablo Morillo para derramar sangre de conspicuos patriotas, entre los cuales se contaba el trujillano Andrés Linares, quien sería fusilado por la espalda, y luego en noviembre de 1842 allí se hizo igual espectáculo contra el también trujillano Apolinar Morillo.