El hambre se siente en el retortijar de las tripas; en el vahído que con uno anda, no en un momento de rabia o por castigo paternal, sino porque ella anda con uno todos los días; de la semana, meses y hasta años. Se la percibe, uno misma se la ve, en el color amarillento de las mejillas y pupilas, en la taciturnidad del rostro y pesadez de huesos cubiertos por una carne exigua, fofa y piel colgante. En un caminar zigzagueante por el nublar de la vista y pérdida del equilibrio, en el ir y venir del estado consiente. Hasta en sueños aparece aguijoneando y al despertar, el hambriento, se le haya esperando para seguir atormentándole.
Las cifras hablan de hambre. Dicen, cientos, miles o millones de niños, padecen de hambre en el mundo. Haití, es el país que más infantes hambrientos reúne de los que hay en el planeta.
Hablar así es fácil y hasta como un adorno de sensibilidad.
Si el orador (a), miembro (a) de los caballeros o damas caritativas, muestra un signo de dolor y pena en su discurso, habrá quien le aplauda.
Al recoger sus manos, mirándose las palmas, se pregunta ¿cuál será la cara del hambre? ¿Será la misma que vi cuando no me dejaban, por castigo, comer mi manjar preferido o me negaba ante la abundante comida de la mesa de mi casa porque nada me agradaba o como ahora, por la dieta?
Pero no, no es así. El hambre verdadera es fea; incita a comer lo que sea, sin freno, salvo el no tener comida; no es una cosa para jugar con ella; pero más que eso, da mucha tristeza. Porque se la piensa y medita mucho, aparte sentirla en las tripas, como hormigas, zarpazos en paredes del estómago, dolor, rabia y sentimiento de soledad profundos.
La diputada, haciendo bulla, tomó las cifras, esas a las que antes nos hemos referido y “descubrió”, lo que le dejó con la boca abierta, que en el país que sus padres, familiares y amigos de éstos, ancestros de los anteriores, hasta llegar a la fundación del valle de Caracas, la ciudad de los mantuanos y las “Aguilas Chulas”, que llegaron después y chulearon a aquellos, gobernaron por siglos, directamente o a través de mayordomos, ha habido y todavía hay hambre que ellos cultivaron, pese al esfuerzo tenaz y la dedicación de ahora para que no la haya. En una lección “olvidada”, quedó que todos ellos, hasta llegar a ella, pasando por los que llegaron después de las “Aguilas Chulas” y con el capital extranjero, también chuleando, amasaron fortunas por el hambre de muchos. Fortuna acumulada y más hambre, son las inseparables caras de la moneda que juegan. La primera engendra la segunda.
No se puede acabar en poco tiempo con las plagas que aquellos dispersaron abundantemente en cientos de años y aplicando sus reglas. Pero eso sí, hay voluntad y procederes para acabarla y con los factores que la dispensan. Habrá que cambiar la sociedad, no hay otra salida, y hacia eso se irá, hoy o mañana.
Ella, la diputada, que no sabe de hambre, Dios le proteja y también a los suyos de tamaña crueldad, quizás sepa de la sensación de no haber comido a tiempo, pero no de aquella maldita cosa que hace sufrir, soñar, andar como soñoliento, caminar inseguro, bamboleante y dispuesto a cualquier vaina, hasta perder el honor y jugarse la vida en un lance, habló de hambre con unas cifras inventadas, pero no tocó las causas, penurias y asociadas a ella, ni quiere que se hable de historia. En esta, diputada, si la revisa, sin excesiva rigidez, encontrará explicaciones al desagradable fenómeno e implicaciones que usted tiene con el mismo.
Manuel García Cuesta, un afamado torero español de finales del siglo diecinueve, conocido como “el Espartero”, arrojado y habituado a acercarse en demasía a cuernos de toros fieros, interrogado por alguien, acerca de por qué exponía tanto y si no temía a las cornadas:
“Más cornàs da el hambre”, respondió el matador.
Supo bien que era aquella cosa, de las que diputados como de la que hemos venido hablando, comentan mientras leen unos números fríos que no pueden contar nada de sus terribles “cornàs” y de todo el desaliento que al niño hambriento embarga.
El hambre, sobre todo la de un niño, es una cosa fiera. Sus cuernos son afilados y punzantes. El infante puede convertirse en un torero que se juega la vida por evitar el hambre y en toro bravo dispuesto también a dar “cornàs”.
Nadie piensa tanto en comida como un niño hambriento. En eso se la pasa todo el día, mientras los que a la hora convenida comen, pueden soñar otras cosas, jugar con libertad y hasta aprender todo lo que le sea necesario y permitido.
El hambriento no. Vive obsesionado, tanto que pelota, muñecas, cualquier juguete, le sugiere un apetitoso manjar y mientras sueña, piensa, encerrado en su mutismo- otro rasgo de aquel a quien le falta el pan y lo demás - más le atormenta el hambre. Y no puede dejar de pensar en ello. En veces ni siquiera en causa y solución de aquello.
¿Por qué hay tanta hambre en el mundo?
Pues porque hay los pocos como la diputada y su familia. Si, son pocos, si les comparamos - volvamos a las cifras- con la multitud de hambrientos. Pero esos pocos, para quienes el hambre es un juguete o puede ser un ejercicio masoquista, tienen la propiedad sobre casi todos los bienes de la tierra.
Los de ella, que dan empleo, muy poquito por cierto - es una de las claves para amasar dinero - especulan y de eso se ufanan. La frase, “especulamos pero damos empleo”, buena definición del estado de cosas que la diputada defiende, es fundamento del hambre, un reciclar del dinero hacia sus bocas anchas. Porque, cosa curiosa, hay quienes pierden el honor para matar a otros de hambre.
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