El pasado 10 de diciembre se cumplieron veinte años del establecimiento del mandato del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, encargado de instrumentalizar el hambre, la guerra, el terror y las migraciones forzadas en el mundo, así como de asegurar el éxito de las limpiezas étnicas que la alianza sionista-norteamericana realiza en Palestina, en Oriente Próximo y en otros lugares del mundo como en Colombia, Honduras, Haití, El Salvador, Guatemala, por citar sólo algunos países en América latina y el Caribe.
Se cumplieron igual, 63 años desde que la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamara el 10 de diciembre como Día de los Derechos Humanos en 1950, para “llamar la atención de los pueblos del mundo a la Declaración Universal de Derechos Humanos como ideal común de todos los pueblos y todas las naciones”.
En la página web de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos se dice que “la creación de este “cargo”, en 1993, ha permitido que una voz autorizada e independiente hable en favor de los derechos humanos en todo el mundo… que “esta oficina reacciona ante las crisis, apoya a los defensores de los derechos humanos y acerca los derechos humanos a las personas”.
Dice además que aún “quedan muchos desafíos por delante en la lucha por promover y mejorar la dignidad, la libertad y los derechos de todos los seres humanos, pero que en los dos últimos decenios se han obtenido progresos importantes”.
No me ocuparé de dar cuenta de las evidencias que contradicen esta verborrea reificadora de “cargo”, “oficina” y “derechos humanos”. Sólo quisiera traer a la memoria los genocidios llevados a cabo por los EEUU, con o sin la venia del Consejo de Seguridad de la ONU, pero siempre con el silencio cómplice del tal Comisionado. Así fue en Ruanda, Camboya, Viet Nam, Yugoeslavia, México, Haití, Guatemala, Chile, Argentina, Perú, Sierra Leona, Pakistán, Afganistán, Palestina, Irak, Libia, Siria, dentro de una interminable lista que no acabará mientras no sea reemplazada la institucionalidad creada para asegurar la hegemonía sionista norteamericana. Traer a la memoria, también, las hambrunas que padecen África, Asia, Europa, los países del Pacífico Sur, del Oriente Próximo, de América latina y El Caribe, donde imperan los grandes y lucrativos negocios de los “socios inversionistas” de los Grupos financieros del BM, del BID, de USAID y de sus agencias y ONG subsidiarias encargadas de la sedición, del terror y de la imposición de gobiernos dictatoriales en lo que llaman “estados fallidos”. (Comillas cursivas mías).
¿Qué son los derechos humanos?
Se dice que “los derechos humanos son normas básicas necesarias para vivir como un ser humano, sin las cuales las personas no pueden sobrevivir ni desarrollarse con dignidad. Son inherentes al ser humano, inalienables y universales” (UNICEF: “El marco de los derechos humanos”).
Basta reparar en mis cursivas para advertir que se trata de una patraña. Las “normas” no son ningún satisfactor para poder sobrevivir, menos para vivir y para que alguien pueda desarrollarse con dignidad.
Las “normas” de los derechos humanos surgen al final de la segunda guerra mundial, en 1948, con la Declaración Universal de Derechos Humanos promulgada por las Organización de las Naciones Unidas (ONU), el organismo supranacional creado por EEUU que resultó todopoderoso por la venta de armas y otros recursos a los dos bandos en aquella contienda.
Adviértase que se trata de una “declaración”. Pero de una declaración sobre “algo” inexistente: derechos humanos. Que no tiene realidad alguna. No está en ninguna parte, no es espacial ni temporal. Es universal, como Dios, o cualquier otra entelequia. Lo que lo pone en el plano de la fé, del dogma que se impone.
Los derechos humanos suponen la aceptación moral de todos los países del mundo al principio fundamental de que “todos los seres humanos, ricos y pobres, fuertes y débiles, hombres y mujeres, de todas las razas y religiones, deben ser tratados con igualdad y respetar su valor natural como seres humanos”.
Dicho de otra forma, los derechos humanos, declaran que los seres humanos deben ser respetados al margen de su historia y de su realidad concreta que implica su diversidad.
El ser humano, desde los derechos humanos, es doblemente universal. Es apenas un ser biológicamente distinto de un animal o de cualquier otro ser vivo. No está enraizado en un territorio, ni se debe a una historia y a una cultura. Es, además, un ser moral-universal en el Dios judeo-cristiano.
De este modo, los derechos humanos nos individualizan como seres biológicos y como individuos religiosos. El propósito enajenante y desculturizador es, consecuentemente, ineludible. Invalidan nuestra naturaleza social y reducen nuestros orígenes religiosos a la parafernalia judeo-cristiana preñada de mercantilismo, de usura, de estafa, de mentira, de traición.
Cualquier intento de universalizar al hombre a partir de su naturaleza biológica y de la imposición de una moral religiosa es a-histórico y connota un afán opresor e imperialista.
Desde su propia definición, la noción de “derechos humanos” ignora al ser social y religioso diverso, heterogéneo. Todos los demás instrumentos referidos a la misma temática surgen de esta acepción biologicista y judeo cristiana del hombre. Su implicancia “moral-religiosa” añade, por su parte, el ingrediente dogmático de su aceptación. Los derechos humanos no se discuten.
Todos los instrumentos universales sobre derechos humanos adhieren a este principio. Sirven como retórica pero se imponen como obligatorios para el mantenimiento del orden mundial bajo un liderazgo único.
Dentro de esta perspectiva funcionan la Declaración Universal de Derechos Humanos y los seis tratados fundamentales sobre derechos humanos: el Pacto Internacional de derechos civiles y políticos; el Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales; la Convención sobre los derechos del niño; la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes; la Convención internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial; y la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer.
Son instrumentos que se erigen por sobre las particularidades físicas, sociales e históricas de los pueblos del mundo. Violentan el carácter propio de sus culturas y contradicciones, procurando en su lugar una cultura universal que arrasa con toda identidad y pertenencia en nombre de supuestos derechos universales.
Son instrumentos que responsabilizan a los gobiernos del respeto, la protección y la realización de los “derechos” consagrados en cada uno. Pero, por tratarse de simples declaratorias de buenos deseos, el único sentido de su mandato es el de imponer una retórica que niega la naturaleza social e histórica del ser humano.
En todos estos instrumentos, los principios y derechos se autodefinen, se convierten en cotejos tautológicos de inútil aplicación. Ningún Estado, sin embargo, puede negarse a su “cumplimiento”, sin correr el riesgo de ser acusado de atentar contra la entelequia creada para garantizar el orden colonial que controla y manipula la ONU en función de los intereses de las élites financieras, económicas, comerciales y bélico industriales que le dieron origen.
Por eso, el “marco de los derechos humanos” establece mecanismos legales punitivos, y de otro tipo, para responsabilizar a los gobiernos en caso de que “vulneren” los derechos humanos.
En este sentido, se constituyen en un presupuesto que invalida la igualdad de libertades en nombre de una determinada tradición cultural (la occidental judeo-cristiana) que alimenta un determinado significado del hombre y de la moral, al margen de la propia tradición y cultura y de la propia identidad de los diversos pueblos del mundo.
Todo lo opuesto a un marco democrático nutrido en diferentes tradiciones culturales y en contenidos y motivaciones multiculturales. De este modo, lo natural y lo religioso aparece interfiriendo en el ámbito de lo social, haciéndose retórica biologicista y moralista.