Viva el hampa (pero lejos de la clase media, por favor)

La gigantesca hipocresía de los dirigentes antichavistas ha encontrado un aliado muy poderoso en ciertas fallas estructurales que al Gobierno chavista le ha costado superar. La compra de unos fusiles y unos helicópteros rusos no debería ser suficiente gasolina para que la derecha levante vuelo en el ánimo de una sociedad más pendiente (cosa que no es reprochable en lo absoluto) de resolver problemas inmediatos y dejar para después los problemas de fondo. Pero se ha dado el caso de que Chávez apareció en TV blandiendo un fusil recién comprado y el discurso del antichavismo se las arregló para organizar así las “ideas”: el Gobierno compra armas mientras usted es atracado en la calle, no le alcanza el sueldo y los hospitales están sin medicinas. Lindo discurso para unos recoñísimos que, cuando estaban en el poder, jamás se ocuparon de los hospitales, de la seguridad ni del ingreso de las clases populares. Pero así están las cosas: el mejor rapero es blanco, el mejor golfista es negro, a los curas los matan por andar enamorando muchachos, un ministro de Caldera se dice socialista y los adecos defienden la libertad de expresión (esa que el Gobierno no le ha escamoteado a la derecha ni a nadie). Fin de mundo.
Con todo, nos conviene explorar en el porqué del florecimiento de esos “análisis”, que incluyen, además, un colofón que nadie ha sabido detectar, o tal vez sí pero parece no importar: dicen los repentinos sabios de las ciencias sociales (Teodoro, el Cura Calderón, el Pérez Vivas, los Poleo y otros) que el Gobierno debería utilizar lo invertido en gastos militares para dotar mejor a las policías o “mejorar” las que existen. ¿Se dio cuenta alguien del piquete fascista, represivo y autoritario que se mal esconde tras esa proposición? Hay que ser muy burro, muy coñoemadre o muy adeco (lo cual viene a ser lo mismo) para estar creyendo, a estas alturas, que el problema de la delincuencia se resuelve con más policía. Ya casi me da pena mi repetidera de una sola idea fija, pero qué más da, aquí la lanzo una vez más: en los años 90 se fundaron más policías que nunca antes en el país, y fue esa precisamente la década en que más se disparó el crimen violento. Más policías y más delincuentes: ese es el resultado de una visión de la sociedad según la cual vigilar y castigar (gracias, Foucault) es el mejor sistema para que los ímpetus humanos no se reviertan contra la gente misma.

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Otro piquete: dicen los sabios de la derecha que el Gobierno debe proteger a los ciudadanos de los delincuentes. ¿Y qué son los delincuentes entonces? ¿No son ciudadanos acaso? Muchos venezolanos víctimas del hampa seguramente sentirán el impulso de decir que no, que quien comete delitos violentos pierde sus derechos y su condición humana y por tanto merece la muerte. Dígalo, Foucault: la justicia no debe convertirse en institucionalización de la venganza. Y díganlo, Tupamaros: tal vez sí merezcan la muerte, pero no es el Estado sino las comunidades organizadas las que deben decidir cuán irrecuperable es un sujeto, cuándo intentar salvarlo, cuándo notificarle que no es posible y cuándo matarlo y en qué condiciones.
En el alma oscura del fascismo sifrinoide que ve en los pobres y en los negros mal vestidos y peor hablados a protodelincuentes, dignos sólo de una vigilancia rígida y meticulosa, tiene ganado su buen espacio la percepción de que sólo la mano dura del Estado es capaz de garantizarles a ellos la tranquilidad que se merecen. Llámase “política de seguridad” a aquel conjunto de medidas que garantizan que los pobres se asesinen entre sí y no vayan a joder a las urbanizaciones de clase media o alta. Los intelectuales de papel llaman apartheid a lo que sucedía en Sudáfrica hasta los años 80 ó 90 y su lengua está presta a repudiar esa práctica, pero no ven problema alguno en que la Policía Metropolitana mantenga a raya en sus barrios a los sujetos que pudieran ir a atracar allá, en sus bonitos feudos. El hampa existe sólo si los rejode a ellos, si los fastidia a ellos, si se dejan ver por Las Mercedes. Milagros Socorro dijo una cosa horrible en su columna de la semana pasada en El Nacional: “la gente” no protestó por la muerte de Carolina De Luca, como sí lo hizo cuando los Faddoul y Sindoni, porque a “la gente” ya no le importa que los militares sufran tragedias familiares, o porque ya se está acostumbrando a los crímenes horribles.
Si no conociera yo a esa maracucha tan hermosa e inteligente como deslenguada diría que ella de verdad se cree esa mierda que escribió. Vergación, Milagros. ¿Qué te pasó, mija?

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En efecto, “la gente”, según las clases medias y altas es sólo aquella que vive en urbanizaciones, tiene gustos exquisitos, es mayoritariamente blanca, se graduó de algo en la universidad, cree cuanto le dicen El Universal y Globovisión y por lo tanto cree que los males del país se deben a que Chávez los engendró o los empeoró. Aquello que despunta allá en las cordilleras, en los barrios más feos, en los pueblos; esa cosa que se mueve por allá al son del joropo trancao o de los tambores; esa masa que no festeja en el San Ignacio, que no sabe pronunciar la palabra “desestructuración”, que se mea en la calle cuando le da la gana y no cuando le dan permiso; esa multitud de mil colores que no planifica ningún luto activo porque por lo general su vida es luto en acción, eso no es gente. Pobre que no es delincuente merece ser víctima del hampa, o tal vez no se lo merece pero si no me entero no me importa; ¿quién lo manda a no llamarse Sindoni, quién lo manda a ser marginal?

Así que derechistas y sifrinos (que viene a ser lo mismo también), sincérense: a ustedes les importa una verga la seguridad y la vida de la mayoría de los habitantes de este país. Si quieren exteriorizar el miedo que les produce la imagen de Chávez blandiendo un fusil pues échenle pelotas, en su derecho están. Pero déjense de esa ridiculez, eso de estar lamentándose porque en vez de gastar en armas aquí debería gastarse en tombos y en policías, porque tanto tombos como policías les hacen a ustedes el favor de liquidarnos a los pobres, a veces a plomo y a veces a punta de negligencia.

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José Roberto Duque


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