Humberto Martínez no tiene nada que ver con aquel otro comunista venezolano, muy famoso, que mentaban Ricardo “Rolito” Martínez. Humberto Martínez nació en Las Mercedes del Llano, donde yo pasé mi infancia, pero él prácticamente pasó la suya sabaneando asnos en Chaguaramas, el pueblo de los Manuit. Ya muchachón y metido a comunista, Humberto se fue a Caracas a estudiar en la Escuela Técnica Industrial, un polvorín. En aquella Escuela Técnica Industrial de Caracas, durante la década de los sesenta, mataron a más de cincuenta estudiantes. La Escuela Técnica Industrial fue el frente de lucha estudiantil más arrecho que ha tenido Venezuela en toda su historia política, y adecos y copeyanos le cayeron a plomo cerrado hasta que a mediados de los sesenta la cerraron definitivamente. Luego se produjo la diáspora de todos los estudiantes de aquella clausurada Escuela Técnica Industrial de Caracas, y Humberto tuvo que irse a Ciudad Bolívar a continuar sus estudios. Era muy común ver estas estampidas, estos desplazamientos de estudiantes en aquella época; por ejemplo, cuando en la década de los sesenta cerraron la UCV, muchos estudiantes tuvieron que terminar sus estudios en Mérida, en Maracaibo, Barquisimeto o Valencia. Pero Humberto, como insurgente reincidente, volvió a la capital a buscar trabajo y lo consiguió como profesor en el Liceo Alcázar (privado) que regentaba un comunista pequeño burgués, que andaba siempre muy bien arregladito con pajarita al cuello quizá imitando la pinta del gran Gustavo Machado. El liceo Alcázar que quedaba cerca del Puente de las Fuerzas Armadas, y al lado de Teatro Hollywood, era el recogedero de todos los comunistas expulsados por peligrosos de los liceos oficiales, y que tenían un expediente rojo en el Ministerio de Educación. A ese liceo recalé yo (porque había sido expulsado del liceo Gustavo Herrera implicado en un incendio de carros que se produjo en el estacionamiento Pancho Pepe Crotker) en 1962. Cuando yo llegué al Alcázar todavía Humberto no trabajaba allí. Después la vida de Humberto se pierde en las penurias de luchas de aquellos revolucionarios que andaban recorriendo pueblo en mil menesteres, muertos de hambre: de en pensiones en pensiones de mala muerte, perseguidos y sufriendo prisiones; buscando caminos entre camaradas recién llegados de las montañas o salidos de las cárceles de Betancourt-Leoni-Caldera. Pero hubo un elemento unificador en todas estas errabundeces de dolores de Humberto: los libros. Humberto siempre ha sido un gran lector, y sus bibliotecas son de las más completas en Venezuela; se hizo vendedor de libros por los pueblos de Mérida, Barinas, Portuguesa y Lara, hasta que en el 2000, muy acertadamente el gobernador Florencio Porras lo nombró Director de la Compañía Anónima Imprenta del Estado Mérida, INMECA. La labor de Humberto al mando de INMECA fue muy fructífera y de las más revolucionarias que haya habido en nuestro país.
Mientras redacto estas líneas, me viene a la memoria los días aquellos claros y calurosos del 2002, cuando otra sequía se cernía con fuerza sobre Mérida. Tronaba la música de Alí Primera, jóvenes, tullidos, desdentados, ancianas, llegadas de los más distantes lugares del Estado, venían a expresar su total respaldo al jefe del gobierno nacional. “¿Para qué es esto?”, se preguntaba esta gente muy humilde que miraba capciosas, recelosas, las hojas donde se coleccionaban firmas para apoyar al Comandante, pero la gente no era boba y procuraba cerciorarse de que aquello no se tratara más bien de un ardid de escuálidos para alguna otra trampa a Chávez. No faltaba algún escuálido que husmeara por allí tratando de saber en qué andaban las hordas chavistas, porque se dedicaban a revisar los libros, y a preguntar por los motivos de la recolección de aquellas firmas.
Los que nos concentrábamos en la Plaza Bolívar nos dirigíamos unas cuatro veces al día, desde allí hasta la imprenta Inmeca (a unas cinco cuadras). Don Humberto Martínez se comportó como un revolucionario, digno sucesor del centauro Emilio Arévalo Cedeño, su paisano. Humberto no tenía otra vida que su entera dedicación a las tareas que ordenaba el Presidente. Humberto amanecía en la imprenta, comía y el descanso lo hacía en su oficina de trabajo. Allí tenía un catre para tumbarse cuando ya sus piernas no le respondían. Humberto, sesentón, bajito y muy duro, es hecho del cínaro de los guariqueños que le plantaron batalla a los godos junto con Mariño y los Monagas en la guerra de independencia. Como un soldado eternamente al pie del cañón, el rechonchito Humberto lo encontrábamos en todas partes. No había nunca que buscarlo porque estaba donde hacía falta. Y ahora que refiero estas cosas tengo también que decir que cuando Marcos Díaz Orellana ganó la Gobernación de Mérida, apenas tomaba posesión de su cargo me comunicó: “Profesor, cuando usted quiera se va y se mete en INMECA. Ahí entonces estará Humberto hasta que usted lo decida”. Me quería decir que yo era el próximo Director de la Imprenta del Estado. Me quedé tieso con aquella noticia, y lo pensé. Entonces lo primero que hice fue dirigirme a INMECA para comunicárselo a Humberto. Era un día domingo y me acompañó por cierto Martín Guedez que estaba por Mérida haciendo unos trabajos para la Radio Nacional. Le dije a Humberto: Mira, el gobernador me dicho esto y esto… y como tú eres mi amigo y tú debes seguir aquí, quiero que trabajemos juntos. No me gustaría que colocaran a otro que rompa con la línea de lucha que tú has mantenido por tanto tiempo. Todo esto te lo digo, porque después de ocho años que tú te has mantenido a la dirección de esa empresa es muy seguro que el gobernador venga y te cambie.
Además le dije que no le fuera a contar ese asunto a nadie porque yo tenía que hacer un viaje a Ecuador por dos semanas, y que cuando volviera todo lo organizaríamos de mejor manera. Me fui a Ecuador y unos compatriotas comenzaron a recoger firma dentro del PSUV para que no me nombraran en el susodicho cargo, y como a mí es muy fácil que me destruyan porque nunca tengo padrinos, ni realmente ocupo mi tiempo en estos menesteres, pues la cosa no se concretó. Felizmente.
Poco después supe que en un Consejo de Gobierno, Marcos Díaz Orellana ratificaba a Humberto en su cargo, pero sólo para rematarlo cruelmente en otro. Humberto era de los pocos o quizá el único director que había sobrevivido a la razzia de los cambios, y en un consejo de gobierno el señor Marcos Díaz llegó hablando del rejo; de que había que andar con un rejo para arriba y para abajo, y que esa era la verdadera manera de mandar en este país y que por eso él se consideraba un descendiente directo del dictador Juan Vicente Gómez; y en estas marimorenas se encontraba cuando le pidió a los cincuenta directores que dijeran lo que quisieran y comenzaron éstos a deshacerse en reconocimientos del grande hombre que les gobernaba. Cómo Humberto no dijese nada, el gobernador con la mosca en la oreja, llegó y le espetó: “¿Y por qué tú no hablas?” Humberto trató de decirle que él casi nunca hablaba, pero entonces aquel Hulk se creció hasta los cielos sin nombre y con una andanada de gruesísimas vulgaridades le gritó: “¡Tú estás botado!, ¡Fuera!”, e inmediatamente el Hombre Increíble se retiró del recinto de aquellas discusiones, sin permitir explicación alguna de aquel director, viejo luchador de mil batallas, el comunista de los llanos de Valle de la Pascua, terriblemente vejado. Así lo sacaron, digo, sin respeto ninguno por su larga trayectoria de trabajo, como a un perro.
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