Años atrás, estamos en el teatro griego de la Universidad de California en Berkeley, la universidad pública más importante de Estados Unidos. Los estudiantes latinoamericanos han convocado un acto de graduación especial para honrar a sus familias. Cada estudiante subirá al escenario acompañado de sus padres, de su tía, de su hermana, de quien sea que le haya asistido en el tránsito hacia su logro académico. En el escenario, una profesora de rasgos apaches mira con cariño hacia la multitud en las gradas. Un campesino, podría ser de Timotes, viste de chaqueta negra y sombrero de fiesta. Un venezolano y un colombiano conversan y lucen tricolor bolivariano sobre negro de academia. Si estuvieramos vestidos de rojo, seríamos una horda chavista, pienso. Y me pregunto: si puedo ver esta escena de pueblo triunfal aquí, en una universidad cuyos premios Nobel se cuentan en decenas ¿por qué no puedo ver lo mismo en la UCV, o en la USB, o en la ULA?
Porque la burocracia universitaria lo impide. Los intereses económicos y políticos de los factores de poder universitario son inconsistentes con la equidad en el acceso a la educación superior: cursos propedeúticos, cupos discrecionales y costosos exámenes de admisión se han convertido en mercancías que se intercambian por dinero o favores políticos. La voracidad de la burocracia universitaria nos impide educar a los mejores, estén donde estén. Y como resultado coarta la capacidad productiva de Venezuela. ¿Que hacer?
Si se dispusiera de una planta física ilimitada y de un número indefinido de profesores idóneos, bastaría con admitir a la Universidad a todo el que lo solicitara. En la práctica esto es imposible, al menos por ahora. Lo que sí es posible es estimar la capacidad instalable de las instituciones universitarias. Instalable, decimos, porque hay instituciones que pueden aumentar significativamente el número de estudiantes que atienden, sin mermar por ello la calidad de la enseñanza que imparten. Esta capacidad instalable puede distribuirse de manera efectiva dentro de los diferentes sectores geográficos y sociales de la población. Bastaría con clasificar los aspirantes de cada liceo de acuerdo al rango que les corresponda dentro de su institución. Los mejores estudiantes de cada liceo, los que estén por encima de un cierto rango umbral, tendrían el cupo universitario garantizado. El rango umbral se escogería para que fuese consistente con la capacidad instalable en las universidades. El rango tiene la ventaja de ser una medida neutral, que permite a un estudiante competir con aquellos que estudian bajo condiciones similares a las suyas. Sabemos que las notas varían significativamente de liceo a liceo. Y que los exámenes de admisión penalizan a quienes han estudiado en condiciones de desventaja y no pueden, además, pagar cientos de miles, hasta millones, por un curso propedeútico. Correspondería a los Consejos Comunales, en colaboración con los docentes, vigilar la calidad de la educación impartida, orientar a los estudiantes y cuidar el cupo comunal.
El nuevo Ministro de Educación Superior, Profesor Luis Acuña, ha anunciado que cambiará el sistema de admisión universitaria. Le deseamos éxito. Y dejamos sobre la mesa estas ideas.
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