Vivir en Mérida -aunque sea por poco tiempo- es una de las experiencias más extraordinarias que he podido tener en mi vida, más allá de las circunstancias y el tiempo. Entre muchas otras cosas, pude observar una manifestación de calle, y a pesar de que estoy en el movimiento revolucionario desde que era una niña, jamás había visto una muestra de unión tan completa, un apoyo de todo el pueblo a los estudiantes, como la que vi en esa hermosa ciudad andina hace más de veinticinco años.
MERIDA LA UNIVERSITARIA
Y es que Mérida es una ciudad estudiantil por excelencia. La universidad de Los Andes, a pesar de los escuálidos que han ido apagando su voz a lo largo del tiempo, está presente en todas partes: En el páramo, la ULA se refleja en la computadora que está en la sala de piso rústico de un campesino, cuyo hijo se sienta a hacer sus tareas mientras el padre regresa, lleno de sudor, del trabajo cotidiano que muchos malagradecidos denigran, pero que alimenta a tanta gente. Está en el barrio, en los muchachos que llegan cargados de morrales y esperanzas cada día, con su sonrisa hermosa y sus ojos que miran siempre más allá; está en la urbanización cara, en la muchacha delgada que, caminando como una modelo de pasarela, tiene sin embargo en la mirada el mismo brillo que trae el campesino de Guaraque, los que viven en El Chamita y la muchacha soñadora de Las Marías.
LOS HIJOS DE LA ULA
Es que son estudiantes de la Universidad de Los Andes, que les otorga ese brillo en la mirada, esa esperanza en la sonrisa, esas ganas de dar al mundo. Hasta los escuálidos de la ULA son hermosos, a pesar de los sádicos que, en sus amores clandestinos con los curas, buscan su grupito de locos para cambiarle la esencia a la universidad, a la ciudad, al país, y podrirlo todo, como podridas están sus conciencias, a las que no han dejado florecer hasta el infinito.
Tuve que ver, años más tarde, cómo actuó el pueblo de Mérida cuando un estudiante de ingeniería, que iba en una de las caravanas de celebración, ya tradicionales en la ciudad, después de su acto de graduación; ante una necesidad perentoria, el joven regó la grama del jardín de un oligarca en una urbanización de lujo. El sujeto lo mató. Hasta ahí llegó el ingeniero recién estrenado.
Fue impresionante la reacción del pueblo. El sujeto -identificado después con una poderosa mafia aliada del narcotráfico- huyó cuando escuchó venir la manifestación, con lo que tenía puesto y en uno de sus carros. Así salvó la vida, porque habría sido linchado sin ninguna duda, por la multitud que fue a hacer justicia, en la conciencia de que el asesino, guapo y apoyado, iba a quedar impune. Y de la quinta no quedó ladrillo sobre ladrillo. Pude ver la fotografía en un periódico nacional, en el cual se reseñaba el hecho.
LOS HIJOS SAGRADOS
Quien conozca Mérida, aunque sea de a poco, tiene que comprender que lo más sagrado que existe en ese Estado son sus muchachos estudiantes. Tocar un estudiante, con cualquier motivo, está mal, pero asesinarlo desatará sin falta la reacción de un pueblo que ama a su juventud y que no está dispuesto a esperar los procesos judiciales, sobre todo cuando se sabe que, tal vez, los culpables se asilen en la nunciatura y se den a la fuga del país, disfrazados con la toga y el birrete que, en un inconfesable acto de complicidad abyecta, les entreguen los cómplices: Los de toga y los de sotana, convertidos en el acto absurdo de una graduación espúrea, en los “locos Adams” de la política, que sacratizan lo satánico y condecoran el paroxismo de la ignorancia.
NO PUEDES MATAR EL AVE Y VERLA VOLAR
Una presunta oposición, más vendida a intereses imperiales que pensante, más atada a su estúpida idea de creerse superiores al pueblo trabajador, que leales a un proyecto derechista de país en el cual ni siquiera han pensado, participó en la guarimba que padeció Mérida hace pocos días, y asesinaron dos estudiantes. Querían desatar la ira del pueblo, querían conducir a una gente que, indignada por el asesinato de sus hijos, seguramente iba a causar destrozos en una búsqueda de justicia inmediata que le diera un poco de alivio a su dolor.
Pero se equivocaron. El pueblo no fue a destruir la gobernación, ni fue a atacar al proceso revolucionario. El pueblo de Mérida no es un rebaño de ignorantes. Sabe cuáles intereses de clases están tras las guarimbas y los asesinatos, sabe que desde hace mucho, cierta costra pseudo oligarca se pretende superior a los campesinos que cultivan y crían la comida que lo alimenta, se pretende mejor que los hijos de los barrios que, con esfuerzo, logran entrar en la universidad, se cree por encima de aquellos que viven en las pensiones porque su casa queda muy lejos, y se sacrifican para progresar.
El pueblo no va por vendettas, por venganzas personales ni porque discrimine ni envidie a los que viven en urbanizaciones. Fue atacado psicológicamente, fue herido en lo que más le duele y reacciona. Bien pudieran los ex rectores pseudo izquierdosos, que se creen oligarcas, buscar con quién meterse. El pueblo es sagrado. Y ese acto asesino de la ultraderecha fue tan descarado, que hasta la tierra tembló.
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