A comienzos del dos mil seis, un pasaje terrestre desde Mérida hasta Barinas costaba diez mil bolívares, para una distancia de ciento sesenta kilómetros (un poco más de sesenta bolívares por kilómetro). En el transcurso del año se produjo una falla de borde, poco antes de llegar a Barinitas. Como era imposible el paso de vehículos, el transporte llevaba los pasajeros hasta la falla, al mismo costo del pasaje total; a pesar de que el tramo recorrido era de unos ciento treinta kilómetros (aproximadamente setenta y siete bolívares por kilómetro). Se pasaba a pie el tramo problemático y otro vehículo concluía el transporte hasta Barinas –unos treinta kilómetros–, por la “módica cantidad” de tres mil bolívares ¡Exactamente cien bolívares por kilómetro!
Cuando por fin repararon la falla –es decir, el desprendimiento del cerro, porque aún se espera (aspira) el asfaltado– el costo total del pasaje se incrementó a trece mil bolívares: un poco más de ochenta bolívares por kilómetro. Cuando debí regresar, al abordar la unidad de transporte en Barinas reclamé aquello que consideraba un abuso; la respuesta del conductor fue: “¡Si no le gusta, se baja!” El comportamiento de los demás pasajeros fue el mismo al cual acostumbran muchos venezolanos cuando incrementan los bienes y servicios de primera necesidad: ¡Silencio absoluto! Nadie quiere pasar por “necesitado”; así esté “pelando el alma”.
Al arribar a Mérida, inicie averiguaciones sobre la causa de este incremento imprevisto, impulsivo e injustificado del treinta por ciento. Uno de los conductores de la línea me explicó que el pasaje para Valera costaba veinticinco mil bolívares y era el mismo recorrido. Ni siquiera pretendí buscar apoyo gubernamental, porque si la Alcaldía de la ciudad se permite incrementar continuamente la tasa de salida del terminal –sin ninguna justificación–, entonces el transporte se siente con plena libertad de imponer su ley. Mientras tanto, llegó diciembre y el pasaje subió a quince mil bolívares.
Hasta aquí, pareciera que los conductores de la línea Mérida-Barinas, por lo menos alegan un criterio más válido que el de la Alcaldía –que no expone ninguno–, para el aumento; pero se hace necesario explicar algo: El transporte para Valera se realiza en viejos automóviles de cinco pasajeros; el de Barinas –en su mayoría–, en aquellas busetas caraqueñas de catorce pasajeros, que aún circulan en el interior del país; aun con los diez mil bolívares, los conductores de Barinas obtenían por cada viaje mayor monto que los de Valera. Esta cantidad adicional, bien podría justificarse con el, relativamente mayor, costo de adquisición y mantenimiento de las viejas busetas sobre los desvencijados automóviles.
La mayoría de las líneas de transporte son cooperativas al más puro estilo del capitalismo salvaje: cada uno es dueño de su instrumento de trabajo y los ingresos no se distribuyen uniformemente, porque quien no trabaja –por cualquier percance–, no percibe ningún beneficio; sin embargo, el gobierno otorga créditos para la adquisición de nuevas unidades que, en su mayoría, no pasan a ser propiedad de la cooperativa. Nunca antes, en este país, el transporte colectivo había recibido tantos beneficios, sin que éstos se reflejaran económicamente en el pasajero.
Esta larga introducción tiene el objetivo primordial de recordar la forma en que algunos transportistas “calculan” cuánto debería ser el monto de un pasaje, y que por sus mentes no pasa la idea de un socialismo que beneficie a los usuarios. No es el costo del vehículo; tampoco el modelo, ni el año, ni la capacidad; no tiene nada que ver la distancia, ni el tipo de carretera, ni la comodidad del usuario; lo mismo da que el gobierno se lo financie, o ellos lo adquieran con sus propios recursos. ¡El gobierno podría regalar el vehículo y la gasolina al transporte colectivo, y el pasajero no recibiría ningún beneficio adicional!
Cuando se discute (?) un incremento del pasaje en el transporte colectivo, se calcula (!) sobre la base de que todas las unidades están recién adquiridas; aunque en la mayoría de los casos los nuevos vehículos sólo representen un pequeño porcentaje de toda la flota. A pesar de que los modelos más recientes tienden a consumir menos combustible que los viejos, el costo de éste siempre representa un porcentaje bastante significativo del análisis de precios.
Por mínimo que sea el incremento del combustible, siempre se producen aumentos desproporcionados en las tarifas del transporte; si a ello se le suma el aumento inevitable de las tarifas eléctricas –derivado fundamentalmente del elevado consumo de combustible de los generadores turbogas–, no será posible controlar la inflación, porque mientras las justificaciones del gobierno les llegan a unos pocos, las facturas del consumo eléctrico las reciben todos.
El logro del sueño de este gobierno de un digito de inflación anual estará más lejano que el mío de adquirir una camioneta BMW; pues de poseer suficiente ingreso para ostentarla, también lo tendría para cancelar el impuesto al lujo suntuario; además, los vehículos de lujo poseen un excelente rendimiento en el consumo de combustible, por lo cual, el supuesto alto consumo de ellos, no es un justificativo adecuado.
Se supone que fue una secuencia, erróneamente sugerida, de las dos medidas económicas relacionadas con el combustible: primero, se disponen recursos para un programa que facilita la adquisición de vehículos; a consecuencia de ello se eleva el consumo, por lo cual se propone un incremento en el precio del combustible. Los grandes beneficiarios de estas medidas son fundamental y directamente las trasnacionales gringas, contra cuyo imperio la lucha debería desplegarse en todos los planos.
Han sido –y continuaran siendo– las transnacionales y sus testaferros locales las que controlan nuestros mercados, y son ellas las que determinan los precios. ¿Cómo podría justificarse el permanente y desmesurado aumento en el costo de los productos importados –si el dólar mantiene un precio fijo–, cuando la mayoría de ellos provienen de países en los cuales la inflación es casi nula? Sólo la política del “vampirismo capitalista”, mediante la cual se aprovecha cualquier error macroeconómico cometido para “succionar las finanzas” de un país que pretende su independencia económica, lo explica; porque con ello se logra que “el socialismo propio nunca termine de nacer, y se evita que el capitalismo local siquiera se debilite, mucho menos vaya morir.
Si ya estuviese construido el sistema ferroviario, se habría tenido una alternativa válida; entonces las líneas de transporte se hubiesen visto obligadas a mejorar sus servicios y a competir en precios a tal punto que el usuario prefiriera usarlos en vez del tren, y no obligado a ello –como ahora ocurre–, a pesar del mal trato y la incomodidad que muchas veces debe soportar, por carecer de opciones; porque, en muchas rutas no se admite la competencia mejorada, y ningún gobierno se ha atrevido a desafiar este poder.
También, resulta contradictorio que mientras se brindan facilidades a otros países, para la adquisición y cancelación del combustible venezolano, nosotros nos critiquemos por lo mismo. Si se trata de obtener ganancias hacia adentro, nos estaríamos comportando como vulgares capitalistas, mientras tratamos de instaurar un sistema socialista, dentro del cual los beneficios del estado son para el pueblo que lo integra. No vaya a ser que un mal cálculo nos conduzca hacia un “capitalismo dogmático” muy particular, con el cual se han justificado las grandes diferencias sociales durante dos mil años: “¡Al que todo tiene, más le será dado; al que nada tiene, todo le será quitado!
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