No vamos a escribir acá sobre la obra y el pensamiento del camarada Paúl Lafargue que, por cierto, fue intensa y plena de pasiones. Baste con saber que fue un extraordinario revolucionario que luchó toda su vida por la causa del socialismo. Que fue un activista de primera línea y uno de los primeros en plantear la necesidad de que el proletariado tuviese su propio partido político. Fue internacionalista a carta cabal. Sin embargo, desde temprano y tal vez por ser médico, se convenció que no debía vivir más allá de los setenta años. Le temía llegar a la vejez o senilitud incapacitado o discapacitado. Y pienso, realmente no estoy seguro, fue él quien convenció a Laura Marx para la misma idea, la del suicidio.
Veintinueve años tenía Lafargue cuando se produjo la Comuna de París. Fracasada ésta tuvo que huir para no ser víctima de las huestes burguesas enfurecidas bajo las órdenes del criminal Thier. Lafargue hizo todo lo posible por convencer a los anarquistas españoles que la única doctrina que valía la pena asumir por los revolucionarios eran las ideas del marxismo. En 1873 se instaló en Londres. Ya no ejercía su profesión de médico. Le dio apertura a un taller de litografía bajo la ayuda del eterno solidario camarada Engels. En verdad, Lafargue hizo demasiado en su tiempo por la causa del socialismo y del marxismo. Fue uno de los fundadores del Partido Obrero Francés.
Corría el mes de noviembre (día 26) de 1911 cuando el camarada Paúl Lafargue tenía sesenta y nueve (69) años de edad, a solo uno de cumplir los setenta y a seis de producirse la más grandiosa revolución proletaria que haya conocido el género humano: la de Octubre o Rusa o Bolchevique, cuando hizo realidad la decisión, junto a su esposa Laura, que mucho antes había pensado: la del suicidio. Sólo dejó una esquela donde dijo: “ Sano de cuerpo y espíritu, me doy la muerte antes de que la implacable vejez, que me ha quitado uno detrás de otro los placeres y goces de la existencia, y me ha despojado de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás. Desde hace años me he prometido no sobrepasar los setenta años; he fijado la época del año para mi marcha de esta vida, preparado el modo de ejecutar mi decisión: una inyección hipodérmica de ácido cianhídrico. Muero con la suprema alegría de tener la certeza de que muy pronto triunfará la causa a la que me he entregado desde hace cuarenta y cinco años ”. De esa manera Paúl Lafargue y su esposa le dijeron adiós a la vida.
Lo grandioso, lo gigantesco, lo histórico del breve mensaje que Lafargue legó a la posteridad estriba, precisamente, en lo que sería su sueño no realizado, su equivocación, lamentablemente equivocación que se ha convertido en desgracia y hasta en lamento no propiamente para el camarada Lafargue sino para la humanidad casi entera. “Muero con la suprema alegría de tener la certeza de que muy pronto triunfará la causa a la que me he entregado desde hace cuarenta y cinco años”. Ciertamente, en 1917 comenzó a triunfar la causa por la que vivió, pensó, luchó y murió el camarada Lafargue. Setenta años después, se derrumbó el sueño no en Lafargue sino en millones y millones de hombres y mujeres que habían creído que la Revolución Rusa fue el preludio y que posteriormente el mundo se conduciría, de manera inevitable y aceleradamente, hacia el socialismo. Un siglo más un año (101) después de la muerte (por suicidio) del camarada Lafargue y noventa y cinco (95) años de haberse producido la Revolución de Octubre, el mundo continúa estando bajo el dominio de las grandes potencias del capitalismo. La Revolución Socialista sigue siendo la gran deuda que debe cumplir el proletariado sin fronteras, ese proletariado que no tiene patria porque ésta, sería en esencia, la humanidad emancipada de todo vestigio de esclavitud social.
En todo caso, la más importante valoración del mensaje del camarada Lafargue está en las últimas dos líneas del mismo, lo cual puede ser considerado como sus últimas palabras: “Muero con la suprema alegría de tener la certeza de que muy pronto triunfará la causa a la que me he entregado desde hace cuarenta y cinco años”. Si eso no es hermoso, aunque lamentemos la muerte de su autor, tendríamos que preguntarnos: ¿qué es, entonces, la belleza? Algún día, se cumplirá para siempre las últimas palabras del camarada Lafargue.