Durante el poco tiempo de nuestro paseo existencial (un estornudo histórico) juzgamos que todo lo experimentado durante ese corto intervalo es lo normal. Así, por lo tanto, asumimos como estándar la presencia de los pobres en el planeta (lo contempla La Biblia), que los campesinos y los obreros sean explotados por el capitalismo, que los ricos manejen los medios de producción, distribución y el comercio y, que la clase media asalariada se ocupe de mantenerle al día los negocios de sus patrones. De igual manera, un suramericano de la época colonial tenía la certeza que era cotidiano la separación en castas, la existencia de esclavos y que la propiedad de la tierra estuviera en manos de los peninsulares, de los mantuanos y de los frailes. Aceptaban con estoicismo que los Reyes Católicos gobernaran las posesiones del nuevo mundo por mandato divino y, que las riquezas robadas en esta tierra de gracia fueran a parar a manos de la nobleza y aristocracia hispana. Todo esto era considerado como algo tradicional, hasta que llegó Simón y les demostró a los sojuzgados que nada de lo anterior constituía “el orden natural de las cosas”. Que los reyes, los nobles, los frailes, los peninsulares y los mantuanos eran unos vagabundos, ladrones, explotadores, avaros y flojos. Por lo tanto, era ineludible cambiar ese “orden natural”, es decir, era necesario hacer una revolución y luchar por la independencia.
Con el advenimiento de la revolución industrial la cosa no cambió mucho. Se suprime la esclavitud dado que este sistema no era rentable para los dueños de las industrias y del capital; se cambia el esclavo por peón u obrero y quien trabaja la tierra se convierte en campesino alpargatudo sin beneficios laborales de ningún tipo. Como eran necesario oficinistas que les atendiera los negocios a los industriales capitalistas las universidades comienzan a graduar empleados, tales como ingenieros, arquitectos, contadores, economistas, actuarios, abogados, secretarias, etc. quienes laborarán en oficinas bien ambientadas con aire acondicionado. Es evidente, se aprecia una gran diferencia, los obreros se vestirán con overoles, botas rústicas o con los raídos trajes que traen de sus hogares, en cambio, los empleados de oficina se vestirán con saco, corbata y zapatos de charol; cuestión de estatus, una buena estrategia del patrón. Se marca así la diferencia de clase, tanto en el sueldo, como en la apariencia. Eso sí, algo tienen en común dichos trabajadores, tanto el obrero como el profesional asalariado: ambos pertenecen a la clase de los explotados. Simplemente, en el capitalismo solo hay solo dos clases, los explotados y los explotadores. Lo de clase media es cuestión de estadística y de estrategia de los burgueses para hacer sentir “superiores” a los profesionales universitarios asalariados. Durante mucho tiempo este mundo era considerado normal hasta que llegó Marx; la revolución industrial encuentra un peligroso contendiente en la revolución comunista.
En Venezuela las cosas no marcharon diferentes, el “orden natural” era la pobreza; los cerros poblados de hombres, mujeres y niños paupérrimos; campesinos sin ningún beneficio trabajando para los latifundistas; los frailes al lado del gobierno de turno; los herederos de los antiguos mantuanos actuando como jalabola de las empresas transnacionales; el alto consumo de güisqui y champán por parte de los privilegiados; la democracia representativa como “modelo” de democracia latinoamericana; la masacres de venezolanos opositores al régimen; los torturados, los desaparecidos, lo presos de conciencia; la censura de prensa; el cierre de canales de televisión y emisoras de radio; la detención de periodistas; la venta de las industrias básicas a empresa extranjeras; la corrupción de los funcionarios; los fraudes electorales; la impunidad del los delitos cometidos por los altos funcionarios de AD y Copey; las universidades allanadas; el barraganismo; la fuga de capitales; entre tantos desatinos. Todo esto se convirtió en el paisaje natural de los venezolanos, ante la mirada indiferente de propios y extraños. Era el mundo que nos rodeaba hasta que llegó Hugo.
Ciertamente, Venezuela no podía continuar bajo los esquemas de regímenes entreguistas, este “orden natural” había que cambiarlo, por eso fue necesaria la revolución bolivariana. Era obligado entregarle el poder al pueblo, dado que el poder popular es la base de la democracia participativa y protagónica. Con Chávez, al grito de ¡revolución bolivariana! el pueblo pobre resurgió de más cien años de abulia y arrastró en un huracán revolucionario a los negros, a los indios, a los necesitados, a los descastados, a los sin nada y a todos los olvidados por los gobierno entreguistas.
Ya Simón, en su visión futurista de estadista estaba claro respecto a poder popular. Veamos la arenga dirigida a los ediles en la Junta Preparatoria del Congreso Peruano: “Nada es tan conforme con las doctrinas populares como consultar a la nación en masa sobre los puntos capitales en que se fundan los estados, las leyes fundamentales y el magistrado supremo. Todos los particulares están sujetos al error o la seducción; pero no así el pueblo, que posee un grado de eminente conciencia de su bien y la medida de su independencia. De este modo su juicio es puro, su voluntad fuerte; y, por consiguiente, nadie puede corromperlo, ni mucho menos intimidarlo. Yo tengo pruebas irrefragables del tino del pueblo en las grandes resoluciones; y por eso siempre he preferido sus opiniones a la de los sabios…”
Ciertamente, no debemos acudir a filosofías o doctrinas periféricas si contamos con el pensamiento de nuestro insigne Libertador, quien conoció y experimentó las vicisitudes del poder y estaba al tanto de las necesidades de su pueblo. El poder popular nos deberá alejar de las injusticias y del absolutismo a las que nos tenía acostumbrado el puntofijismo (¿o putofijismo?) y aproximarnos cada día más a un mundo de equidad, libertad y de justicia social. Esto es a lo que intimida a nuestra oligarquía parásita y al siniestro capitalismo internacional. Es obligatorio alejarnos del mundo monárquico que diseñó parte del entramado legal de nuestro país. Para nadie es desconocido que los cabildos fueron traídos por los colonizadores para vigilar sus intereses y conservar sus fueros que estaban presentes a través de diversas corporaciones. Nos corresponde impulsar cada vía más un poder popular productivo y responsable, si queremos una patria socialista.
Lo sucedido en los tres últimos meses es un abreboca de lo que es capaz la oligarquía parricida. Esta no se detiene ante nada con tal de conseguir su objetivo, el único: apoderarse de las riquezas del país, los pobres les importa un carajo. Los métodos de los traidores no han cambiado, si lo dudan, me permitiré copiar parte de una carta de Santander dirigida a Azuero (enemigo jurado del Simón): “En mi profesión se evita dar una batalla campal a un enemigo poderoso y bien situado cuando hay esperanza de destruirlo con partidas, sorpresas, emboscadas, y todo género de hostilidades…” Pareciera que fuese una carta remitida por María Corina a Ramón Guillermo. Ciertamente los oligarcas y los traidores no han permutado nada.
Las lamentables cuarenta y tantas muertes acaecidas en los últimos meses, el vil asesinato del camarada Eliécer Otaiza, las destrucción de las propiedades públicas y privadas, la quema de universidades, hospitales y escuelas, los asesinatos de GNB y PNB, la alianza de la oposición con delincuentes y con Uribe, los atentados contra los cultores vinculados a la revolución bolivariana, las mentiras mediáticas y la desolación causada en varias zonas del país, en una muestra de los que son capaces los oligarcas parásitos, según las orientaciones del Departamento de Estado de EEUU. No se puede consentir abrir los caminos de la impunidad en momentos tan delicados del orden público. Imagínense, en el supuesto negado, que estos despiadados lleguen a formar gobierno.
El presidente Nicolás tiene en sus manos el testigo que le entregó mi comandante Chávez, el gobierno de calle le sirve para afianzar y robustecer el poder popular y para que los conspiradores de oficio comprendan perfectamente que “deseos no empreñan”. Tengan la certeza y la convicción, los chulos oligarcas, que en Venezuela sus privilegios se terminaron, que actualmente la revolución bolivariana cuenta con la unidad del continente suramericano y la colaboración de las masas populares del planeta. Por suerte, el pueblo venezolano nuevamente ha profanado el mal llamado “orden natural”.