Relatan los entendidos que los vampiros son criaturas que se alimentan de la esencia vital de los humanos, especialmente de su sangre, para así mantenerse vivos. En la Historia se da cuenta de unos cuantos personajes tenidos por vampiros: el conde rumano Vlad Tepes (Drácula), la condesa húngara Erzsébet Báthory, el barón francés Gilles de Rais, el duque inglés Henry Fitzroy, y en este plan.
Como ven, todos aristócratas, todos poderosos. Porque hay que tener mucho poder para disponer de nuestro tiempo, devorándonos la vida en jornadas de doce o catorce horas y pagándonos una porquería. Hay que tener mucho poder para hacernos vivir en el miedo permanente a ser despedidos o a no encontrar trabajo, soportando paralizados todos los abusos y todas las humillaciones.
Es su condición de poderosos lo que les permite dominar nuestras mentes con la televisión, adoctrinarnos desde niños en su ideología para esclavos, convertirnos en simple masa de la que alimentarse. Y la que les permite financiar o no partidos, poner y quitar gobiernos, proclamar u obligar a abdicar reyes, alcaldes, tribunos.
Hay que detentar mucho poder para condenarnos a envejecer como zombis, con pensiones de mierda, temblando ante el castillo infranqueable de una sanidad depauperada. Para reducirnos a la condición de rebaño, de ovejas temblorosas. Para que encima vitoreemos a los monstruos.
Y además son insaciables. Lo explicaba Marx en El Capital: “El obrero no es ningún agente libre y su vampiro no cesa en su empeño, mientras quede un músculo, un tendón, una gota de sangre que chupar”.
Les podemos llamar oligarquía, “casta” o, aún mejor, mafia. Pero son, simplemente, vampiros. O sea.