Las contradicciones o para decirlo más coloquialmente, las diferencias,afortunadamente, “son el motor de movimiento y cambio”. Esta frase, leída en alguna parte, quizás en una hoja de un libro todo amarillento, recoge una verdad irrefutable. Si ellas desapareciesen se detiene la vida, el mundo todo. Escribiendo esto, alguien me envió un correo y refiriéndose a un trabajo anterior mío, me recordó a Hegel. Me detuve a pensar y decidí decir, aunque eso pueda ser un pecado, hasta imperdonable, que quizás aquella vieja página es hegeliana.
Si ellas se mantienen como tienen que mantenerse, salvando las circunstancias específicas, la crítica estará allí, junto a ellas. No hay forma de separar ésta de aquellas. Entonces los críticos existen por la circunstancia misma que las diferencias o contradicciones nunca desaparecen en ningún frente de la vida ni momento histórico. Es más, existiendo éstas, deberíamos agradecer a la dialéctica de la vida que a ellas le acompañen los críticos. No es un simple asunto de estar allí donde cada quien se le antoje, lo que invalidaría, en gran medida, el derecho de ancianos o personas con dificultades para estar en medio del combate y entre las balas, para criticar o señalar lo que perciba se hace mal o bien. Del mismo modo sería inválida la crítica hecha por alguien desde un espacio lejano. Como no tendría valor, ni sentido alguno, la opinión del crítico de arte, literario y hasta del economista que estudia el transcurrir del proceso económico.
No tiene valor la opinión que sostiene que para poder juzgar el proceder de alguien es necesario hacer lo que él hace y hasta mejor. Porque, un entrenador deportivo, no tiene por qué correr a la misma velocidad de su alumno para lograr que este avance y progrese. Ha habido excelentes entrenadores de lanzadores que nunca lanzaron o lo hicieron mal y al revés, se sabe de excelentes atletas, deportistas, que al incursionar en el área de entrenador “no dieron la talla”.
El hecho, para hablar en concreto, que el movimiento bolivariano haya llegado al gobierno de Venezuela, no significa que desaparezcan las diferencias existentes entre sus integrantes. Porque por el hecho de concurrir a formar aquel frente político no significa que igualaron su manera de pensar o dejaron sus percepciones particulares en la casa. Esas diferencias podrían mantenerse, no sólo entre quienes gobiernan y se desempeñan en las bases o el entorno, sino también entre aquellos. El Estado que ahora maneja la nación, según palabras del propio presidente, es burgués, porque proviene de una herencia a la cual por ahora no puede renunciar, como el entrabado legal y las relaciones materiales determinantes de la sociedad venezolana son capitalistas. Por eso, el propio compañero Nicolás Maduro, suele decir acerca de la necesidad de destruir el Estado burgués, lo que debe pasar por cambiar las relaciones de producción. Mientras esto exista, no sólo habrá contradicciones entre el pueblo y las clases dominantes, entre el Estado en manos de revolucionarios y éstas y hasta entre el pueblo y el Estado, pese el carácter particular de quienes lo manejan. Los integrantes del gobierno sufren la terrible circunstancia a veces de estar en contradicción con lo que hacen y angustiados por lo que no pueden hacer. Esas contradicciones son las que provocan la necesidad del cambio; de donde la vanguardia revolucionaria al frente de ese Estado, debe ver con buenas ojos y alegría, que existan los críticos que alertan al pueblo y a ella misma para que el cambio no se detenga. Los críticos, junto al pueblo son los ojos y faros que miran y alumbran desde fuera.
Entonces la vanguardia revolucionaria que conduce el autobús estatal, permítaseme esta frase usada con todo respeto, debe ver a los críticos de buena fe, que no es difícil saber quiénes son, a menos que uno se empeñe en dejarse engañar, como los mejores aliados pese que en veces sean quisquillosos y hasta “ladillosos”, para decirlo expresamente de mal gusto. Una cosa es el crítico saludable, que con uno encaja perfectamente en lo estratégico y hasta en buena medida en lo táctico, que el enemigo según los intereses de clases. Una cosa es aquél que combate para que subsista el capitalismo o contra el Estado que, como el nuestro, privilegia a los más débiles y otra quien, sin dejar de criticar, está de parte del empeño en cambiar la sociedad, tanto como para hacerla justa y apropiada para mantener el equilibrio sobre el planeta. Porque además, no olvidemos que no hay una receta ni un guion para la tarea que los revolucionarios han asumido. Aunque es verdad que los estilos de la crítica y de quien se siente criticado y ante ella reacciona puede generar falsas expectativas y ahondar artificialmente las diferencias.
El Estado burgués, a quienes le manejan, aun siendo estos revolucionarios, puede atraparlos y enceguecerlos, por razones materiales y la vieja cultura. Un poco aquello de repetir lo que antes se ha hecho por conocido y más fácil, sin pasar por alto, la fuerza y mañas que pongan las clases dominantes en su angustia por subsistir. En esta lucha o contradicción, quienes manejan el Estado requieren del concurso irrenunciable del pueblo para no perder la brújula y el aliento. En este, digamos forcejeo, por no decir un tremendismo, como es indispensable la fuerza, creatividad y ejercicio del poder popular, lo es también la presencia de los críticos que señalan lo que haya que señalar, al margen que alguna u otra opinión no sea pertinente, lo que no niega el derecho de expresarla.
Otra cosa es adular. Se solía decir antes con mucha ironía “es mejor halar bolas en la sombra que escardilla en el sol”. Es un refrán de la época de Gómez, que recogía una suerte de disposición de alguna gente a hablar bien del gobierno para evitar que la encanasen, o quedar fuera de toda posibilidad de subsistencia. Así, regímenes como el de Gómez y unos cuantos que vinieron después, tenían sus cortes de adulantes. Pero Gómez, que se sepa, zamarro y perspicaz, les soportaba y despreciaba al mismo tiempo. Betancourt se los quitaba de encima a fuerza de “pipazos”, golpes con la pipa. Aunque éste aquello hacía en momentos de iracundia, pues gozaba y satisfacía su ego escuchando a adulantes y, el lanzar la pipa, era en fin de cuentas parte del mismo goce.
El adulante, aun sabiendo o sintiendo que las cosas no funcionan bien, no se siente apremiado para llamar a zafarrancho, hacer sonar las alarmas, por temor a chocar con lo establecido o lo dado por bien desde el timón de mando. No le mueve el interés que nada se arregle sino mantener su status y hasta mejorarlo cada día más. Por eso, su concurso para el cambio es absolutamente negativo; tanto que podría asegurarse que los adulantes no son revolucionarios y ni siquiera son leales, porque su comportamiento está sujeto a las migajas o lo mucha que reciba. Eso mucho, puede ser la simpleza de tenerlo por allí cerca vigilando lo que se dice y hace. Su rol, en todo caso, es garantizar el status, jamás impulsar el cambio.