Érase una vez un Estado que visualizó ayudar a sus ciudadanos (para otros “electores”) regalándole aquello que necesitaban, sin que sudasen ni soñasen, con el mismo criterio facilista con que del vientre de la tierra manaba la riqueza que como país lo sustentaba.
Eran chorros de petróleo en el regazo de cualquiera. No había necesidad de aprender a pescar; si se trataba de alimentos, como por arte de magia tendrían ya que estar los pescados sobre el plato; si de casa o vehículo, sólo había que anotarse en una lista. Para quienes tenían problemas sentimentales, de amor no conseguido, el detalle total para sentirse un ser realizado, se les prometía que se trabaja en la confección de una fórmula secreta a base de una combinación de feromonas y petróleo.
Algunos avispados descubrieron, con la malicia característica de quienes gustan romper idilios, que no había justicia en eso de andar regalándole a gente que ellos sabían eran unos ingratos, sinvergüenzas hechos los discapacitados. Idearon entonces una contraofensiva para a su manera impartir justicia y a la vez beneficiarse. Fabricaron un agua sucia, fementida, negra como el petróleo, y empezaron a bombearla sobre la humanidad de aquella partida de zánganos (en su criterio), reservándose el real chorro de hidrocarburos para su consumo.
Se generaron protestas. Se pidió investigación, pero la contextura del agua sucia era tan perfecta que no se apreciaba fácilmente diferencia con el petróleo. La gente lloraba. Se quejaba de que el pescado que le llegaba ahora al plato no la nutría, olía mal y le salía caro porque aquellos tramposos invisibles le cobraban por suministrárselo con algo de carne y hueso. La contraofensiva se consolidó, se hizo fuerte, perfecta, haciendo tabla rasa tanto con justos como pescadores, perdón, pecadores.
─¡Vamos, zanganillo! ─decía la sociedad secreta─. Camina, anda, llégate al río y estira la mano para sacar tu pez. Y paga por el contenido del río, ¡eh! ¿Qué creías? ¿Qué te lo daríamos en tu boquita de muñeco?
Mientras tanto el chorro de petróleo real ahorrado hinchó sus arcas personales y sus operaciones se hicieron rutina. Aquella primera investigación pedida fue acallada con cuotas de oro negro. El ciudadano, el zángano o justo, el pueblo revuelto en fin, se acostumbró y volcado quedó en las calles con un plato en mano, haciendo filas para recibir su chorro de agua sucia con salpicaduras de petróleo cierto, según pagara.
Cuando vino el día de la elecciones y el ciudadano inocente o culpable, ahora convertido en elector, votó para dar su opinión y decidir si continuaría aquel Estado dispensador de chorros petroleros de felicidad pura, las gentes les devolvió sus cubas de agua sucia, no distinguiendo entre Estado con grifos buenos y Contraestado con grifos falsos. Los hombres justos, aquellos que sabían pescar pero que ya no podía hacerlo, lavaban sus cuerpos indignados en la corriente del río; los zánganos, aquellos que solían esperar por arte de magia el consabido petróleo en forma de pez en sus platos, pedían a gritos en las calles un nuevo gobierno, blasonando sus platos vacíos.
Fue así como el Contraestado se hizo con el poder y el nuevo surtidor petrolero.