Probablemente el título que mejor quepa al extenso tomo correspondiente al siglo XX de la historia del pensamiento, siglo que todavía no superamos, sería el de "giro lingüístico". El sintagma se lo debemos al ya desaparecido Richard Rorty, relevante filósofo pragmatista que en su propio trayecto intelectual personal, al igual que en el del genial Ludwig Wittgenstein, se delinea claramente la curva de dicho giro. Todo el último siglo está marcado por el mismo. Valgan algunas muestras que no puedo explicar ahora: Heidegger y su impulso a la hermenéutica ontológica contemporánea, la fenomenología y su anclarse en el mundo-de-la-vida (Lebenswelt) como mundo lingüístico, la teoría crítica arribando al puerto de la acción comunicativa de mano de los timoneles Jürgen Habermas y Karl Otto Apel; o las ciencias humanas y sociales desde la lingüística de Saussure, el estructuralismo de Lévi-Strauss o la antropología de Clifford Geertz; o todas las epistemologías postempiristas a partir de 1945. Por supuesto se trata de apenas muestras, demasiado lo que queda por fuera para ilustrar la cósmica extensión de este giro lingüístico. A partir del mismo ya hoy damos por sentado que todo nuestro pensar conceptual se constituye lingüísticamente; que toda nuestra organización sociocultural, nunca inscrita por herencia genética, se constituye lingüísticamente; que el poder de la dominación y el que se resiste están en una constante batalla lingüística (y aquí no falta razón a aquellos conservadores que como el señor Pedro Pablo Fernández están obsesionados con la lucha hegemónica de un marxismo cultural nacido de la revolución del 68, aunque ellos tienden a olvidar que también juegan bélicamente procurando imponer su lenguaje). Mas, sobre todo, hemos vislumbrado lo que ya sabíamos desde quizás los sofistas de la Grecia clásica, a saber, que el lenguaje es dinámico, diverso, cambiante como cambian las relaciones de poder históricas del devenir humano.
Vamos a dibujar el giro con dos anécdotas que se cuentan del propio Wittgenstein. La primera, palabras más, palabras menos, se vincula con su estadía en París a comienzos de la década de 1910. Se cuenta que un día que quería hacer tiempo ingresó a un tribunal de tránsito en el que se representaba con juguetes de madera un accidente. Se buscaba con esas figuras establecer el suceso ocurrido para imputar las responsabilidades. Se dice que de ahí salió la concepción sintáctica y representacionalista que luego el austriaco plasmara en su conocido Tractatus Logico-philosophicus, publicado en 1922 y antes tesis doctoral que, según sus palabras, nunca entendió su tutor Bertrand Russell. El Tractatus se convirtió en texto sagrado para el Círculo de Viena que en los años veinte y treinta relanzaría el positivismo aprovechando la revolución que volvió matemática la lógica en la última parte del siglo XIX. Para nuestros propósitos aquí baste decir que, de modo un tanto totalitario, el positivismo quiso reducir todo el lenguaje científico a términos de observación fisicalista o, en su defecto, a tautologías lógicas. Cuentan que Wittgenstein, que había escrito el Tractatus siendo enfermero en las trincheras de la Gran Guerra, un día se perdió, se deshizo de su multimillonaria herencia y se internó en bosques noruegos regresando al cabo de unos años a Cambridge para darle un giro a su concepción anterior del lenguaje. Es entonces cuando se nos presenta la segunda anécdota. Ahora el profesor vienés emulaba al peripatético Aristóteles paseando con sus filosofantes discípulos por los márgenes de un campo de fútbol cuando fue víctima de la serendipia. Descubrió que el lenguaje más que representación del mundo era constituyente del mundo y que, dicho mundo, ha de entenderse como un juego de fútbol. Es decir, el mundo es un modo de vida social que se constituye a partir de una serie de reglas convencionales al uso, precisamente como un juego de fútbol o de cualquier otro deporte o incluso juego de mesa. ¿Qué hace falta para jugar estos juegos? ¿Que haya pelotas o canchas o tableros? ¿Que haya jugadores adversarios? ¿Qué hace falta para jugar ajedrez? ¿Piezas, tablero y jugadores? Podríamos tener todo eso sumado y no tener el juego porque este se constituye a partir de unas reglas que establecen su ser. Igual podríamos decir de un Estado político o de casi cualquier institución social como lo son las familias, escuelas o el semáforo. Están constituidas gracias al lenguaje.
Wittgenstein resulta emblema de ese giro del último siglo. En su obra temprana se mantiene una concepción positiva y representacionalista del lenguaje mientras que en su obra tardía critica esta concepción por no considerar el carácter constitutivo y sociocultural de todo lenguaje, que el lenguaje ciertamente supone sintaxis y semántica pero también, y especialmente, pragmática (el significado depende de los usos que las comunidades lingüísticas hacen de los términos). El autor de la expresión "giro lingüístico", Richard Rorty, siguió un camino paralelo. Pasó de ser fan intelectual de los positivistas a ser crítico de los mismos y elaborar una concepción pragmatista del lenguaje.
Con propósitos ilustrativos concentrémonos ahora en el lenguaje como batalla política. Esta semana nos hemos enterado de que el tocayo Milei ha emprendido la guerra no sólo a su estrecho concepto de Estado sino también al llamado lenguaje inclusivo. Cual heroico heraldo de la Real Academia de la Lengua Española (castellana, pero ambiciona a trascender las fronteras de esa región de la meseta ibérica), sin tembladera de pulso, decreta la prohibición de términos inclusivos a los funcionarios públicos y miembros de las fuerzas armadas. Se busca con ello, afirman los voceros gubernamentales, uniformar la comunicación oficial y alinearse (¿alienarse?) con las normas internacionales que bien dicta la RAE. Muy uniformante y uniformado con la lengua nuestro presidente argentino guarda un aire de familia con el gobierno de la primera ministra italiana que apenas hace unos pocos meses se propuso elaborar un decreto para frenar el uso de anglicismos en todo el sistema de educación formal con el fin de evitar que se distorsione la identidad de la lengua italiana. En España los de Vox también han considerado pertinente estas propuestas del gobierno Meloni, aunque hay que decir que al día de hoy no han cuajado. Supongo que hay campos como el de la informática que no resultan fáciles de italianizar o castellanizar (perdón, "españolizar"). Si bien las extremas derechas tienden a decretar el lenguaje, otro tanto hacen las extremas izquierdas, pero más que poner ejemplos del tipo "aquí no se habla mal de…", invito a la lectura de la ya archiconocida novela de Orwell 1984 (¿Ficción?)
El poder tiene que narrarse y construir narrativas, tiene que constituirse para ejercerse, tiene que contarse. No hay poder sin lengua. Poder, mito y lenguaje se dan la mano con frecuencia. Al poder le gusta renombrar avenidas, parques, ciudades y países. Como el mito, cree que nombrar y dar vida es lo mismo. Como el mito, el poder decreta enemigos y conspiraciones con el verbo. Si puede los eliminará corporalmente, se caerán de ventanas, como suele pasar en la madre Rusia donde más de un amigo del Zar ha sufrido este tipo de incidentes. Pero el poder del que aquí hablamos es el que lleva en su raíz la vocación totalitaria, la que se expresa en los extremos políticos. Se trata del poder que prohíbe decir que el rey está desnudo, aunque todos sabemos que lo está. Salvo excepciones, ya no quedan países que llamen a su Ministerio de Defensa Ministerio de Guerra y Marina, como antes. Pero las armas siguen aniquilando año tras año a millones de personas. Se piensa también que decretando prohibiciones o usos de la tilde en determinado adverbio desaparece el "enemigo".
Al lenguaje inclusivo hemos llegado. Puede parecer a varios estéticamente desagradable, feo. No obstante, y también salvo excepciones, no ha sido resultado de decretos sino de fuertes luchas de muchas fuerzas y contrafuerzas socioculturales, entre ellas las feministas, los grupos LGBTIQ+, los ecologistas y los afrodescendientes. Luchas que han costado muchas vidas y no pocos años. El lenguaje inclusivo busca incluir, tiene vocación democrática. A la democracia hemos llegado también. No somos democráticos porque seamos "buena gente". No. Hemos llegado a la democracia porque vivimos en un mundo plural, diverso, muy lejos de la época tribal y de clanes. Las revoluciones tecnológicas nos han ido acercando y concentrando durante siglos. Hoy un gran contingente de la humanidad habita mundos metropolitanos. La democracia es la mejor forma de gobierno que hemos encontrado para cohabitar y evitar las guerras de aniquilación entre otredades. Es una forma de tolerancia para lograr algún tipo de pax. Desearía con muchos que dejara de ser simplemente una forma de gobierno y pasara, para decirlo con John Dewey, a ser un forma de vida, una eticidad mundialmente extendida. Ello supondría pasar de la tolerancia (el soportar) al reconocimiento del otro. Pero deseo no preña dice nuestra lengua popular. Y hoy la democracia, reducida a forma de gobierno con muy reducida participación, hoy esa triste democracia representativa, schumpeteriana, se encuentra amenazada por doquier por extremismos alimentados desde las contradicciones económicas de un sistema mundial postindustrial que torna cada vez más precario el empleo y la seguridad social de las personas, muchas de las cuales se sienten amenazadas por los inmigrantes y por la clase política entre otros factores. En este caldo de cultivo, parecido al de la Italia o la Alemania de hace un siglo, los discursos populistas extremistas que ofrecen hacer de nuevo grande a un pueblo calan hondo, y con ellos calan los decretos sobre la lengua que buscan poner puertas al campo, y que en ese intento pueden volverse peligrosamente amenazantes. Si llegasen al mismo tiempo al gobierno Meloni, Vox, Alternativa para Alemania y la Agrupación Nacional de Le Pen ya veríamos otra Europa, seguramente muy amenazante. No parece un escenario muy lejano vistos los estudios de opinión, como no parece lejano el retorno de Trump. Milei está bastante solo en latinoamérica, pero si…
La lengua de la Real Academia es un juego de lenguaje como también lo es la lengua de los reguetoneros. Para escribir este artículo o entenderme con colegas universitarios empleo el juego de la primera. Pasa que si no juegas el juego, play the game, te excluyen de algún modo. Si quieres intervenir de algún modo tienes que jugar el juego. Pero mal haría si para entenderme con reguetoneros les decretara el juego de lenguaje de la Real Academia. Sería un solipsista o quizá un intolerante. Pero no todos los juegos de lenguaje. Algunos son más abiertos, otros más cerrados. Meloni y Milei quieren cerrar el juego. La Real Academia es un castillo medieval sobre las nubes. Saben que el juego democratizador, inclusivo, es la némesis que castiga los excesos, la hybris, de los ultras.
*Profesor Titular Coordinador Académico del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela
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