La pregunta le es atribuida a uno de los comuneros de París en medio del fragor revolucionario que protagonizaban en 1871, en momentos en los cuales se discutía la conveniencia de marchar o no sobre el palacio de Versalles (sede del gobierno central francés) y así tomar el poder por completo, siendo manifiesto que los sectores menos radicalizados o timoratos de la Comuna se hallaban “preocupados” por la legalidad del poder que el pueblo les había delegado, ejerciendo éste su soberanía. Este titubeo legalista acabó, a la larga, con la novedosa experiencia revolucionaria que se gestaba en las calles parisinas, permitiéndole a la contrarrevolución reagruparse y contraatacar sin ningún tipo de miramiento. En lugar de dirigir todos sus esfuerzos en producir y afianzar la revolución popular, creando sus propios métodos y las leyes que ayudaran a derrumbar definitivamente las estructuras del antiguo régimen, algunos de aquellos revolucionarios se dejaron envolver por los protocolos y las formas políticas impuestas por la burguesía dominante. Esta es una situación común que han confrontado, con escasas variantes, los distintos procesos revolucionarios escenificados a nivel mundial, aunque no todos con el lamentable final sufrido por la Comuna de París, ya que algunas de estas experiencias la superaron de modo exitoso al tener claros sus objetivos a la hora de la toma del poder en nombre del pueblo.
Esta es, por supuesto, una reflexión seria, obligatoria y necesaria para todo revolucionario, en especial si entre sus objetivos se halla trascender el marco de referencia dominante del capitalismo mediante la implantación de una sociedad verdaderamente socialista porque, de lo contrario, todo su esfuerzo respecto a provocar una ruptura institucional quedará en el vacío, sin mayores consecuencias para el orden establecido. En términos generales, la revolución popular y socialista debe adoptar medidas que tengan como propósito fundamental hacer tabla rasa con la vieja institucionalidad burocrático-representativa y capitalista. Para ello debe contar, en un primerísimo lugar, con el poder originario del pueblo, creando éste aquellos órganos de poder popular que hagan falta para ir sustituyendo tal institucionalidad, en cualquier medida y en cualquier tiempo, originando, en consecuencia, una situación general realmente revolucionaria y no un modo de entendimiento “pacifico” con los viejos valores o paradigmas que rigieran hasta entonces la sociedad. El hecho mismo de ser un proceso revolucionario (o pre revolucionario) producto de una victoria electoral, bajo las reglas de juego de la democracia representativa, no tiene por qué impedir o limitar mayores conquistas políticas, económicas, sociales, culturales y, hasta, militares, a favor de la construcción ineludible del poder popular, alfa y omega de la revolución socialista en cualquiera latitud de nuestro planeta. Si ello influye negativamente en la toma de decisiones de los revolucionarios que permitan una mayor audacia creadora de parte del pueblo, causando retrocesos y posibles desviaciones del proceso revolucionario, será inevitable y forzoso que este último termine por rebelarse legítimamente y desplace a quienes hasta entonces formaron la vanguardia, siendo lo más deseable y sensato, si de verdad se aspira a la consolidación de la revolución y del socialismo.
Vistas así las cosas, habría que propiciar, crear, desarrollar, ampliar y profundizar el poder constituyente (y, por ende, revolucionario) del pueblo frente a la institucionalidad y los diversos factores de poder imperantes (incluidos los partidos políticos). Heinz Dieterich refuerza tal idea al afirmar que “en su esencia, el poder revolucionario no puede ser legislativo, ni judicial, ni mediático. La precondición de su triunfo es la índole ejecutiva-político-militar”, aparte de que “no puede desligarse de la perspectiva estratégica y teórica de una nueva institucionalidad política y económica que rompa el orden institucional del pasado. Son precisos un nuevo modo de producción y una nueva superestructura”. Es la misma conclusión a la que nos conduce Lenin cuando nos dice que “el camino al socialismo puede abrirlo únicamente la sustitución del Estado burgués, aunque sea la república burguesa más democrática, por un Estado del tipo de la Comuna de París (del que tanto habló Marx, tergiversado y traicionado por los Scheidemann y los Kautsky) o por un Estado del tipo de los Soviets”. Para ello, será siempre indispensable que las masas populares asuman su rol protagónico y vayan delineando de forma autónoma sus propios espacios de poder popular, aun cuando la legalidad siga asustando a los más timoratos.-