En tiempos en los cuales han sido afectados -de una u otra manera- los paradigmas dominantes de la sociedad contemporánea, todos los acontecimientos suscitados en el mundo durante las dos últimas décadas tienen un común denominador en la acción y la vigencia del Estado. Aún de un modo imperceptible y apolítico, las masas populares lo enfrentan y cuestionan, exigiendo cambios y participación en la toma de decisiones que les afectan como entidad colectiva, lo cual ha originado la caída de algunos gobiernos, gracias a su acción decidida, sin armas y sólo esgrimiendo su soberanía como derecho inalienable que les asiste por encima de cualquier conveniencia jurídica o política. Esta simultaneidad escasamente diferenciada de cuestionamiento e ilegitimidad del Estado coincide con la crisis generalizada que padece el sistema capitalista, cosa que atenta gravemente contra el mismo, en vista de su incapacidad para responder oportuna y satisfactoriamente a las demandas crecientes de la población o, en el caso contrario, para reprimirlas abiertamente, como se acostumbraba antes, alegando combatir al comunismo internacional.
Ello explicaría, aunque no de forma suficiente, el resurgimiento de la alternativa socialista -con sus variaciones y matices particulares, sin que la arrope la uniformidad que prevaleciera en el siglo XX, cuestión que la hace más interesante- frente a los diferentes problemas estructurales y coyunturales que nos envuelven en el presente. Esto ha obligado a replantearse (de modo extremo, a veces, y otras, un tanto sutil) el cambio estructural del Estado, ya que su misma concepción y funciones responden habitualmente a los intereses y al orden deseado por las elites dominantes; de ahí que apenas se permita algunos resquicios de participación popular, pero sin mayores concesiones (ganados en la calle, con sus secuelas de represión, asesinatos, encarcelamientos y exilios de aquellos dirigentes populares, considerados como una amenaza para el Estado).
Sin
embargo, la transformación efectiva del viejo Estado burgués-liberal en
una entidad entendida, sustentada y desarrollada -tanto cualitativa
como cuantitativamente- mediante la participación ciudadana en todos
sus niveles supone trascender diversos obstáculos hasta ahora
considerados insalvables, entre ellos, la resistencia al cambio que
manifiestan no únicamente las elites dominantes sino también las
mentalidades jerarquizadas de algunos sectores populares, lo que
exigiría el desmontaje continuo de los esquemas culturales
preponderantes, a través de una práctica insurgente cotidiana de los
nuevos valores y principios que los sustituirán y que regirán en lo
adelante a la nueva sociedad por construirse bajo el socialismo. Así,
la democracia participativa y protagónica -en contraposición a la
antigua democracia representativa-cupular- supone el ejercicio creador,
amplio y soberano del poder constituyente del pueblo, preestableciendo
su total autonomía frente a los entes diversos del Estado, evitando su
cooptación y el riesgo siempre latente de desvirtuarse en función de
los intereses mezquinos de la casta gobernante, aún cuando ésta exista
a nombre del socialismo y la revolución popular. Esto
ocurrirá en la medida que el pueblo adquiera plena conciencia de su rol
histórico. Por ello, la transformación del Estado elitesco actual por
uno realmente popular y revolucionario pasa por la renovación constante
de la política. Ésta tiene que gestarse al calor de la participación
popular, cosa que requerirá de las organizaciones partidistas una
adecuación inevitable, dada su práctica coyuntural y meramente
electoral que las hace extrañas a las expectativas y luchas del pueblo;
quedando fuera de todo ello las elites políticas, económicas,
sindicales, eclesiásticas, intelectuales y militares tradicionales. De
manera tal que todo parece centrarse (sin resultar algo único) en la
representatividad o delegación del poder popular, ya que es uno de los
elementos claves del deterioro irreversible de la confianza de lo
político y, por extensión, del Estado en sentido general, aunque su
superación no determine un rumbo que nos conduzca la conquista de la
Utopía, podría acercarnos a una comprensión más profunda de su
necesidad histórica.