Las cosas no van bien para la vieja Europa. Tanto la propia estructura de los estados nacionales de vieja data como el mecanismo regional y más contemporáneo de la Unión Europea, vienen chirriando cada vez más fuerte, agobiados por una crisis estructural que parece destinada a barrer con logros que han costado tiempo, sangre, sudor y lágrimas.
La cara más notoria está en la crisis económica. A pesar de las declaraciones de expectativas de mejoría, o por lo menos de interrupción de la caída (esto dicen fundamentalmente los medios corporativos cuando hablan de la situación) la cruda realidad indica que la situación es cada vez más grave y que las medidas que se toman no sólo no están paliando la crisis, sino que parecen estar echando más leña al fuego.
Es que detrás de la crisis económica, existe una crisis de la que nadie quiere hablar, que es la crisis política europea. Durante todo el siglo XX, y sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, los estados europeos fueron consolidando su tipo especial de “democracia”. Un sistema que podríamos llamar, más que democracia representativa, como “democracia partidista”. Los partidos políticos se fueron consolidando como los únicos detentores y administradores del poder social. Una clase política aferrada a las cada vez más rígidas estructuras de estos partidos, fue tomando en sus manos progresivamente todo el peso de las decisiones nacionales en cada caso. La participación de las gentes fue restringiéndose cada vez más a participar en elecciones periódicas con candidatos elegidos no por los ciudadanos, sino dentro del ámbito de los propios partidos. Por otro lado, a pesar de la aparente múltiple oferta de alternativas, en casi todos los casos las posibilidades reales de elección han estado entre dos partidos, generalmente uno de ellos “conservador” (la derecha más rancia) y uno “progresista” (generalmente una socialdemocracia comprometida y siendo parte desde largo tiempo atrás del sistema imperante). Todo esto pudo ir sucediendo, aupado en el progresivo “estado de bienestar” que se fue desarrollando paralelamente al sistema político. Las crecientes clases medias, que fueron integrándose a un sistema de consumo y protección social (esto último impulsado por una vieja tradición de conquistas obreras), no hallaron motivos de disconformidad en que sus destinos fueran decididos por una elite política, satisfechos con su creciente aumento en “calidad de vida”.
Las dificultades llegan cuando aparecen los problemas económicos. La progresiva imposición de un cada vez más poderoso (sobre todo desde la década de los 80 del siglo pasado) neocapitalismo corporativo, que acumula capital y poder en un número cada vez más reducido de corporaciones transnacionales, y que lleva la reproducción del capital cada vez más hacia el ámbito financiero y especulativo, y cada vez menos a la productividad industrial, va a producir la génesis de la crisis económica actual. Las corporaciones desplazan los restos de la producción industrial hacia los países periféricos (deslocación), de mano de obra mucho más barata, acentuando la depresión productiva. Europa ya no es capaz de generar su propia riqueza, ya que sus propias corporaciones producen en el exterior. Mientras tanto, el estamento político (a estas alturas férreamente conservador), mantiene en principio los altos costos operativos de los estados del “welfare state” acudiendo a compromisos con la banca y las bolsas de valores. Y entonces todo comienza a colapsar.
El estamento político mientras tanto, ha ido quedando cada vez más prisionero de las entidades corporativas, quienes supuestamente son las que “mantienen” el status quo. Para apreciarlo en toda su magnitud basta ver por ejemplo, la férrea defensa que hace Mariano Rajoy y su gobierno de la Repsol frente a la decisión Argentina de nacionalizar YPF, una transnacional de capitales privados que ni siquiera tiene mayoría de capital español; o las rígidas decisiones que impone la canciller alemana Angela Merkel a los estados en problemas, defendiendo también férreamente los intereses de la banca privada alemana (principales acreedores por ejemplo, de Grecia). Y esto es parte de la caída de las máscaras que estamos presenciando. Los estamentos políticos europeos responden con energía a la protección de los grandes capitales. Y si no véase también con que rapidez esos mismos estamentos nombran primeros ministros de Grecia e Italia a reconocidos banqueros internacionales, para que se hagan cargo de la situación.
Las limitaciones terribles de este sistema político, que está aplicando las recetas inventadas en el Fondo Monetario Internacional, para hacer caer sobre las espaldas de los ciudadanos las deudas contraídas por los políticos con los grandes capitales, producen entonces un efecto de “huída hacia delante”. Todas las medidas políticas que pueden tomar son destinadas a tratar de salvar a corto plazo los intereses de los grandes capitales, al costo de ir desmantelando rápidamente (utilizando el principio neoliberal de “ajustes”) todos los logros de asistencia social, privatizar todos los servicios, mantener y propiciar el desempleo y en general producir el hundimiento económico de aquellas mismas clases medias que permitieran y colaboraran con el desarrollo del sistema político. Alimentan inevitablemente la hoguera de la crisis.
En principio, gran parte de estas clases medias frente a la incertidumbre y buscando estabilidad, se han volcado en las elecciones hacia la derecha (ejemplo el PP en España), y aunque no lo hicieran directamente, como parece acontecer en Francia con un triunfo de la socialdemocracia, están también eligiendo una opción que va a realizar las mismas acciones que la más rancia derecha, quizás como decían algunos españoles “con un poco de vaselina”. Como ya dijimos, las socialdemocracias están en Europa desde hace mucho tiempo (en Francia desde la segunda década del siglo pasado) integrando y siendo parte interesada del sistema de “democracia partidista”, a él se deben, por lo cual sus decisiones no se van a diferenciar demasiado de las que tomen las derechas declaradas.
El asunto está en que hay una parte de las sociedades europeas en crisis, que está dispuesta a combatir, a como dé lugar a los poderes establecidos y sus imposiciones. Al fin de cuentas estamos hablando de una región, que aunque puedan estar algo escondidas u olvidadas, tiene una larga tradición de luchas obreras y populares. De ahí los cada vez más incontenibles movimientos de protesta en Grecia, los indignados en España y los crecientes focos de agitación en los demás países centrales. Hay un cada vez mayor número de ciudadanos que no se resigna al despojo, que está buscando cada vez más vías de presión y de expresión para enfrentarse a la situación. La presión social sube y sube, Europa se está convirtiendo en un polvorín a punto de estallar.
Y la propia incompetencia del sistema político imperante, responde (como otra cara de la huída hacia delante) con represión y represión. Allí está ya el Partido Popular en España tratando de imponer en las Cortes una ley que convierta en delincuentes a todos aquellos que se atrevan a protestar. La policía inglesa reprime cada vez más brutalmente todo tipo de protestas, y el estado británico intenta considerar como “terroristas” a quienes las realizan. Ni hablar del creciente uso de la fuerza en Grecia, frente a las cada vez mayores rebeliones populares. En definitiva, no hay respuestas desde las instituciones políticas. Y cuando eso sucede los pueblos buscan sus propias soluciones.
Inclusive suceden cosas curiosas, como el inesperado crecimiento de la votación de izquierda en Francia a través de la candidatura de Jean-Luc Mélenchon, que si bien no ha llegado a crecer lo suficiente como para llegar a ser una opción a la segunda vuelta, parece indicar que una parte del electorado francés está descubriendo lo que ya viene sucediendo en América Latina desde hace más de una década, que también a través de los votos es posible elegir a outsiders y producir cambios sociales.
El balance final no parece muy esperanzador. Las posibilidades son que las crisis económicas y políticas sigan profundizándose, que las respuestas de las clases políticas dominantes sean cada vez más inútiles, y que la presión social aumente hasta ir produciendo explosiones sociales que pueden llegar a ser cruentas (si, en la civilizada Europa). Están en peligro entonces, desde la propia Unión Europea (incluyendo su moneda común), hasta la integridad de sus estados centrales.
Un panorama bastante diferente y contrastante con el que está presentando nuestra región Latinoamericana, en una constante búsqueda de mecanismos de integración, de combate frontal a la exclusión y la pobreza y de la búsqueda de nuevos horizontes.
miguelguaglianone@gmail.com