El capitalismo de librecambio ha tocado s su fin. La concentración de capital ha dado lugar a grandes monopolios que acaparan sectores enteros de la producción.
Los capitalistas han dejado de ser competidores anónimos dentro de un mercado desconocido y la libre competencia se ha trasformado en su contrario. La competencia en esta época del capitalismo consiste en que sólo los grandes monopolios pueden competir entre sí. El estado ha dejado de ser propiedad de la burguesía para pasar a estar controlado sólo por los sectores monopolistas de la burguesía. El estado sirve ahora sólo a los capitalistas dueños de grandes monopolios.
El elevado desarrollo de la producción capitalista se ha concentrado en unos pocos grandes monopolios y este fenómeno puede observarse en todos los países. Unas pocas empresas controlan cada sector (telefonía, transportes, etc.) frente a los rasgos iniciales del capitalismo donde en cada sector competían muchos pequeños productores.
El papel de los bancos y la fusión de éstos con el capital industrial llevan a la formación del capital financiero y al poder de la oligarquía financiera. Los bancos ya no son pequeños prestamistas. Los volúmenes de capital en liza son tan grandes que su actividad se vuelve imprescindible para la producción. Aún más, la información y la capacidad de incidencia que tie-nen los bancos los convierten en un centro decisivo y decisorio para la economía, pero también para otros planos sociales que tienen que ver con la economía, de cada país.
La exportación de capital adquiere una gran importancia respecto a la exportación de mercancías, característica de la fase precedente del capitalismo. Esto facilita la penetración y el expolio de las grandes potencias contra los países menos desarrollados.
Asociaciones de capitalistas internacionales se reparten el mundo, y las potencias capitalistas más importantes terminan el reparto territorial. En la época del librecambio, en el siglo XIX, las burguesías de los distintos países buscaban nuevos países para obtener más materias primas y nuevos mercados donde colocar sus mercancías. Dicho proceso ha terminado. El mundo se ha repartido territorialmente de forma completa y concreta. Esto obliga a cualquier potencia a desplazar o someter a otros países (o a otras potencias) si pretende obtener más materias primas o ampliar su mercado. Y si no lo hace las que sí lo hagan se acabarán haciendo más poderosas.
Con todo ello se ha formado una cadena imperialista. Es decir, una jerarquía entre las distintas potencias cuyos eslabones de alianza y dependencia (o sometimiento) se establecen según la fuerza (política y militar) y según el capital que poseen. Para poder competir y desarrollarse cada potencia se ve sometida al papel que ocupa en dicha cadena. Dadas estas condiciones el sistema político que prevalece es el propio de aquellas potencias que se colocan a la cabeza para dominar al resto de países a costa de someterlos de una u otra manera.
El capitalismo, pues, hoy, es más que nunca una máquina de destrucción masiva de grandes porciones de sociedad y al mismo tiempo del planeta. Hay que destruirla. España, si no le hace frente, será el país del sistema en Europa que caerá primero. No en balde España es la expresión rampante y final, repugnante y caciquil del capitalismo financiero. La última estampa recién salida del horno nacional es la de centenares de miles, quizá ya millones, de personas sumidas en el sufrimiento, en el lloro e incluso en el suicidio por la falta absoluta de recursos y por la suerte que les han deparado el destino, los bancos y el Estado, mientras un ministro dimisionario (que aseguró dejaría la política) acaba de entrar en el Consejo Consultivo de la Comunidad de Madrid con una retribución de 8.500 euros mensuales. ¿De verdad que un ser humano puede valer 8.500 veces más (en este caso, en otros millones y en otros miles de millones) que el que llama a la puerta del Consejo o a la de Cáritas pidiendo socorro o ayuda?