Más allá del espectáculo mediático que los componentes, uno por uno, de un ejército de corruptos proporcionan todos los días a los periódicos, a las televisiones y a las cadenas de radio para el mortificante recreo de lectores, televidentes y radioyentes, está la culpa profunda de esos miserables. Me refiero a la culpa que, al margen de la penal, ha sido causa de los “rescates”, a su vez causa de la degradación en cadena de la sanidad pública, de la educación pública, de la cultura y de las artes escénicas, y causa de la causa de la ruina o empobrecimiento de millones de personas.
Se dice que son 40 mil millones la suma de las ayudas financieras de Europa a España. Pues bien, parece que ésa es justo la suma de los saqueos de las arcas públicas a lo largo de al menos dos décadas. De manera que si semejante monipodio no hubiera estado incrustado en el gobierno central, en los autonómicos y en los locales quizá España se hubiera tambaleado también, pero el reparto equilibrado de las consecuencias de la crisis entre el pueblo y sus representantes no hubiera conducido a este país a aparecer ante el mundo como una tierra de auténticos bandoleros.
Por otra parte la corrupción generalizada ha destapado no sólo el altísimo nivel de canallismo de este país, sino también la vileza de los que lo consintieron, callaron y se conformaron con gabelas a cambio de su silencio. Y en esos responsables y culpables, sin necesidad de esperar a la sentencia, puede decirse que hay mucha, demasiada, representación y mucha descripción de lo lejos que han llegado estos felones después de pasar el país de la dictadura a la democracia que para ellos no ha significado más que la oportunidad de su vida para enriquecerse o para enriquecerse aún más de lo que estaban. A eso fueron a la política, para prostituirla, no para servir al pueblo. No hay perdón para ellos, sobre todo si tenemos en cuenta que precisamente las penas que se vayan dictando, sean las que sean y si es que en tantos casos no precede el archivo o procede la prescripción, el sobreseimiento o el indulto, serán en todo caso irrisorias si las comparamos con el número de los individuos que han delinquido, la suma de lo apropiado por todos, el daño causado y el número de los afectados por el daño. Nunca, en tiempos de paz, tantos han dañado tanto a tantos, sería la inscripción que encaja en el frontispicio de la monumental entrada a las Cortes españolas. Por otro lado, no hay señales de que la justicia consiga la restitución del importe total de los desfalcos, más allá de calderilla; ni en el conjunto de esa “asociación ilícita para delinquir” ni por separado. Por eso los partidos políticos desde los que actuaron debieran cargar con la indemnización de consuno con tales forajidos.
El caso es que serán varias generaciones las que sufrirán esta descomunal rapiña. Los recortes en los presupuestos en todas las áreas afectadas, que son todas, producirán por mucho tiempo efectos desastrosos en la educación, en la cultura, en el trabajo, en la dignidad y hasta en la vida de millones de personas si los nuevos gobernantes no dan un golpe de timón y no son capaces de restañar y cauterizar tantas y tan profundas heridas. No se trata de mejorar esta sociedad, sino de establecer una nueva.