Terminada la guerra civil, por un lado la Iglesia se encarga de impartir una moral de nervio castrense pero al mismo tiempo relamida y ñoña propia de la teocracia más o menos directa que desde hace siglos se enseñoreó de este país con alguna breve interrupción. Por otro lado, puesto que en el cooperativismo y el colectivismo, a los que tanto valor da el espíritu republicano, el Régimen veía el germen comunista, el sentido de lo público y de lo comunal desaparece. Todo debía ser propiedad privada, de sus protegidos, de la aristocracia o de la Iglesia. Así es que, con mano de hierro que ponía la Falange y guante de terciopelo que ponía la Iglesia, la enseñanza, la moral y el talante tomaron unos derroteros anómalos y caricaturescos, visto el asunto con los ojos de hoy, propios de la vida pública sometida a la represión. Ir o no ir por fuerza a misa, haber hecho o no la mili o el servicio social, haber roto o no la virtud de la virginidad, eran datos que configuraron el carácter de niños y jóvenes de aquel entonces, tanto o más que la educación recibida en cada hogar que, en general no podía ser muy diferente sin graves consecuencias... Pues bien, todo eso iría poco a poco influyendo en la psique y en el carácter de aquellas generaciones de las que proceden los hombre y mujeres pensionistas y jóvenes entre treinta y cincuenta años que, más que la implantación de una ideología lo que están forzando es un cambio de mentalidad...
Pues las generaciones de postguerra recibíamos en escuelas y colegios una educación obligada, a base de principios rectores de conciencia entre amenazadores, melifluos y ridículos, por un lado, y castrenses de un nacionalismo exacerbado, por otro. Si la familia era adicta al régimen, miel sobre hojuelas, y si no lo era, aunque tratase de inculcar al hijo o a la hija ética civil, aquellas prédicas tremendistas de curas y asimilados persistentes eran lo que acaban más o menos en el ánimo, como todo lo que es introyectado en el espíritu a edad temprana.
Así es cómo se talló psicológicamente a millones de personas, muchas de las cuales seguimos aun con vida y, aunque corregido para no chocar abruptamente con el clima psicológico imperante, casi no tuvimos más remedio que aprobar algo de aquellos principios a nuestros descendientes; hombres y mujeres que vivieron el tramo final del régimen y protagonizan ahora puestos representativos de la vida pública y política. Nosotros, es cierto que vivíamos aquellos valores inconsciente y conductualmente más para burlarlos que para asumirlos. Pero eso ha pasado siempre hasta ayer. Es cierto también, que los otros, los "valores" políticos de una política que propiamente no existía, no podían ser el referente de lo que habríamos de desear en el futuro en el que ya nos encontramos, aunque sólo fuese por el vivo contraste entre la forma de Estado y vida de país y la de los países que estudiábamos. Y es cierto que la mayoría (al menos la no favorecida), no los quería para nuestra sociedad. Y es cierto que si esto debían asumir millones de familias que procedían de la zona derrotada, las que por una guerra ominosa se encaramaron a las distintas formas de poder y de riqueza de aquella sociedad que quedó en pie tras su victoria, después de haberse acomodado divinamente durante la dictadura, tuvieron ocasión de prepararse concienzudamente cuando preveían el tránsito a otra cosa, para mantener sus prebendas y su estatuto intacto. Pero en todo caso, bastante de aquellos principios nos quedó a todos como de la calumnia queda siempre una sospecha tenebrosa.
Así es cómo en quienes no había ni la más leve señal de franquismo, los principios morales escuetos dejaron en nosotros las huellas del amor por el rigor, por el respeto a los demás, por el compromiso, por la honradez y por la honestidad. Pero a los ganadores, es decir, a quienes se adornaban con golpes de pecho y mojigatería, o con jactancia, bravuconería y prepotencia y siempre con afectación o hipocresía, aquellos principios les sirvieron para seguir tratando a todo el país como si fuese exclusivamente suyo. De ahí vino, con el paso de los años, esa conducta ruinosa para este país por parte de casi miles de políticos, de banqueros y de empresarios corruptos y esa miserable consigna de que lo que es de todos es del primero que se lo apropia, así como la idea de que lo público y el funcionariado son estamentos a liquidar. Espíritu destructor de lo público que contaba, por si fuese poca su potencia, con la colaboración e instigación de la ideología neoliberal con la que convergió, al enlazar los que habían sido propietarios del poder, con el entramado de la nueva democracia.
Pues bien, por todo esto, aquellos y aquellas que venimos de entonces y nuestros descendientes somos de dos clases: la de los que fueron toda su vida aventajados del franquismo, y los que tuvieron que abrirse paso en la vida en desventaja. Y si decía antes que a nosotros nos quedaron los principios éticos escuetos, y por eso quizá desconfiábamos de las ideologías aunque acabásemos sucumbiendo al votar a "la otra", los herederos del franquismo tampoco profesaron ni profesan ideología alguna. Porque no se puede llamar así al conjunto de incongruencias que desde el comienzo de la aventura democrática responden soterradamente a los principios de "Movimiento", o a aquella doctrina nacionalcatolicista que luego, como se enganchan dos vagones, uno de clase popular y otro de clase preferente, han conectado con ese modo deprimente de gobernar llamada la ideología neoliberal. Otra nefasta ideología nacida a finales de los 70 del capitalismo más salvaje; promotora del enriquecimiento sin esfuerzo a costa del desmantelamiento de los bienes y de las arcas públicas pagado por millones de personas a comienzos del corriente siglo. Lo mismo que sucedió en los primeros años del anterior, en lo años 30, cuando otra "crisis" financiera se llevó por delante a gran parte de la sociedad occidental, enriqueciendo hasta la náusea a unos cuantos puñados de individuos. La diferencia, en este sentido, entre los descendientes de los ganadores de la guerra civil y los descendientes de los perdedores está en que si a nosotros nos quedó la sustancia de la ética universal, los otros se sirvieron sólo de su apariencia de para seguir dominando a este país...
Y, si todos llevamos inconscientemente más o menos dentro a un déspota o un fascista en potencia que la inmensa mayoría reprimimos naturalmente, imaginemos a unas generaciones formadas en el fascismo que no han sido reeducadas a la fuerza en otra cosa, como lo han sido los alemanes perdedores de la guerra, por ejemplo. Y secuelas de eso es lo que durante estos últimos cuarenta años ha estado sucediendo en España. Ellos, los ganadores, ni habían aprendido a vivir en democracia, ni han aprendido después al seguir detentando cómodamente y de distintos modos las claves del poder y del dinero; razón por la que ni saben ni quieren dialogar. Sólo saben gobernar, aunque pésimamente, desde el absolutismo que les den las urnas. Y es porque aquel espíritu de la pretendida superioridad moral, del caciquismo y de la prepotencia que habia llevado a la "cruzada", permaneció en las almas a lo largo de la dictadura y ha seguido hasta hoy en multitud de apellidos dominantes. Y ese espíritu se ha mantenido en el estilo de la gobernanza y con más fuerza ha vuelto a rebrotar últimamente. Porque si bien la mentalidad socialista, básicamente compuesta de perdedores, le puso bridas en el transcurso de esta parodia democrática, las torpezas, la progresiva debilidad y la reacción de muchos de sus ex dirigentes en momentos críticos como los que vivimos, transmiten la idea de que más bien ese partido y sus personajes, aun amortizados, convergen por razones de edad con la mentalidad involucionista de los otros. El enriquecimiento personal de muchos de ellos y el gran acomodo de otros después de abandonar la política activa, funcionan como impulso que les lleva a preferir el orden viejo aunque predomine en él lo que combatieron, al espíritu grandioso que encierra la república. Por ello ni se plantean a fondo un nuevo modelo de Estado. Se limitan a proponer sólo remiendos, parches y cambios formales, a pesar de saber que lo que importa es la mentalidad que maneje el nuevo amanecer que necesita este país, y no cambios formales ni leyes nuevas si a la postre van a ser interpretadas por la misma mentalidad reaccionaria o involucionista de siempre. Y es, porque así, con continuidad, con más de lo mismo, es cómo pueden poner ellos a buen recaudo las prebendas y ventajas logradas a lo largo del cansino proceso democrático que en gran parte comparten con los otros. Ellos, los viejos "socialistas" es cierto que no están. Pero están, pues son demasiado influyentes como para que no atraigan con fuerza centrípeta a los más jóvenes al centro de su personal interés...