Ahora que el presidente de gobierno español se va a subir el sueldo y los ex presidentes, además de otras mil gabelas, reciben 75.000 euros anuales de los presupuestos del Estado en concepto de tales, creo oportuno salir al paso de semejante barbaridad teniendo en cuenta lo mal que lo pasan centenares de miles, si no millones, de personas en España, y al hilo de ello llegado el momento de poner las cosas en su sitio, que es la racionalidad en el sitio que ocupa la prepotencia institucional...
El parsimonioso camino desde el siglo XVIII hacia la razón y lo razonable en la sociedad occidental es bien conocido: libertad, igualdad, fraternidad, derechos humanos, abolición de la esclavitud, aproximación de las clases sociales, sufragio universal, derechos laborales, igualdad entre mujer y hombre... Por eso y dentro también de lo razonable, necesito una revisión de esa sociedad que redondee ese camino hasta la médula. Quiero un mundo al revés.
Porque, pese a la andadura de la razón apuntada, quedan tantos desatinos e incongruencias, tantas cosas insoportables en este modo de organizarse la vida colectiva, la vida común, la vida social, la vida política, la vida económica del sistema que padecemos por su embrutecimiento aunque nos lo nublen tantos espejuelos, que no sabría por dónde empezar si tuviese que enumerarlas por su gravedad y grado de importancia.
Pero una de las que peor soporto de un sistema que parece ideado por un diablo en que no creo, es la inversión de la cotización del mérito. Los quehaceres basados en la labia, en la charlatanería, en los discursos vacíos, falaces, irrelevantes como son los que acostumbra la mayoría de quienes concitan el respeto social que además son los mejor pagados (políticos, economistas, abogados, jueces, fiscales, notarios, registradores... la sociedad altiva) no tienen más valor que el que se atribuyen a sí mismos porque son ellos precisamente quienes regulan y reparten con sus leyes (algunas del mercado y de la fuerza) la recompensa a los méritos que les conviene tal como conciben el mérito. Todos, habladores, expertos en facundia, hábiles en la fabricación de falacias, de verdades intrincadas o a medias y de engaños manifiestos.
En cambio, el valor de los trabajos mecánicos, del arte y de la creatividad pura, comparado con los anteriores está por los suelos. ¡Maldita una sociedad, la ultracapitalista, mercantilizada hasta la náusea, castrada, que desprecia la creatividad y los trabajos penosos, afanada en retribuir escandalosamente a vendedores del humo que manejan argumentos enrevesados e ideas que ni siquiera son suyas pues son de alguien que las gestó recién salido de la caverna, para continuar la depredación por otras vías! Hoy día, que se imprime a la historia una velocidad de vértigo, ha llegado el momento de tratar como incongruente para corregirla, esta realidad que vivimos...
Los ciudadanos y ciudadanas mejor pagados deben ser los que limpian nuestros váteres y alcantarillas, los que pican en la mina, los que limpian y recogen nuestros desperdicios, los que barren las calles y todos los que gracias a ellos nuestra vida discurre por cauces salubres; los que se dedican a cuidar y sanar a enfermos, a enseñar y a la investigación; los creativos de arte. Y los peor pagados, aquellos cuyo oficio y quehacer está ligado exclusivamente a la palabra. Ya les gratifica su presunta vocación y la comodidad que rodea al desempeño. El esfuerzo intelectivo que requiere unos estudios lleva consigo la satisfacción de "conocer". No precisa del estímulo de una especial retribución.
¿Cuál es el motivo de invertir los términos de ésta, de modo que quienes hacen los trabajos más cómodos ganan más dinero que quienes realizan los más arduos? La explicación es sencilla. Los apoltronados, los que fabrican la realidad que vivimos en conjunto con nuestra existencia real, son los que legislan y organizan la sociedad. Han construido la casa de la sociedad por el tejado, con unos cimientos absurdos que pese a su debilidad la aguantan casi milagrosamente en el aire sólo porque detrás de los "constructores" está la fuerza del dinero, de las finanzas, de los ejércitos y policías, de los medios de información, de la jerarquía religiosa... pero no la fuerza de la razón que es la que corresponde consagrar, después de haberla enaltecido en el siglo XVIII, en los tiempos que vivimos.
Estamos en la Era del Byte, a punto de viajar a otros mundos y de recibir visitas de ellos; una época en la que todo está siendo revisado y muchas cosas inconmovibles hasta ayer están siendo derrumbadas, como los budas de Bamiyán. No haya pues aprensión en reexaminar el asunto. Seguro que tomaremos contacto con esa parte de razón a la que todavía no ha accedido el ser humano...