La antigüedad de las leyes es lo que las hace respetables. El pueblo menosprecia rápidamente las leyes que ve cambiar a diario. Porque al abandonar antiguas costumbres y viejas leyes para reemplazarlas por otras supuestamente mejores, a menudo se introduce mayor depravación.
Yo elijo la república en donde los particulares, contentándose con otorgar la sanción de las leyes y con decidir, constituidos en cuerpo y previo informe de los jefes, los asuntos públicos más importantes establecen Tribunales respetados, distinguen con cuidado las diferentes jurisdicciones y eligen anualmente para administrar la justicia y gobernar el Estado a los más capaces y a los más íntegros de sus conciudadanos.
En esa clase de gobernación sirve de testimonio la sabiduría del pueblo y la virtud de los magistrados, las cuales permiten que unos y otros se honren mutuamente. De modo que sí alguna vez llegan a turbar la concordia pública funestas desavenencias, aún en estos tiempos de ceguedad, de desmesuras y de error quedarían esos magistrados señalados como testimonio de moderación. Moderación y sabiduría que es lo que precisa el país, y no el silencio cómplice unas veces, la tolerancia hacia quienes menos la merecen otras, y la extrema intolerancia hacia los débiles sociales la mayoría de las veces. Todo lo que hacen detestables a la monarquía y a la forma piramidal de funcionar las instituciones y la sociedad donde es imposible que los más competentes, los más capaces y los más virtuosos no se vean precisados a retirarse de la escena pública. Eso, cuando no son además anulados o perseguidos. España tiene una población quizá inigualable. Pero su tendencia a la sumisión, castigada por siglos de debilitamiento mental procedente de una especie de religión depravada por su jerarquía, le está costando mucho despertar...