Mientras el soberbio magnate Donald Trump jugaba plácidamente al golf para escapar de la realidad, le llegó la indeseable noticia de la confirmación de su contundente derrota. Nada de sorpresas porque sus números internos seguramente reflejaban a cabalidad la debacle en puertas. Ni un milagro lo salvaría. Eso sí, para su tribuna de iracundos seguidores y para la prensa mundial, puso en escena una de sus mejores rabietas, todo para justificar que en lo que le resta de vida jamás reconocerá el humillante descalabro electoral.
Trump tenía meses ensayando el discurso del fraude electoral, lo que le permite ahora victimizarse mediante sus fantasiosas acusaciones sin tener prueba concreta alguna. Lo cierto es que en esta elección se le vieron todas las costuras a un deficiente sistema electoral, lleno de injusticias e inequidades que posiblemente rayen en el borde de la legalidad tolerable para cualquier proceso democrático.
El primer lugar, todo el sistema electoral está montado sobre las reminiscencias de las Trece Colonias, donde el voto popular es menos importante que la representatividad de los delegados de los Colegios Electorales, como si aún mandaran los amos de las haciendas algodoneras. Este sistema de todo o nada, anula, desvaloriza y desecha los votos de los ciudadanos cuyo candidato quede en segundo lugar en un determinado estado.
Por otro lado, está legitimada la exclusión del derecho al voto de miles de ciudadanos, como por ejemplo los privados de libertad, los cuales en este sistema pierden sus derechos políticos por su condición de condenados. También se han revelado datos de que la alta abstención entre la población afrodescendiente o latina pudiera estar relacionada a la menor cantidad de centros electorales disponibles en sus espacios territoriales.
Pero alerta. No deja de sorprender que los resultados recojan que, en esta turbulenta elección presidencial, 71 millones de norteamericanos votaron por Trump (47,5%). Es decir, casi la mitad de los votantes aún confían en este nefasto personaje, muy a pesar de sus recurrentes acciones criminales, su inmoralidad, su temperamento colérico, siempre falaz y abusivo. Todo lo que hace o dice Trump lleva la impronta de la tendencia a la siniestralidad. Su derrota, por poco margen (gracias a Dios y para beneficio de toda la humanidad) es únicamente atribuible a los sucesos coyunturales por su mal manejo de la pandemia del Covid-19 (su postura negacionista); y por las justas y reivindicativas protestas que se generaron en todo el país en repudio a la violencia racial y a la exclusión social de millones de norteamericanos. Esta es una herida abierta que difícilmente Republicanos o Demócratas se atrevan a enfrentar. Queda además el mal sabor de la existencia palpable de una sólida fuerza conservadora, reaccionaria y con sed de venganza que apoya ciegamente a Trump en cualquier escenario.
Tampoco cambiarán muchas cosas bajo el mandato de Biden, pues es otro político acostumbrado a seguir las directrices del establishment conservador en los asuntos domésticos. Quizás en la esfera internacional sea más diplomático y menos eruptivo que Trump, pero estamos seguros que a sus oídos solo llegarán los tenebrosos consejos de los halcones más radicales de la Casa Blanca y del Pentágono. Nada bueno se puede esperar de las logias guerreristas.
Por lo pronto, en todas las redes sociales circulan con sorna los mensajes incendiarios del presidente del imperio más poderoso del planeta, gritando histéricamente que le hicieron fraude en sus narices. Extraña que no se haya blindado contra esta posibilidad. Se especula que delegó en el embaucador profesional Luis Almagro las tareas de defensa del voto, montaje de actas y hackeo de servidores. Un error fatal por parte de Trump.
En el horizonte de Trump, como mal perdedor, solo se ve que judicializará todo el proceso electoral. Para ello desplegará su ingente fauna de abogados y malabaristas legales que aprovecharán todas las rendijas y excusas posibles para montar causas en los tribunales donde históricamente los jueces han sido nombrados a dedo por los Republicanos. Es un juego de impudicia donde ninguno actuará con imparcialidad.
Ya los medios recogen que la batalla en tribunales empezó. El Fiscal General norteamericano William Barr, instruyó a cada fiscal federal a buscar debajo de las piedras pruebas que le permitan montar "acusaciones sustanciosas" para impugnar el resultado electoral. Con esta premisa alegarán la existencia de una supuesta "conspiración" creada diligentemente y a gran escala por los Demócratas para sumar votos a favor del candidato Biden, alterando con ello el resultado electoral. Resulta más que poco creíble este escenario. Sin embargo, ya ruedan cabezas y nada menos que el director de la oficina de Crímenes Electorales de la Sección de Integridad Pública del Departamento de Justicia, Richard Pilger, renunció raudamente a su cargo motivado a que la injerencia impuesta por Barr representa "una nueva e importante política que deroga la política de no interferencia de cuarenta años para las investigaciones de fraude electoral en el período anterior a las elecciones, que se certifican y no se impugnan". Casi Nada. ¿Es el sistema electoral norteamericano un ejemplo de democracia para el mundo? Pues no, están bien lejos de la equidad y la justicia.
Richard Canan
Sociólogo
@richardcanan