Me parece incuestionable pese a que por cuestionar lo más sencillo, obvio y evidente nunca faltan voces estridentes en todas partes, que no tenemos más remedio que aguantar la política y a los políticos en un sistema estructuralmente injusto que prefiere la libertad, las libertades formales, las libertades políticas, de expresión, de manifestación, de circulación, etc, a la igualdad; igualdad que no significa identidad imposible sino aminoración de la desigualdad que pese a todo existe y siempre existirá en la naturaleza. Esto es así en todos los países del sistema. Lo que pasa es que los países europeos que no son España están muy curtidos por experiencias múltiples a lo largo de los siglos, y especialmente de los últimos trescientos años, y España no; experiencias de las que España no ha participado porque cuando se ha salido de su órbita geográfica ha sido en plan imperialista, para poner la bota a otros países. Por ejemplo, a Flandes, los Países Bajos. Y porque si la religión vaticana ha predominado también en naciones como Francia e Italia, estos países han asimilado tarde o temprano la presión del luteranismo ejercida sobre el continente. Mientras que España, cuando estos países habían superado la uniformidad oficial en materia religiosa, la dictadura volvió a llevar al catolicismo, con sus dogmas y concepciones atávicas, al primer plano de la política sin política que es toda dictadura. En estas condiciones, la distancia entre la mentalidad general de los países europeos y la española se ensanchó todavía más después de haberla neutralizado la experiencia de las dos repúblicas en el espacio de tiempo sumado de menos de un lustro.
Digo por tanto que la política al uso en todo occidente y parte del extremo oriente, a fin de cuentas de mimbres burgueses (aunque el término burgués haya caído en la obsolescencia pero sigue siendo harto expresivo), es una supersestructura cambiante de lo económico, al decir de Marx. Lo suficientemente cambiante como para tener que aceptar, si se consiente la política burguesa, que en el mismo o similar grado cambian los políticos y su ideología al compás de los cambios que permitan los poderes económicos, por un lado, y el poder religioso también y todavía en España.
De modo que si en el mundo la política depende de la economía, en España los obstáculos se redoblan con la influencia del poder eclesiástico no por menos ostensible en los 43 años de régimen transicional, menos influyente. En todo caso, los cambios significativos en el plano social y sociológico que sobrevienen eventualmente en una sociedad no provienen tanto de las decisiones de los políticos como de las determinantes difusas de los poderes económicos y religiosos a los que en España se une en la actualidad amenazas del poder militar, siempre activo y siempre peligroso en un país no precisamente regida por dirigentes de idiosincrasia marcadamente pacifista.
En resumen, el tiempo de los cambios políticos, el tiempo que requieren los cambios políticos y sociales para disminuir las desigualdades, suprimir privilegios y agravar penalmente los ilícitos precisamente de los responsables públicos en lugar de atenuar la pena o eximirles de ella, depende (aparte de los dichos: poderes económicos y religioso en España), mucho más del cambio lento de mentalidad de la población dominante, que del tempo marcado por la agenda política. En España, desde luego es manifiesto. Casi medio siglo ha transcurrido desde el tránsito de la dictadura a otra cosa. Se intentan cambiar las cosas, pero ya se ve la enorme resistencia de los dueños de la economía y de la religión. Ya se ve el poder de los llamados "fondos buitre", en manos de entes extranjeros combinados con sujetos autóctonos procedentes de la clase política. Ya se ve el poder de los consejeros expolíticos que copan las hidroeléctricas y en absoluto no sólo no permiten la creación de una empresa nacional de energía, sino que suben la luz cuando más patética es la coyuntura. Ya se ve el poder de la banca que se alzacual empalizada ante cualquier iniciativa de cambios significativos, no cosméticos, de la ley hipotecaria de 1946; ley que, salvo retazos de decretos correctivos, sigue propiciando los desahucios salvajes a estas alturas de la historia, no por perjuicios causados por el incumplimiento del pago a personas físicas damnificadas en el agravio comparativo entre una y otra parte, sino a corporaciones, empresas y personas jurídicas ya de por sí supermillonarias. Vivimos tiempos que me recuerdan a la Maria Antonieta a quien le decían que el pueblo no tenía pan y ella contestó: ¡que coma bollos!
Yo, personalmente, y muchísimos en España y en el mundo, amamos la libertad como los que más. La amamos tanto que nos hemos negado siempre a abusar de ella, como nadie abusa de quien ama verdaderamente. Amamos las libertades públicas que nos permiten expresar nuestros lamentos, nuestras quejas y denuncias sociales. Y aún así, visto lo que dan de sí en este país, lo poco que sirven para cuestiones importantes, como es decidir un pueblo su destino o atajar las desigualdades ominosas entre una parte de población enriquecida hasta la náusea o simplemente acomodada, y otra gran parte cuya libertad no le sirve para nada salvo para quitarse la vida (libertad que siempre existe sea cual fuere el régimen político), juramos ante el altar de ese Dios en quienes dicen creer tantas y tantos, que si nos dieran a elegir entre libertad e igualdad del binomio eterno que tanto conflicto genera, sacrificaríamos esa clase de libertad miserable o ficticia si supiésemos que tal sacrificio permitía que todo el mundo tenía las necesidades básicas de todo humano cubiertas; cubiertas por justicia social, no por favor, caridad o filantropía. Si supiésemos, en fin, que no había nadie tan rico que pueda comprar a otro, ni tan pobre que se vea necesitado a venderse, como dice el inefable Voltaire...