La inmensa mayoría de quienes nacimos en España en el transcurso de la guerra civil, tras la que estalló la segunda guerra mundial, y hemos llegado hasta hoy, no creo equivocarme si digo que, salvo las excepciones con las que hay que contar en toda regla general, hemos sido muy afortunados. Mientras que los tiempos que preceden a la guerra civil, raro es el que no fue atravesado, bien por guerras internas más o menos extendidas, bien por la violencia ocasional de las protestas o algaradas de los débiles sociales, o por la violencia más o menos visible de la Iglesia española o del Estado del momento, en 82 años, casi un siglo, no hemos conocido de primera mano otra violencia que no sea la violencia moral; esa violencia que, desdoblada, es por un lado la violencia legal que se reserva el Estado en un ordenamiento jurídico implacable con el débil y condescendiente con el fuerte, y, por otro lado, esa otra violencia que subrepticiamente es ejercida por todos los poderes en la sombra, y aun el institucional de los gobiernos o el Estado para garantizarse tanto el orden en las calles como su propia continuidad. Violencia de dos niveles y caras pues, por otra parte presente en todas las naciones del globo y de todos los tiempos...
Nuestra generación no es una más. Al menos no es una más en España. Como no lo es la generación europea que pasó por la segunda guerra mundial, casi coincidente con la intestina nuestra. Nuestra generación, la española, aparte de la fortuna de no haber vivido guerra alguna, transida, quiérase o no, de retazos mentales y anímicos de filosofía aristotélica y estoica nacional catolicista, muy apropiada para tiempos de postguerra, ha ido creciendo fascinada, de asombro en asombro. Es la que ha ido descubriendo, paulatinamente, uno tras otro, todos esos espejuelos que forman parte del progreso material, de la ciencia y de la tecnología. Ya estaban la electricidad, el telégrafo, la telefonía, la radio, el cine hablado y el coche. Pero en España primero hubimos de probar la radio de galena y el cine nick, y luego, inmediatamente, pasamos ya a la radio que conocemos. Luego, el cine en technicolor... A partir de entonces la televisión y en cascada todos cuantos artefactos pueda uno imaginar relacionados con la electrónica y la internet que ahora manejamos casi todos, se nos ha ido haciendo grata la vida. No sólo eso, es que han ido configurando y condicionado de algún modo nuestra psicología, nuestra mentalidad y hasta nuestro lenguaje corporal, al compás de un deterioro de la vida emocional alterada por la trepidación y las ansias apenas controladas de urgentes y nuevas experiencias. Diríase que nuestra generación, a caballo de una dictadura que duró la friolera de casi medio siglo y el boceto, durante casi otro medio siglo, de una democracia burguesa que no acaba de convencer ni de asentarse, si vivía al entrar en ella una atmósfera extraña de libertades públicas desconocidas, penosa y enrarecida es la que vive ahora por el modo de afrontar el poder político, forzado por el el epidemiológico y el farmacéutico, la pandemia que nos embarga.
En principio esta circunstancia, que percibimos como un factor bipolar por su fuerte contraste entre lo vivido en la dictadura y lo que empezó a vivirse tras ella, también forma parte de la fortuna general que disfrutamos. Pues, por ejemplo ahora, serán muy raros quienes, de nuestra generación, no sean propietarios de una vivienda, y raros también quienes no dispongan de una pensión. Nuestra generación, es decir, la que tiene más de 80 años -datos de 2016-, es un 6 por ciento de la población, cerca de tres millones de españoles, de "ricos". Pues no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita, se repetía una y otra vez en aquellos tiempos de infancia y juventud. Y nosotros, generalmente austeros, por tales nos consideramos en estos otros tiempos en los que lo que más avanza, verdadera y desgraciadamente, es la miseria…
Pero ha irrumpido en la vida de todos la enfermedad que se ha adueñado de nuestras sociedades, que a su vez nos ocasiona un efecto doble. Por un lado, en quienes no conocemos el miedo, la excitación que puede producir el riesgo inesperado, pero por otro, la sensación acelerada de la cercanía de la muerte que antes espantábamos. De modo que, cuando creíamos que ya no había nada que nos llamase la atención, viviendo un dejá vu permanente, perdida la capacidad de asombro que caracteriza a la edad provecta, y en cierto modo fatigados de vivir, aunque barruntábamos el final de los tiempos en la forma espantosa que un estudio de 150 científicos dictamina como consecuencia del cambio climático, ahora nos agita el pecho la incertidumbre del cómo moriremos que antes no nos preocupaba. Porque, por una parte, se promulga en España una ley de eutanasia esperada hace mucho, y por otra parte asoma el espectro de dos crueles y cercanas amenazas: el virus muy activo de la gripe alojado en cualquier parte, y una vacuna de la que absolutamente desconfiamos porque en ella vemos una trampa.
Y todo sucede, incluida esta desconfianza, porque la declaración de la pandemia parece la culminación de un proceso iniciado en aquella alerta divulgada con fanfarrias, urbi et orbe, hace más de ocho años, por la ex secretaria del FMI, Christine Lagard, y por Aro Taso, ministro de finanzas nipón, acerca del peligro que para el sistema representa la longevidad. Luego, a ella empiezan a sumarse a continuación, el estado de quiebra virtual del sistema económico que le precede, aunque no se haya declarado oficialmente como se ha declarado la pandemia. Luego, las maniobras mejor o peor conocidas, de esos poderes en la sombra que mencionaba: Club Bilderberg, Foro de Davos, experimentos, como el de la universidad privada Johns Hopkins, de Baltimore, donde en 18 de Octubre de 2019 se hizo un simulacro con el coronavirus que, de ser real, se producirían 63 millones de muertes; tecnología 5G; chaimtrails, por cierto, desde que empezó la pandemia desaparecidos. Y entre tanto, entreverada en el tejido social de occidente, la demolición controlada de la moral y de la ética -también la mediática y la médica- barridas por el hedonismo generalizado. Todo lo que hace tenebroso, casi misterioso, el escaso futuro que nos queda…
No podemos hacer nada. Estamos en manos de una dictadura que ahora es un triunvirato médico, político y farmacéutico. Pero yo no puedo callar. Por eso, antes de pasar a mejor vida deseo dejar constancia de nuestros temores razonados en el presente testamento moral. El tiempo, el poco tiempo que por ley de vida nos queda, dirá en adelante si nuestros temores y nuestra desconfianza fueron clarividencia y sabiduría propias de la larga vida, o fue mera aprensión de quienes, pese a todo y por conocer sobradamente la catadura de la sociedad humana dominante, les es imposible confiar en ella… De momento, la historia, la historia de la medicina y la historia del poder, han dejado muchos rastros de lo canallesco que puede llegar a ser el ser humano, y con mayor motivo organizado, en su afán de dominar y de experimentar.