Y no lo puede serlo, por mucho que lo afirmen rotundamente políticos y, sobre todo, periodistas que parecen pagados o sobornados para propagarlo, por las razones que expongo a continuación...
Desde ese punto de vista antropológico que alumbra tanto el ámbito político como el establishment, la sociedad española es demasiado heterogénea para lograr pronto la estabilidad mínima indispensable que precisa un sistema de perfil democrático burgués, en el que todos se sientan relativamente insatisfechos. No hay más que ver una sesión tras otra en el parlamento, además un año tras otro. No hay más que ver que nada tiene que ver nunca lo que replica un diputado con lo que ha dicho otro. No hay más que ver el ruido incesante en las bancadas, la reiteración de los mismos adjetivos y adverbios y la falta de imaginación para el sinónimo. No hay más que ver cómo se lleva al hemiciclo la acusación sistémica de comunista como si quienes creen en el comunismo fuesen blasfemos, y de terrorista del movimiento de liberación vasco (como lo llamó un ex presidente conservador), a quienes nada tiene que ver con ese movimiento; las acusaciones de alianzas contra natura, cuando todos los partidos participan sin excepción de dichas alianzas y es propio de la política el pacto entre opuestos... Y todo eso porque España en su conjunto está muy atrasada en democracia respecto a Europa. Quizá, entre otras muchas razones que apuntaré después, porque al no haber participado en ninguna de las dos guerras mundiales y no compartir secularmente experiencias específicamente europeas desde hace muchos siglos, se casó con Europa exclusivamente por interés. En lo fundamental, justicia e información, está sumamente alejada del Continente.
Y es que, aparte las condiciones culturales y caracteriológicas previas históricas de cada uno de los territorios, todos con personalidad propia, de la nación llamada España; aparte su división religiosa entre una mayoría influida por el catolicismo secular y típico hispano y unas minorías de otras religiones, indiferentes o profesas de un laicismo notable; aparte el episodio traumático relativamente reciente de una guerra civil que partió en dos a la sociedad toda y quizá para siempre; aparte la nula voluntad de cicatrizar las profundas heridas dejadas por esa guerra civil mostrada en el acto fundacional del nuevo régimen, primero por adictos franquistas que habían colaborado estrechamente con la dictadura y luego por sus herederos presentes a lo largo de todo el tránsito de un régimen a otro, la sociedad española es demasiado heterogénea como para afirmarse sin vergüenza que es una democracia consolidada. Y menos para compararse con otros países de la Vieja Europa, de los que algunos de ellos la viven hace siglos.
La falta de homogeneidad y de cohesión social del conjunto de la sociedad, dentro de la diversidad siempre tolerable e incluso deseable, es tan extrema que es preciso esperar todavía el paso de muchos decenios para compactarse la población, como lo está la de cualquiera de esos otros países asentados europeos. Pero, por si fueran pocos esos cuatro factores de heterogeneidad de los que hablo, hay otras tres superestructuras que impactan directamente sobre ella, la ahondan y la sellan. Pues, ya en la transición, obviando las trampas habidas en la redacción de la Constitución, los llamados a corregir las deficiencias de la misma con acciones imprescindibles para superarlas que esperaba el pueblo, han brillado por su ausencia y no han hecho más que defraudar al pueblo. Esas superestructuras son: en primer lugar, una justicia que confirmase con su imparcial actuación su voluntad democrática no fácilmente distinguible en el texto constitucional; en segundo lugar, una política descentralizadora y potenciadora de la res publica, de lo público; y en tercer lugar, unos medios de comunicación que pusieran en marcha una crítica y unas corrientes de opinión favorecedoras inequívocamente del propósito auténtico democrático, sin disimulos ni argucias, pero que en su lugar se han mostrado obsecuentes con la monarquía y demasiado benevolentes con otras graves lacras penales. Y si a todas estas carencias y elementos disolventes gravísimos añadimos un octavo dato (que en cierto modo sería un compendio de todo lo demás), el mundo entero entenderá no sólo que España no puede ser una democracia consolidada, es que está muy lejos de serlo. Me refiero a la friolera de ocho Planes de Enseñanza que dos partidos políticos únicos han legislado, cuyos modelos han ido anulándose unos a otros entre si a lo largo de los cuarenta y cuatro años de la singladura. Lo que ha debido ocasionar en las sucesivas generaciones que se han ido sucediendo desde 1978, una confusión y perplejidad pedagógicas que hacen aún más problemática la indispensable cohesión social para un auténtico y equilibrado contrato social post dictadura.
Así las cosas, desde ese punto de vista antropológico, hasta que en dicha cohesión y homogeneidad no se implique toda la población española, en su conjunto o en muy grandes porciones por separado, al igual que la inmunización frente al virus sólo se alcanza cuando se ha vacunado una gran mayoría del rebaño, seguirán reinando en España la frustración, la desconfianza, la sospecha permanente y la confrontación asquerosa en una democracia a medio hacer. Y, lo que es más grave, la mayoría del pueblo llano seguirá padeciendo la impresión de que siguen siendo las clases sociales históricamente predominantes las que mandan, y los demás nos limitamos a obedecer como ciudadados de segunda clase, al igual que la negritud en Estados Unidos, y en servidores suyos.
Jaime Richart
12 Febrero 2021