La generación post franquista en España es la hacedora de lo que nos encontramos ahora, 43 años después. Pero era también franquista. Una generación que cuando, ya madura irrumpió en la nueva sociedad, venía disfrutando de una vida muelle y, a diferencia de las dos precedentes, la de sus padres y sus abuelos, carecía de los elementos comparativos de un antes y un después de la guerra civil que no había vivido. No podía por consiguiente sopesar y valorar ni lo que poseía, ni lo que pensaba, ni lo que sentía en términos políticos, ni siquiera quizá sociales, ni capacidad para vislumbrar lo que España necesitaba porque estaba muy lejos de asumir el sustrato de cualquiera de las democracias de la Vieja Europa. Por otro lado, la inmensa mayoría de la población española en aquellos primeros compases y los siguientes, en general disfrutaba de suficientes recursos para vivir con un cierto desahogo y sobre todo con un futuro prometedor. Pero poco a poco, a medida que fue viendo qué era "la política", que desconocía, lo que pasaba mientras iba despertando su propia consciencia a las condiciones que se le iban poniendo de manifiesto, ya más madura, parte de la población no tardó en comprender que su futuro no podía estar en España. Y quien pudo, se buscó la vida fuera, empezó a emigrar. Pero, de entre quienes no se quedaron, parte de los individuos más preparados de esa generación post franquista se percataron del verdadero calado social y político reinante. Habían pasado veinte años y la situación no se correspondía, ni mucho menos, con lo que esperaba por lo menos la mitad de la población tras una suerte de engendro sociopolítico…
Analizadas un poco más de cerca, la Constitución y la monarquía en la que se basaba la Transición que tanto alababan los que la habían cocinado; examinadas, tanto la continuidad de los mismos jueces que procedían del franquismo como las nulas señales de una voluntad de cambio por parte de la clase política, de un partido y del otro, que gran parte de la población esperaba dadas las circunstancias dramáticas en que se había producido el paso de un régimen político al otro; examinada la fácil adaptación de los medios de comunicación, primero los impresos, luego también los audiovisuales, al nuevo establishment; examinado de cerca todo eso, sectores amplios de la sociedad empezaron a ver en la Transición una maniobra. Y, al mismo tiempo, se percataron de los incumplimientos del partido que nominalmente representaba a la izquierda política de las clases medias, y su ostensible conformidad con un régimen de bipartidismo que había tomado carta de naturaleza. Todo lo que les despertó una indignación a duras penas contenida. Y entonces, intentando corregir, enmendar, reconducir a ese partido que se había alternado a lo largo de tres décadas en el poder, un grupo de individuos, primero lo denunciaron desde la calle, luego, ya constituidos en un partido político, desde el estamento parlamentario. Pero la pujanza inicial, la fuerza vital de ese puñado de indignados, como un globo que se va desinflando fue perdiendo paulatinamente vigor por un par de concausas: la hostilidad atroz de unos periodistas y medios de comunicación predominantes unida a la pasividad de los restantes, por un lado, y, como consecuencia, las luchas intestinas en el partido a medida que se iba desinflando el globo y sus dirigentes iban rebajando las expectativas, por otro lado. Aun así, por fin, aún sin apenas resuello, el partido acabó entroncando con el de la alternancia en el núcleo del poder ejecutivo. Pero ya era tarde. Ya era tarde para corregir la tendencia del acomodo del partido que se consideraba progresista y sus militantes, ya era tarde para confiar en un cambio brusco o repentino de un estado de cosas que aqueja en lo más íntimo a millones de personas. Precedidos de un recesión económica galopante iniciada en 2008, los acontecimientos sobrevenidos en 2020 de una pandemia mundial terminan desintegrando, medido el asunto por el número de parlamentarios, los a menudo sutiles elementos que cohesionan a toda sociedad, aparte del idioma, ahora para colmo también globalizada. El desconcierto se palpa. (En lo globalizado, basta sólo saber -y eso sólo pasado el tiempo será posible- si el acontecimiento de la pandemia fue o no provocado deliberadamente, para dar un salto mortal sobre la economía capitalista neoliberal como un recurso a la desesperada para superar la imposibilidad de la expansión permanente que el capitalismo precisa para funcionar).
Lo cierto es que, en España, ya no podemos confiar en cambios radicales gracias a esta generación. Sólo podemos confiar en que la presente emplee todas sus energías para que al menos la siguiente sea una generación verdaderamente constructiva y no recaiga en la misma mentalidad equivocada que siguió a la de la dictadura, que ingenuamente creyó en la democracia prefabricada que ofrecieron los franquistas o esperaba cambios sustanciales más adelante. La formación de la generación definitiva, la "terminada", está pendiente. Y esta generación nueva ha de comenzar en ese punto del despertar intelectual que es la escuela. Al niño le han enseñado a amar a su país, un criterio al que no nos oponemos, pero al que hay que añadirle la posibilidad de que se le enseñe a amar también a su patria común europea, al mundo entero, a la humanidad. Pero debiera ser una generación que estudiase no la historia de las guerras que deriva en realidad en un perfecto sinsentido, sino la historia de la humanidad, la de la construcción de la cultura, de los grandes inventos, de los descubrimientos, de los progresos de la moral no necesariamente religiosa, de la ciencia, de la tecnología. Porque la historia de las guerras sólo nos muestra la historia de las culpas que se echan en cara una nación a otra, un bando a otro si es una guerra civil. En la historia de las guerras se nos presentan frente a frente sólo enemigos. Mientras que en la de las culturas, solo hermanos, sólo amigos. La historia de la guerra incita a la juventud a admirar la violencia, la historia de la cultura le enseña a honrar el intelecto. Es preciso sustituir el espíritu de la desconfianza por el de la confianza. Sólo desde esta óptica que permita remontarnos por encima de un negro pasado y un continuo manipulado, permitiría una España renacida de una especie de redención, que sería la vocación por encima de todo europea, en la que los nacionalismos residuales abandonarían sus comprensibles ansias de emancipación. Sólo desde esa óptica España se iría aglutinando hasta los niveles ostensibles de homogeneidad que apreciamos en las naciones de la Vieja Europa y las lacras seculares y no tan seculares irían poco a poco o rápidamente desvaneciéndose. Si la historia de la cultura ocupase un lugar central en la educación, sustituyendo a la historia política, habría más respeto mutuo y menos desconfianza, más amor al intelecto y menos inclinación a la violencia en las generaciones siguientes. La Unión Europea sabe todo esto. Estoy seguro de que apoyaría y reforzaría de diversos modos, esta iniciativa pedagógica y cultural de altas miras…