Conocer es una praxis que contribuye a la representación de la realidad y al encauzamiento y conducción de la misma. Es un hacer en la medida en que relaciona abiertamente al intelecto humano con los fenómenos y los hechos, hasta llegar a enunciados constatados empíricamente. De ahí que su resultado –el conocimiento– no sea un mero ornato, un adorno para elevar los grados de jactanciosidad en quien lo ostenta, lo produce o lo difunde.
Existe conocimiento gestado a través de procedimientos sistemáticos que alcanzan una validación a través de un método, la rigurosidad y la contrastación con la realidad. Aunque también el conocimiento proviene del ejercicio del sentido común –del vivir y la cotidianidad de los sujetos y que tienden a hacerse hábito práctica diaria–, así como de la misma religiosidad, el mito, la magia y de otros rituales; facetas estas últimas que se nutren más de las creencias y el dogma. Todas esas modalidades tienen la misma legitimidad según el ámbito donde se desplieguen y responden –en distintos niveles– a la urgencia de explicar aquello que despierta curiosidad o duda, y a la necesidad de representar los hechos a través de los conceptos. No existen estados sucesivos del conocer como lo plantea el positivismo clásico, sino un entrelazamiento de las distintas formas de conocer y que se conjugan y potencian con las ideologías y los intereses creados en cada momento histórico.
Lo que le da forma al conocimiento es la labor de abstracción, la palabra y el potencial de ésta para nombrar aquello que rodea al ser humano o que construye en sus relaciones sociales. Sin la palabra el arte de conocer carecería de substancia y sentido y se despojaría de toda posibilidad de hacer inteligible y aprehensible la realidad. Solo la palabra dota al conocimiento de significaciones y refuerza la posibilidad de que retumbe más allá de los sujetos que lo construyen y reconfiguran. Pese a su extravío (https://bit.ly/3Efn8TF), la palabra tiene la facultad para potenciar la praxis del conocer y para proyectarla históricamente.
De ahí que el conocimiento sea una forma más de aproximarnos a los hechos y de desplegar modos de aprehenderlos con miras a comprender las causas y el sentido de los problemas. Se trata también de generar los mecanismos para apostar a resolverlos de la manera más conveniente y menos gravosa. Por tanto, el arte de conocer no es neutral, sino que está expuesto a juicios de valor, preferencias y a principios éticos e ideológicos introyectados en quien ejerce dicho arte.
El conocimiento, en algunas de sus formas, trasmuta en técnica a medida que contribuye a resolver esas problemáticas. Y puede llegar a alcanzar sofisticados niveles de innovación tecnológica conforme se acumula y se descubren o inventan variadas aplicaciones. Más allá de su concreción en lo material y en lo procedimental, el conocimiento es una guía, un referente que orienta al ser humano en el caudaloso río de la incertidumbre; al tiempo que abona a domesticarla y a atemperar sus inclemencias. No elimina esa incertidumbre pero sí contribuye a tornarla manejable. Sin el conocimiento y su transmisión de generación en generación los sujetos y las sociedades tenderían a extraviarse y a carecer de toda brújula en sus decisiones y en su acción. Los mismos problemas públicos no podrían enfrentarse y solventarse del todo sin mínimas dosis de ese arte de conocer; pero también ese mismo conocimiento o sus sesgos puede contribuir a invisibilizar, silenciar y a encubrir dimensiones y aristas de esas contradicciones que pretenden atemperarse, corregirse o a hacerse evidentes. De ahí que el arte de conocer –en cualquiera de sus formas– incida en cegueras que opacan o erosionan su certeza y efectividad.
Quizás en las últimas décadas la pandemia del Covid-19 (https://bit.ly/3l9rJfX) represente esa serie de fenómenos anudados que en su manejo desafían y desechan toda forma de conocer para imponerse la lapidación de la palabra (https://bit.ly/3aDAs7x), la construcción mediática del coronavirus (https://bit.ly/2VOOQSu) y la entronización de la mentira por encima del conocimiento razonado (https://bit.ly/2YrkO8U). El consenso pandémico despojó al conocimiento de su diversidad y de las múltiples posturas que lo sustentan, hasta perfilar una narrativa hegemónica que entierra toda expresión que apueste al disenso y a la divergencia. Las pugnas entre afirmacionismo y negacionismo eclipsaron a la duda y toda posibilidad de abrir el arte de conocer a la ampliación de las miradas, sensibilidades y significaciones. De ahí la supremacía facciosa de la industria mediática de la mentira sobre el conocimiento sistemático y las posibilidades de dar luz en torno a la complejidad de los fenómenos que se entrelazan en esa crisis sistémica y ecosocietal y en el colapso civilizatorio que le es consustancial, y que se profundizan conforma se agrava la misma crisis del capitalismo.
El conocimiento tiene el potencial para liberar a la humanidad de los grilletes que se ciernen sobre su esencia, pero también puede convertirse en un dispositivo de poder que –al ser presa de los intereses creados– erija prisiones sobre las colectividades. De ahí la importancia de reivindicar a la palabra y al pensamiento utópico (https://bit.ly/30kbnsV) para alejar el arte de conocer de la ignorancia tecnologizada (https://bit.ly/2BMr039); así como centrar la mirada en torno al interés público y a la construcción de soluciones relativas a los grandes problemas mundiales.