Portugal es esa nación que tenemos al lado, sin fronteras naturales complicadas, pero a la que España no le hace nunca ningún caso. Es como si no existiera. Ian Gibson, en "reflexión y sueño de un hispanista irredento", habla de una ideal República Federal Ibérica por la fusión natural de España y Portugal. Pero, a mi juicio, si se llegase a consumar esa idea sería aproximadamente como un caso antropológicode desfloración por una depravada…
He nacido en España, de padre gallego por los cuatro costados y de madre madrileña asimismo por ambas líneas de consanguinidad. Por lo que nada hay en mí ajeno a lo español. Mi personalidad está transida de las virtudes y defectos generales, en unas u otras dosis, de lo que en España diferentes autores han escrito y lo que de manera muy general se corresponde con la idiosincrasia española asumida más o menos por todos. Díaz-Plaja en 1966, desgrana en clave de humor ese carácter español tan irreductible y difícil de homogeneizar en "El español y los siete pecados capitales". Pero hay un pecado, un rasgomuy destacado del español, la envidia, que noforma en absoluto partedel mío. Y otro, en cambio, muy propio de mi personalidad, el apasionamiento, que los latinos llamaban vehementia cordis, quefácilmentepuede confundirse con la iracundia. De modo que no reniego de ser de donde nací, de quienes nací y de lo que soy. Pero lo que no permito es dejar que mi sentimiento de españolidad se condicione por aspectos formales al fin y al cabo administrativos, como estar inscrito como español en un registro público y en posesión de los documentos que lo acreditan. Porque más importante que esas formalidades es para mí, el dicho de los clásicos latinos, ubi bene, ibi patria, allí donde estás bien, está tu patria. El caso es que socialmente hablando, con algunas excepciones y por razones que luego diré, nunca me he encontrado muy a gusto en España. He vivido por cortos espacios de tiempo en otros países europeos, y sólo el hecho de no sentir el ruido y el griterío que en España están presentes tanto en calles como en Cafés, no ahora que tengo una edad a la que ordinariamente más se detesta el ruido, sino a otras, ya envidiaba esas ciudades europeas donde solo se oían susurros y apenas las ambulancias.
Estos son los datos para mí cruciales que me mueven a recordar a Portugal y a hablar de Portugal. Porque en el plano ideológico sigue habiendo en España dos Españas. Una monárquica, la de los vencedores en la guerra civil y herederos suyos, y otra republicana, la de los perdedores y su descendencia. Los esfuerzos por superar esa divisiónen estos cuarenta y tantos años después de la dictadura son a todas luces baldíos, pues no bastan leyes que decidan sobre sentimientos y resentimientos. Y en el plano caracteriológico, hay también otras dos Españas. La del español prepotente, superficial, bravucón y petulanteque funciona a base de prejuicios, de ideas, de gustos rancios y de sentimientos obsoletos, de la clase social que sea, por un lado, y la del español concentrado, intimista, recogido, discreto y reflexivo que huye de los típicos prejuicios de los otros. Gente ésta última con la que no es fácil relacionarse, pues suele hurtarse y ser tan independiente como yo. El trato social, pues, se comparta o no está visión, nunca me ha resultado fácil. Y aquí es donde me viene a la cabeza Portugal…
Portugal es una nación cuyo pacifismo y carácter afable no han de tener, a mi juicio, parangón con ningún otro país de Europa salvo, si acaso, los países nórdicos. Desde la batalla de Aljubarrota, en 1385 (que aseguró la independencia portuguesa frente a Castilla, en la que siete mil soldados lusos pudieron con los cuarenta mil de las tropas castellanas y evitaron así ser absorbidos por su poderoso vecino), luego la dictadura de Salazar que duró 7 años, y el Estado Novo (1933-1974), un régimen autoritario, colonialista, nacionalista y antiparlamentario, no ha habido en esta nación otras convulsiones en el país dignas de reseñar en la friolera de seis siglos.
Parto de la base de que pronto empecé a sentirme extranjero en mi tierra. Pues mi apasionamiento cercano a la iracundia que también caracteriza a buena parte de la población española, es de signo contrario al de ella y a las habituales corrientes de opinión; razón por la cual la incompatibilidad es manifiesta. La única manera de evitar tensiones, es secundar banalidades o fomentarlas…
El caso es que si he valorado siempre mucho la vida de la sociedad portuguesa es porque la he imaginado siempre naturalmente bondadosa y dialogante. Impensable en ella la pendencia y el resentimiento. Su textura social me sugiere una Hermandad. Y si no me he trasladado a vivir allí habiendo podido hacerlo ha sido, primero, por las complicaciones que hubiera tenido que afrontar para trasladarme con mi numerosa familia, y segundo, porque en España me he reído mucho, y ese punto de humor de algunos amigos y personas que he tratado a lo largo de gran parte de mi vida, me ha aliviado las tensiones derivadas de mis diferencias con el resto. Porque para mí la risa es fundamental. Como lo era para el escritor Cioran que decía: "todo el mundo me exaspera, pero me gusta reír y no puedo reír solo". Ése soy también yo. No obstante, cuando ya es tarde, lamento no haberme decidido hace mucho tiempo a vivir en Portugal. La época clave pudo estar a raíz de mi jubilación. Pero vivir aquí, lejos de la capital, en una casa modesta, con una zona cultivable, hizo de cortocircuito. Así he malogrado la posibilidad de pertenecer a otra sociedad donde imaginaba e imagino una placidez que nunca he sentido en España. Y con mayor motivo en unos tiempos amenazadores en varios aspectos y con un desagradable sentimiento de desvinculación de las generaciones actuales que, a buen seguro, no tiene precedentes en las de mis padres para atrás, en las que el tránsito de unas a otras no han podido ser tan hostiles. Todo ello, agravado por los cambios tecnológicos que han dado un vuelco a la vida occidental y a una España tan adicta a la improvisación como poco amante del rigor; una España donde a buen seguro, más se hacen sentir los cambios bruscos y numerosos que soporto tan mal y frente a los que no puedo defenderme bien pues carezco de capacidad de resiliencia, es decir, de adaptación…